Una propuesta francamente regresiva: la supresión del Tribunal Constitucional. Por Domingo Hernández

Ene 21, 2022 | Opinión

Por Domingo Hernández Emparanza. Presidente del ICHDA. Ex Ministro del Tribunal Constitucional

Controversia ha causado la reciente Iniciativa Convencional Constituyente presentada el 30 de diciembre último por un grupo de 16 convencionales a la Mesa Directiva de la Convención Constitucional, en la que se plantea una propuesta de justicia constitucional, a partir de “un diagnóstico crítico de la revisión judicial de la ley en manos del Tribunal Constitucional”, como se explicita al comienzo de la proposición.

Si bien la iniciativa no postula derechamente la supresión del Tribunal Constitucional  (TC)y se concentra fundamentalmente en la idea central de traspasar la competencia  que el actual ordenamiento constitucional confiere a esa entidad, en materia de inaplicabilidad de normas legales, a una sala especial de la Corte Suprema, el diapasón descalificatorio de la trayectoria recorrida por aquel órgano de control no arroja dudas respecto del propósito de prescindir de su concurso en la nueva institucionalidad.

Subyace en el trasfondo de esta crítica, un profundo escepticismo respecto del modelo kelseniano de control de constitucionalidad, que se trasunta en la existencia de las cortes o tribunales constitucionales. De allí que sus autores transiten desde la crítica a la existencia misma de dichos órganos, representativos de “una tercera cámara legislativa”, a la censura de aspectos de su jurisprudencia histórica, especialmente a partir de la reforma constitucional de 2005, que desplazó el control represivo de constitucionalidad desde la Corte Suprema, al TC. En la permanente tensión entre la supremacía constitucional y la legitimidad democrática, los convencionales  patrocinantes toman partido por la preeminencia irrestricta de las mayorías democráticas, encarnadas en el Congreso, y buscan resolver la llamada “dificultad contramayoritaria” mediante el simple expediente de trasladar la competencia para resolver la inaplicabilidad de preceptos legales desde el TC a la Corte, pasible del mismo déficit de legitimidad democrática.  Y remiten además la decisión de inconstitucionalidad de normas legales a la Cámara de Diputados, sin intervención de los demás órganos co-legisladores, como un anticipo posible de  un régimen unicameral.

El proyecto presentado consta de 4 artículos, precedido de una parte considerativa dirigida a justificar su pertinencia. Adolece, en nuestra opinión, de falencias importantes, tanto en el texto como en su introducción. Desde luego, da por establecido axiomáticamente que los ministros del Tribunal Constitucional han sido “elegidos por sus ideologías y sus compromisos políticos” y que “no tienen formación de jueces”, en contraste con los integrantes de la Corte Suprema, designados “por sus méritos” y que “tienen formación de jueces”. Una tal afirmación parece provenir más de un prejuicio o estereotipo que de un juicio razonado.

Sin ningún miramiento por la especialidad de la función de control de constitucionalidad, los suscriptores del proyecto expresan que “[H]ay buenas razones para sostener que este tipo de control (de inaplicabilidad de la leyes) debiese estar radicado en un tribunal como la Corte Suprema …” Parecen olvidar que la Corte Suprema desempeñó esta función bajo el imperio de la Constitución de 1.925 y fue precisamente la autorrestricción que ella se impuso, en el sentido de que no podía declarar la inaplicabilidad de forma de las leyes sin invadir las atribuciones del Poder Legislativo – no obstante que el constituyente no distinguió al respecto –  la que derivó en la casi total ineficacia de este instrumento. Baste al efecto con señalar que las estadísticas entre 1994 y 2004 muestran que más de la mitad de los recursos de inaplicabilidad intentados, fueron declarados inadmisibles y que solo ocho prosperaron. Esa fue tal vez la razón determinante de la decisión constitucional de conferir competencia al TC en materia de control represivo de constitucionalidad de las leyes.

Dos consideraciones adicionales nos merece el contenido del articulado propuesto para integrar el capítulo relativo a Justicia Constitucional en la nueva Carta Fundamental: el manifiesto menosprecio mostrado hacia la experticia constitucional en materia de control concreto de constitucionalidad de preceptos legales y la sustitución del modelo de control abstracto de constitucionalidad a posteriori de estos mismos preceptos, que el actual ordenamiento residencia en el TC, por un modelo de control político radicado en la Cámara de Diputados. En orden al primer punto, se desplaza la competencia que la Ley Fundamental vigente adjudica al TC en materia de control concreto de constitucionalidad, hacia una sala especial de 9 “jueces y juezas elegidos por sorteo”. Tal expresión resulta del todo equívoca, en la medida que, en una tradición que se remonta ininterrumpidamente a lo menos a la Constitución de 1.823, los miembros de la Corte Suprema son denominados “Ministros”, con lo cual la alusión genérica utilizada podría extenderse a los jueces en general, de cualquier jerarquía. Se infiere del preámbulo de la iniciativa que este tipo de revisión debería hacerse por los miembros de la Corte Suprema, pero ciertamente la redacción empleada es severamente deficitaria. Coetáneamente, el enunciado va en la línea contraria al funcionamiento de la Corte Suprema en Salas especializadas de cinco Ministros, incorporando una nueva que desde luego alteraría una mecánica funcional arraigada y a la cual se accedería por azar, sin consideración alguna a la experticia constitucional de los sorteados. Sin contar con que la sala especial diseñada perturbaría gravemente el funcionamiento del máximo tribunal, al obligar a distribuir los once ministros restantes en las cuatro Salas  en que opera actualmente en su funcionamiento extraordinario habitual, obstaculizando su integración con cinco miembros, como hasta ahora. Todo naturalmente en el supuesto de conservarse la estructura vigente de 20 miembros, como lo ha recomendado el propio máximo Tribunal a la Convención. El diablo está en los detalles, como reza el viejo aforismo anglosajón…

Por otra parte, se revierte la tendencia a ampliar la legitimidad activa en el requerimiento de inaplicabilidad, recurrente en el constitucionalismo contemporáneo, privándose de titularidad a las partes en la gestión pendiente y concediendo exclusivamente ese derecho al juez de la causa. Del mismo modo, desaparecen tanto la competencia atribuida al TC en la normativa vigente para pronunciar la inconstitucionalidad de un precepto legal, con tal que éste haya sido previamente declarado inaplicable, cuanto la acción pública para instar por esa declaración o incluso la posibilidad reconocida al órgano de control para formularla de oficio. En su lugar, se endilga exclusivamente a la Cámara de Diputados la posibilidad de derogar o modificar la disposición estimada inaplicable por inconstitucionalidad por la Sala especial de la Corte Suprema, en un procedimiento simplificado. Insólito. Un retroceso a la época en que la Constitución de 1833 habilitaba al Congreso para “resolver las dudas que ocurran sobre la inteligencia de alguno de sus artículos”. Como si al cabo de casi una centuria, el derecho público se hubiera congelado y la opción preferente por el control jurisdiccional y no político de las normas no se hubiera impuesto en las Carta Fundamentales de a lo menos 100 países del mundo.

En definitiva: lejos de constituir un avance, la propuesta comentada – que debería ser desestimada por su contenido regresivo – constituye una peligrosa involución. Confiamos que así también lo pondere la Convención, en su análisis de fondo.

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