Sistema Penitenciario en la UTI. Por María Eugenia Hofer.

May 13, 2024 | Opinión

María Eugenia Hofer es socióloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Planificación Regional Urbana de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente es miembro de consultora en planeamiento estratégico y modelos de gestión en el ámbito penal y penitenciario, y miembro de la Asociación Chilena de Justicia Terapéutica, Humanizar.  Fue parte del directorio de la ONG Penal Reform International, sede Reino Unido (2006-2016)  e integrante Comité Editorial Proyecto Inocentes, de la Defensoría Penal Pública.

Recientemente, el Centro de Estudios Espacio Público ha dado a conocer su quinto informe de Seguridad Publica, en el que aborda el sistema penitenciario con la presentación, entre otros, de un artículo de especial relevancia y significación: “El sistema penitenciario en Chile: ¿un enfermo que se deteriora?”, elaborado por Patricio Domínguez, Mauricio Duce y Raúl Fugellie.

En esta columna se comentan algunos aspectos de dicho artículo, con el solo propósito de motivar la necesaria y completa lectura de este ilustrado, certero y movilizador análisis.

El documento alude al contexto general y las tendencias recientes respecto del “inquietante aumento de la demanda y el uso del sistema cerrado” como respuesta al fenómeno delictivo, en referencia al aumento observado en la población privada de libertad en recintos carcelarios, en particular, la de personas en prisión preventiva, que casi se ha duplicado en los últimos años, pasando de 10.477 en 2020 a 20.103 en 2024.

Asimismo, en cuanto a los volúmenes de población privada de libertad, se presentan gráficos que permiten aproximarse a los flujos de ingresos, vigentes (población en régimen) y egresos, mostrando tendencias en cuanto al periodo de información de los datos utilizados. En este sentido, se destacan dos aspectos que explicarían el incremento de la población reclusa vigente: el primero, es el aumento en la duración de las condenas, lo que obviamente tiene como resultado mayor tiempo de permanencia en el recinto penitenciario, disminuyendo así las plazas disponibles y el consecuente aporte al hacinamiento. Y el segundo, es la fuerte contracción en el otorgamiento de las Libertades Condicionales, por la introducción de mayores restricciones legales para su concesión, limitando de manera importante los flujos de egreso por esta vía.

En suma, y expuesto de manera gráfica, se trataría de un sistema que tiene un amplio “ducto de ingresos”, una permanencia “estancada” y un estrecho “ducto de egresos”, superando con creces la capacidad que, por diseño, tiene el Servicio Penitenciario para acoger adecuadamente a esta población.

A los datos del hacinamiento carcelario se suman otros que dan cuenta de las dificultades que presenta el Servicio Penitenciario para responder a esta mayor demanda, por una parte, debido a la reducción observada en su presupuesto y en el número de funcionarios encargados de la custodia (esto es, suboficiales y gendarmes) y, por otra, al preocupante aumento en el número y duración de licencias médicas otorgadas a su personal.

Otros datos relevantes que aporta este trabajo tienen que ver con algunos cambios observados en la composición de la población reclusa, respecto de su distribución según los tipos de delitos cometidos, sus grupos etarios y su procedencia.

Acerca de los tipos de delitos, si bien siguen predominando los cometidos contra la propiedad, se está observando un aumento proporcionalmente significativo en delitos considerados más graves, cometidos contra las personas, como los homicidios y las agresiones sexuales. En cuanto a la composición por grupos etarios, el informe muestra que los aumentos más pronunciados se producen en los tramos más jóvenes, que la literatura especializada identifica como los que presentan mayor número de factores de riesgo y mayores tasas de reincidencia. Y, respecto de la procedencia, evidencia un significativo crecimiento de la población migrante reclusa, que ha pasado de 3 mil personas en el 2019, a casi 8 mil el 2023, duplicando su proporción respecto del total, de un 7% a un 14% en dicho período.

Este conjunto de antecedentes da cuenta de algunos cambios en el perfil de la población recluida, que no por ello varía algunas de las características que más comúnmente ha presentado históricamente, y de las que existe abundante literatura: bajo nivel de instrucción, desempeño en trabajos precarios o cesantes, perteneciente a estratos socioeconómicos vulnerables o pobres, muchos de ellos provenientes de familias disfuncionales, con consumo problemático de sustancias y reincidentes en la comisión de delitos, entre otras, que de no ser abordadas adecuadamente, podrían hacer de la reinserción social un mito.

Como se ha reiterado, el tamaño y la composición de la población son variables relevantes para cumplir con el propósito exigible a la administración penitenciaria. Y esta organización, sometida a las presiones señaladas, optaría por manejo de crisis por sobre una acción planificada estratégicamente. En este contexto, se afectaría el cumplimento de sus objetivos básicos, como también aquellos en materia de cobertura y calidad de los servicios de alimentación, salud, deporte, recreación e intervención psicosocial criminológica, todos aspectos que influirían en las condiciones en que las personas egresan y retornan al medio libre, sus probabilidades de reincidir o de desarrollar un nuevo proyecto de vida inclusivo en libertad.

Necesariamente, una inversión suficiente y sostenida en cuanto a rehabilitación y reinserción social, permitirá a la administración penitenciaria responder a la diversidad y mayor complejidad de la población. Incidirá en este sentido, si fuera el caso, el diseño y la capacidad de la infraestructura, para responder a las necesidades específicas de las personas recluidas (como es el caso de las mujeres con hijos), disponer de espacios suficientes para la adecuada segmentación penitenciaria y, simultáneamente, proteger la integridad física de las personas recluidas, evitando la influencia de personas con largas carreras criminales sobre las primerizas, por mencionar los principales efectos de una adecuada y suficiente infraestructura.

También resulta clave invertir para disponer de personal suficiente y calificado, lo que requiere examinar la política de recursos humanos en cuanto a convocatoria, reclutamiento, definición de perfiles para el desempeño de los cargos y, posteriormente, formación y entrenamiento permanente para una función en extremo compleja y escasamente valorada por la sociedad.

Por último, el ámbito penitenciario debiera estar integrado y ser parte de una política criminal más amplia que, en una perspectiva sistémica, integre al conjunto de organismos y actores dedicados a la prevención del inicio de carreras criminales con los que participan en el sistema de administración de justicia con orientación al cumplimiento de sus fines comunes.

Contrariamente, el crecimiento de la población encarcelada estaría evidenciando un fracaso en materia de prevención y el uso desmedido de la herramienta penal, en particular, la medida cautelar y la sanción de privación de libertad. Si el Estado quiere abordar de manera seria el problema de la sobrepoblación penal, debe ir más allá de hacer exigencias y de promover reformas al sistema penitenciario: necesita analizar críticamente su política social y criminal, y reformular aquellos aspectos que impiden que la herramienta penal y la cárcel solo se utilicen como último recurso.

La política criminal puede ser definida a grandes rasgos como la estrategia del Estado para enfrentar el fenómeno de la criminalidad. Toda política criminal está compuesta por determinados supuestos de carácter ideológico, político y técnico, en los que se funda, por los objetivos que pretende cumplir y por los instrumentos preventivos y represivos que deben diseñarse e implementarse para conseguirlos. Por supuesto que la política criminal no se agota en el sistema penal. Concebirla solo desde la perspectiva de las instituciones penales conlleva el riesgo de distanciarla de otros aspectos relevantes relacionados con la criminalidad, como por ejemplo la política social.

Tal como se recomienda en los documentos de trabajo del 12º Congreso de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Sistema Penal, la delincuencia es “un problema social al que los sistemas de justicia penal solo podrían dar una respuesta parcial. Las medidas contra la pobreza y la marginación social son fundamentales para prevenir la delincuencia y la violencia y, a su vez, reducir el hacinamiento en las cárceles”. La política criminal no debe constituir un apartado aislado dentro de la política general, sino que debe haber la debida coordinación para que los resultados globales “al menos, no agraven el problema de la criminalidad”, frente al cual se reaccione solo con los instrumentos penales, vulnerando el carácter de ultima ratio que éstos deben poseer. Al mismo tiempo, resultara esencial hablar de qué realmente funciona para prevenir el inicio de carreras delictuales y abordar la delincuencia en una etapa temprana. Trabajar preventivamente sobre las variables y los factores de riesgo que se le asocian debiera ser la mirada para lograr cambios más efectivos y permanentes en el mediano y largo plazo.

Disponer de análisis basados en datos empíricos sobre la realidad actual del sistema penitenciario, debiera incidir en sostener una reflexión más profunda y fructífera en cuanto a propuestas de transformación del conjunto de organismos y actores involucrados en el ámbito penal de la cual el órgano de ejecución de penas forma sólo una pequeña parte.

Es esperable que, para Chile, donde la población penal aumenta en tamaño, complejidad y conformada de manera casi exclusiva por personas pertenecientes a los sectores más desventajados y precarios en términos socioeconómicos, dispongamos de una política criminal que considere tanto una estrategia de prevención como una de administración de justicia penal justa, efectiva, proporcional y humanizada.

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