Reflexiones en torno a una acusación constitucional. Por Soledad Piñeiro

Sep 4, 2020 | Opinión

Soledad Piñeiro Fuenzalida. Presidenta de la Asociación Nacional de Magistradas y Magistrados. Ministra de la Corte de Apelaciones de Valdivia.

La semana pasada expuse en representación de la Asociación de Magistradas y Magistrados ante la Comisión que debe pronunciarse respecto de la procedencia de la acusación constitucional deducida por un grupo de diputados y diputadas en contra de una ministra de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, libelo respecto del cual solicitamos su rechazo.

Estimamos que se trata de una figura incompatible con la defensa del principio de independencia judicial como uno de los pilares sobre los que descansa nuestro Estado Democrático de Derecho, pues instala una peligrosa amenaza de juicio político para jueces y juezas en un sistema en el que éstos no son “políticos”, sino profesionales de carrera, formados, habilitados y en permanente perfeccionamiento insertos en un diseño que se aleja diametralmente del modelo anglosajón del Common Law.

No es controvertido el reconocimiento constitucional de la independencia externa o respecto de los poderes políticos de juezas y jueces chilenos, pues deriva de la regulación del Poder Judicial en el Capítulo VI de la Constitución Política de la República (CPR) -separado de los demás poderes políticos- y del texto del artículo 76, cuando señala que la función judicial corresponde exclusivamente a los tribunales establecidos por ley.

La doctrina y jurisprudencia del sistema interamericano de derechos humanos así también lo han recogido y avanzado en su fortalecimiento y protección en clave de garantía para la propia ciudadanía de que las causas en las que las personas intervengan serán conocidas por un juez o jueza imparciales y vinculados sólo a los antecedentes del proceso y a la ley.

Se trata por tanto de un estándar de protección, y no un privilegio, que el constituyente chileno consagró para un Poder Judicial frente a los demás en el contexto de un diseño que recogió la idea de pesos y contrapesos entre unos y otros atendida la función específica de cada uno de ellos.

Enseguida, el juez o jueza en Chile se caracteriza por su perfil de apoliticidad y carácter de funcionario del Estado que aplica la ley al caso concreto, concebido como parte de una estructura jerárquica llamada Poder Judicial donde no representa a ninguna fuerza política en particular y donde sirve un cargo para el que no ha sido elegido por un tiempo limitado, sino que sigue una carrera judicial, sometido a un régimen de responsabilidad.

Surge aquí el primer problema: consagrar la responsabilidad política de los jueces supone la aparición de un grave riesgo de que tiendan a apartarse de su imparcialidad uniformando su actividad a aquellas indicaciones que provengan del poder político que es quien en definitiva permite su estabilidad laboral, en perjuicio del justiciable.

Así consagradas constitucionalmente la separación de poderes y la independencia judicial, y dadas las características propias de la judicatura chilena, la acusación constitucional en contra de los miembros de los tribunales superiores asoma como una anomalía institucional respecto de la que cabrían sólo 2 caminos a mi juicio: un uso limitado o moderado de la facultad por los órganos políticos competentes; apelando a la idea de self restraint o principio de deferencia; y que la Constitución debe necesariamente interpretarse de modo sistemático considerando las demás disposiciones y la vigencia de los derechos fundamentales de todas las personas en su conjunto.

El segundo problema es la expresión de la causal “notable abandono de deberes”; concepto jurídico indeterminado que debe ser interpretado por el órgano político en este caso, ahora convertido en juzgador de una causa que, de prosperar, acarrea la destitución y la inhabilidad para ejercer cargos públicos por 5 años, cuestión que en nuestro concepto nos lleva inequívocamente a entender que enfrentamos una sanción penal.

Tenemos entonces un procedimiento sui generis, donde un órgano político compuesto por personeros que ejercen cargos públicos de representación popular se convierte en juez de la conducta de jueces y juezas a través de un mecanismo de juicio político, en un sistema en el que éstos no están concebidos como agentes políticos y sobre la base de una causal de escaso desarrollo doctrinal y jurisprudencial, que ha sido entendida básicamente como el incumplimiento de los deberes contenidos en el Código Orgánico de Tribunales (COT) y que, en ningún caso puede alcanzar el contenido de las resoluciones en virtud de la independencia consagrada en el artículo 76 de la CPR: […] “sin que pueda el Presidente de la República ni el Congreso Nacional ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.

El legislador ha establecido a su vez una serie de mecanismos para revertir decisiones que causan agravio a las partes, y tal es el caso de nuestro sistema recursivo ante los tribunales superiores, a lo que se suman las hipótesis de la resolución en la que se observa “falta o abusos graves” (Art. 545 del COT) que puede ser objeto de un recurso de queja, o de aquella dada previo pago o recompensa (cohecho) o no aplicando el derecho en ese caso a sabiendas (prevaricación), según lo establecen los artículos 79 de la CPR y 324 del COT, respectivamente, a lo que se agrega el eventual “mal comportamiento” que puede acarrear a dicho juez su destitución por la Corte Suprema, según lo establece el artículo 80 de la CPR.

Nuestro sistema ha establecido únicamente sanciones a jueces por el contenido de sus resoluciones a través del uso de potestades disciplinarias de los jueces superiores concebidos como tales en el actual diseño institucional del Poder Judicial chileno, o acusándoles de los delitos ya señalados. Ninguna de estas herramientas ha sido usada en el caso de acusación que motiva estas líneas.

Cabría preguntarse entonces por qué nuestro legislador ha establecido todo este andamiaje de principios, reglas y procedimientos en torno a la responsabilidad del juez al momento de dictar sus resoluciones, y es que en definitiva, sólo un tribunal de justicia compuesto por letrados o letradas es capaz de valorar la corrección de una resolución judicial. Ni las cámaras políticas ni la ciudadanía están en condiciones de realizar dicho juicio que es eminentemente técnico y no político, oficio que, además, se perfecciona con el ejercicio de la carrera judicial.

El Senado en tanto en el juicio político no ejerce jurisdicción pues no cumple con los requisitos estatutarios que le permitirían desempeñarse como un tercero imparcial. Está ejerciendo una función constitucional de carácter político y no jurisdiccional y esto trae aparejado un desajuste con lo que establece la Convención Americana de Derechos Humanos, que en su artículo 8.1 reconoce el derecho de toda persona “a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.

¿Cuál es la probabilidad de que un juez en tanto funcionario profesional apolítico de carrera sea juzgado entonces siendo oído con las mismas garantías de un tribunal de derecho independiente e imparcial?

Tratándose del ejercicio de una función jurisdiccional por parte de ambas Cámaras en el contexto de un procedimiento político imperfecto, que las distrae y busca la imposición de una sanción que adopta una fisonomía penal, donde no hay una avocación a una causa pendiente, ni se revisan los fundamentos o contenido de una resolución o se revive un proceso fenecido, existen demasiadas señales de que se trata de un procedimiento general que busca un efecto demostrativo hacia el futuro para la Judicatura, que es precisamente lo que la independencia judicial y separación de poderes buscan evitar en un Estado Democrático de Derecho.

Ante el inminente debate constitucional al que eventualmente dará origen el próximo plebiscito, conviene revisar la conveniencia de mantener un mecanismo anómalo y apuntar en cambio a un verdadero sistema de responsabilidad para jueces y juezas acorde con las históricas críticas que la Asociación de Magistradas y Magistrados ha formulado.

 

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