Vitacura, las Condes y Lo Barnechea: un palco VIP. Por Rodrigo Reyes

Oct 28, 2020 | Opinión

Rodrigo Reyes Duarte, abogado. Director Jurídico de Prelafit Compliance.

El filósofo político Michael Sandel cuenta que cuando era niño era un fanatico del béisbol. En esa época Ir a un juego era una mezcla de experiencias. La entrada más barata costaba un dólar y la más cara 4 dólares. Los empresarios y altos ejecutivos se sentaban al lado de los empleados y en ese momento los unía la misma pasión por el mismo equipo. Cuando llovía, todos se mojaban.

Esto cambió en los 80, 90 y con más fuerza en los 2000. En los estadios de beisbol se construyeron palcos VIP que ahora son ocupados por los ejecutivos que ocupan los sectores sobre la multitud. No hay mezcla de clases sociales. Cuando llueve, no todos se mojan. Lo que ocurre con los palcos VIP, ocurre en todas las sociedades.

El dinero permite comprar muchas cosas y hoy -mucho más que antes-  la gente vive separadamente, sin mezclarse.

Traigo a colación la historia de Sandel a propósito del resultado del plebiscito del domingo pasado que sorprendió por varias cosas: por una parte, por la participación en época de pandemia, por otra, porque en 3 comunas de Santiago triunfó ampliamente la opción “rechazo” que fue derrotada muy contundentemente en el resto de las comunas, pero también porque dejó claro que gran parte de la ciudadanía no confía en quienes hoy son sus representantes, de tal manera que a la hora de mandatar a quienes deben deliberar acerca de la futura constitución prefieren hacerlo con sujetos distintos a los parlamentarios actuales. En efecto, la alternativa de Convención Constitucional terminó imponiéndose muy mayoritariamente con casi un 79% de los votos, dejando claro la desconexión total de la ciudadanía con la clase política.

Cabe preguntarse por qué se ha acentuado esta desconexión con los políticos.

Esta desconfianza y frustración con las instituciones políticas no es nueva y se encuentra subyacente hoy en las sociedades democráticas y se explicaría fundamentalmente porque muchos países han desarrollado economías de mercado que en el caso de Chile ha significado una gran modernización y desarrollo, pero que nos ha acerca también a lo que Sandel llama una sociedad de mercado. En una sociedad de mercado casi todo está a la venta, no solo los bienes intrísecamente materiales, sino incluso algunos bienes que no debieran estar en el escaparate como las relaciones personales, la vida familiar, la política, la ley, la salud y la educación.

Y el efecto de lo anterior es una evidente desigualdad. Entre más cosas pueda comprar el dinero, más importancia tendrá su escasez o abundancia, ya que si lo único que determinara el dinero fuera el acceso a autos o vacaciones de lujo, la desigualdad no importaría mucho, pero cuando el dinero empieza a gobernar cada vez más el acceso a los bienes indispensables para una buena vida como  los servicios de salud decentes, acceso a una mejor educación, influencia en la política o paz y no “balas locas” en los barrios, la desigualdad si importa mucho. La mercantilización de todo “afila el aguijón de la desigualdad” dice Sandel y el tema se torna preocupante, ya que mercantilizar todo aspecto de la vida conduce a una condición donde los que son solventes y aquellos que son de escasos recursos tienen vidas cada vez más separadas. Vivimos, trabajamos, compramos y acudimos a lugares diferentes. Nuestros niños van a escuelas distintas, hablan de manera distinta, visitan lugares distintos y podrían no encontrarse jamás. ¿Le suena? ¿Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea, otras?

Lo anterior no es bueno para una sociedad democrática, ni es una forma satisfactoria de vivir, incluso para aquellos de nosotros que podemos comprar nuestro lugar en el palco VIP. La democracia -por cierto- no requiere una igualdad perfecta, lo que sí requiere es que los ciudadanos compartan una vida en común. Una cuestión que en Chile  no sucede. Si usted vive en comunas del sector oriente podría nunca cruzarse con alguien que vive en La Pintana. Y lo que importa es que las personas de diferentes procedencias sociales y diferentes estilos de vida se encuentren unos con otros, interactúen en el curso normal de la vida, porque esto es lo que nos enseña a negociar, a respetar nuestras diferencias, a sentirnos en algún momento que estamos en el mismo barco.

Finalemente se trata de responder a una pregunta crucial: cómo queremos vivir juntos. ¿Queremos una sociedad donde todo está a la venta, o hay ciertos bienes morales y cívicos que los mercados no honran y que el dinero no basta para valorar?

Y es que, como dicen los economistas, el intercambio de mercado no cambia el valor de las mercancías que se intercambian. Esto es cierto probablemente tratándose de autos de lujo, de televisores o de bienes materiales en general, pero no es cierto cuando tratamos con bienes inmateriales y de prácticas sociales. Por ejemplo, si usted no quiere votar, ¿podría vender su voto? En esos dominios, los mecanismos de mercado y los incentivos en efectivo pueden debilitar o desplazar actitudes y valores no mercantiles por los que vale la pena preocuparse. Una vez que vemos que los mercados y el comercio, cuando se extienden más allá del dominio material, pueden cambiar el carácter de las mercancías, pueden cambiar el significado de las prácticas sociales, tenemos que preguntarnos en dónde caben los mercados y en dónde no, dónde pueden realmente socavar los valores y las actitudes que valen la pena. Este es el debate que falta, que debemos tener de manera urgente y que aparece increiblemente ausente en la discusión política, generando un vacío en la vida pública.

Y ahí entra la política. Nuestros políticos deben acercarse a las grandes preguntas que son relevantes para nuestra vida colectiva, porque solo cuando hacemos posible la vida en común podremos preocuparnos en serio por el bien común.

Las instituciones políticas, en especial los partidos políticos, son fundamentales en una democracia, de manera tal que no podremos tener democracia sin política, sin políticos o sin partidos.

Debemos imaginar una Convención Constitucional con políticos, y que estén a la altura de las circunstancias. Estos políticos deben ser capaces de generar una narrativa de la vida en común y comenzar a debatir acerca de estas preguntas éticas fundamentales, como la justicia y como llevar una vida buena y demostrar un explícito compromiso moral con estas preguntas: con la sociedad del bienestar, con la libertad de elección, con el debate respetuoso, aunque podamos estar en desacuerdo.

Estos debates no los hemos tenido en profundidad, exponiendo razones más que consignas y ahora es el momento de tenerlos.

La ciudadanía espera mayor diálogo racional entre fuerzas políticas que logren converger en una dialogo de búsqueda acerca de las bases de una nueva Constitución. Y una de estas bases debiera ser el tipo de vida que esperamos tener en una sociedad democrática. ¿Dónde queremos vivir?, ¿en una sociedad que sea una simple suma de individuos encerrados en guetos o palcos VIP o en una más integrada, mezclada y en que todos sintamos que somos parte de un mismo viaje?. ¿Es ello valioso y digno de ser promovido por el Estado? Nuestros políticos tienen la palabra.

| LO MAS LEIDO