Una reflexión urgente y necesaria en el ‘Día de la no violencia contra la mujer’. Por Claudia Castelletti F.

Nov 25, 2023 | Opinión

Por Claudia Castelletti F. Encargada de género Defensoría Penal Pública.

Como cada año en el ‘Día de la no violencia contra la mujer’, además de condenar toda forma de violencia de género contra la mujer, la Defensoría recuerda cada uno de los casos en que nuestras defendidas han sufrido violencia.

Porque cuando pensamos en violencia de género contra la mujer normalmente recordamos la que se produce al interior de la familia o en contextos de relaciones sexoafectivas, pero nos olvidamos que este fenómeno se produce en todo tipo de relaciones sociales, incluido el sistema procesal penal y es generada por quienes operamos en él. No podemos olvidar que el artículo 2 de la Convención de Belém do Parà establece que ella se configura cuando es perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes, donde quiera que ocurra.

El sistema penal, por desgracia, ha invisibilizado las discriminaciones y violencias que ocurren a diario contra las mujeres imputadas o condenadas, pues casi no existe preocupación por estos casos a nivel de políticas públicas, ni se recogen datos a nivel estatal sobre ellas. Por ejemplo, la “Encuesta de violencia contra la mujer en el ámbito intrafamiliar, contexto doméstico y otros espacios (ENVIF-VCM)”, que es aquella que se usa para medir la magnitud, a nivel país, de la violencia contra la mujer, aún no incluye tópicos sobre aquella que se produce en el sistema carcelario o de privación de libertad, no obstante que es una de las formas más graves de violencia.

La violencia doméstica contra las mujeres es más visible, pero no es la única ni la más grave. La cometida por el Estado no sólo es menos visible, sino también menos denunciada, menos sancionada y aún menos reparada. El caso de las sufridas por mujeres privadas de libertad es particularmente grave, pues se realizan en un contexto de subordinación y de ejercicio de poder mucho más intensos, en donde los actos y omisiones violentos se transforman en mecanismos de control sexual: disciplinan y dan mensajes de cómo debe comportarse o ser una mujer. Tienen, además, un trasfondo mucho mayor que el ejercer violencia y control a una mujer en concreto, pues afectan a la expectativa de seguridad y confianza en todas las demás mujeres, al deteriorar sus relaciones personales y afectivas, generando aislamiento e inhibición de denuncia.

De ahí que la doctrina ha establecido que el Estado tiene, respecto de quienes tiene bajo custodia, una especial posición de garante, pues al tratarse de personas que se hallan en estado de dependencia o subordinación completa y directa respecto de los agentes del Estado, el deber de respeto y garantía de los derechos fundamentales de estas personas se intensifica, sobre todo porque la privación de libertad tiene un fin específico: la reinserción social, no la pérdida adicional de derechos.

La Defensoría, consciente de las violencias que se sufren al interior de las cárceles, pero también de la cultura carcelaria de silencio, acompañada de altísimos niveles de impunidad generados por los prejuicios existentes sobre las víctimas –como son ‘delincuentes’, sus dichos son de menor credibilidad-  inició el programa denominado ‘Sistema de registro, comunicación y atención integral a víctimas de violencia institucional carcelaria’ (Sircaivi), cuyo objetivo es fortalecer el acceso a la justicia de las personas privadas de libertad que hayan sufrido agresiones, apremios ilegítimos o vulneraciones por los agentes del Estado que los custodian.

Sabemos que las mujeres que han sufrido violencia tienden a sentirse culpables por la violencia sufrida, que sienten altos niveles de estrés y vergüenza, que minimizan y naturalizan los hechos, y que eso dificulta su denuncia y produce retractaciones, lo que se magnifica en un contexto carcelario donde las afectadas deben denunciar a las mismas personas que las custodian y deciden sobre sus derechos más básicos. Por ello, no es extraño que en los últimos 12 meses hayamos recogido sólo 23 casos de mujeres (15 condenadas y 8 imputadas), de las cuales ocho decidieron no denunciar los hechos a la justicia.

A pesar de ser pocos los casos, su revisión es un ejercicio necesario y estremecedor. Los relatos de las mujeres incluyen causas de violencia obstétrica (una mujer que parió a su hijo en los pasillos de una cárcel, otra que estuvo esperando casi dos semanas atención médica frente a un aborto espontáneo); sanciones formales o informales de aislamiento con periodos en que se les impedía tener visitas con familiares sin existir razón jurídica para ello; falta de atención médica o negativa a ser trasladadas a recintos médicos, a pesar de tener horas previamente agendadas por enfermedades de carácter grave; agresiones sexuales tanto de otras internas como de personal de Gendarmería; registros vejatorios (introducción de dedos u otros elementos en el cuerpo, obligación de desnudamientos y de hacer sentandillas); e incluso ejercicio de violencia a las visitas de las internas en los registros previos a las visitas, lo que incluye a niños, niñas y adolescentes.

Los equipos de defensa pública interpusieron en todos estos casos las acciones constitucionales, procesales o administrativas que procedían y, aunque en la mayoría de los casos los reclamos fueron atendidos por la judicatura, dictándose distintas medidas de resguardo -como traslados de recinto penitenciario, órdenes directas a Gendarmería de trasladar a las internas a un recinto penitenciario o de levantar los castigos-, en ninguno de los 15 casos registrados en que existió denuncia hay, todavía, una formalización.

A las mujeres, en casos de violencia de género contra ellas, les asiste el derecho a la debida diligencia reforzada (artículo 7 de la Convención de Belém do Parà), lo que implica para los Estados cumplir con cuatro obligaciones: prevención, investigación, sanción y reparación de las violaciones de los derechos humanos y evitar la impunidad. De ahí que la falta de una política penitenciaria con enfoque de género, de investigaciones con posteriores formalizaciones respecto de los delitos ocurridos contra mujeres dentro de los recintos penitenciarios con la correspondiente impunidad y la repetición constante e histórica de estos mismos hechos es, sin lugar a dudas, una grave y sistemática violación de los derechos humanos de las presas.

En una visita que realicé hace un par de años al Centro Penitenciario Femenino (CPF) de San Joaquín, una mujer me dijo que era una “muerta en vida”, pues aunque saliera “a la calle”, su hija había contado en el colegio que había fallecido y que por eso vivía con su abuela. Nadie la había visitado en años. Por desgracia tenía toda la razón, porque olvidar es una forma de matar. Al olvidarlas en la política pública y de persecución penal, el Estado las mata a diario.

Tal como escribió Gabriela Mistral en la estrofa final de “La otra”, el olvido equivale a la muerte.

“…Si no podéis, entonces,
¡ay!, olvidadla.
Yo la maté. ¡Vosotras
también matadla”.

Yo aún no olvido la conversación con esa mujer presa, y me resisto a matarla nuevamente. Por eso escribo estas líneas, para que pueda vivir.

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