Yo, el padre. Por Ernesto Vásquez.

Jun 15, 2024 | Opinión

Ernesto Vásquez es abogado, Licenciado, Magíster y Profesor de la Universidad de Chile. También es Máster y doctorando de la Universidad de Alcalá.

Desde hace muchos años para “el día del padre”, escribía sobre el mío, un ser que amé sólo como un sujeto puede amar virilmente a otro en este mundo. Que admiré y le seguí como un líder, que sentí que era el ángel que Dios me había remitido como compañero en mi infancia; una niñez maravillosa y feliz que -en medio de precariedades- sentí en plenitud con mi progenitor, de cuya mano me asía con la fe inquebrantable del que cree.

Luego, con la misericordia infinita que posee un creyente, le recuerdo sólo en los aspectos positivos y es que cuando niño, mi padre Pedro Vásquez Marchant, era un hombre gigante e infalible para mí, pues fue un verdadero maestro y me regaló el sello de amar las letras, los valores de la república, historias eternas, el arte de cierta música y melodías pretéritas; el aprecio por la poesía y la escritura; el compromiso y el rigor de un estudiante del Liceo Valentín Letelier, donde me llevó desde el brazo para formar a un ser humano digno de actuar en la vida pública de ser requerido. Sí, no tengo recuerdos negativos de este ser humano a quien llamaba amorosamente papi, es que, parafraseando a Benedetti, sólo me recuerdo de lo positivo, de aquello que me llena el alma y No, no sufro de amnesia, sólo me acuerdo de lo bonito; se llama memoria selectiva y es muy saludable tenerla.

Uno es más misericordioso con el juicio de la vida cuando debe ejecutar el rol de padre y es bíblico, “que esté libre de pecado y tire la primera piedra, aquel que no ha cometido un error como padre”.  Ahora que voy bajando las colinas de la vida y mis hermosas hijas subiendo dicha senda, sólo cabe agradecer a la existencia el que me hayan permitido ser padre y no sé si lo hice bien o mal, seguramente estaré más al debe en cualquier contabilidad en esta materia y mi descendencia lo podrá rotular en su momento; lo que nadie jamás podrá decir es que fui un padre ausente, eso jamás. Siempre estuve para mis hijas, las disfruté eternamente cuando niñas, les hice funciones de títeres y les conté cuentos e historias, las tuve en mis brazos en su infancia y me dormí a su lado, compartimos alegrías y penas; cada día que puedo ahora, en el cuarto menguante de la vida adulta y siguiendo con ellas sus proyectos, trato de disfrutar los momentos en que podemos reunirnos y que me quieran regalar, las amo y seguramente merecían algo mejor, pero no creo que algún hombre en este mundo las ame más que yo, con la pureza absoluta que puede tener un verdadero padre. Si las palabras crean realidad, entonces no debo decir palabra alguna, pues son infinitas las veces que ya les dije y digo, que las amo; lo que culturalmente no era posible en mi niñez y que lo extrañé como ecos de una boca paterna, hoy no dejo de afirmarlo y como corolario de esta relación, me llena el alma sólo ver lo positivo de nuestras vinculaciones.

Como el sello de la maestra dueña de las prosas eternas, recordando a nuestra Nobel Gabriela Mistral, espero el día en que la despedida llegue en la vinculación terrenal con mis hijas y ellas puedan al unísono y de manera sincera replicar: “Padre: has de oír este decir/ que se me abre en los labios como flor…/Te llamaré Padre, porque la palabra me sabe a más amor.”

Más bellas palabras imposible de leer o escuchar, era que no, para quien está -quizás impropiamente- orgulloso y feliz, por el sólo hecho de ser “Yo, el padre”.

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