Por Ignacio Barrientos Pardo. Defensor Regional Antofagasta. Profesor de la Universidad de Antofagasta y de la Universidad Católica del Norte.
Me emocioné cuando escuché a Elisa Loncón en su ya famosa intervención en la 10° sesión de la Convención Constitucional llamando a aceptar que seamos diferentes y a poner énfasis en el “poyewn”, agregando que “es el amor la base para poder entendernos, comprendernos y escucharnos” y que con “el amor es posible vencer el odio, es posible generar esperanza, es posible armar futuro”.
Debo confesar que mi emoción con la simpleza y profundidad de su mensaje no fue momentánea y avanzado los días aún cavilaba sobre el impacto que esas palabras deberían tener en este esperanzador proceso.
Ese momento me hizo recordar que años atrás había leído un interesante libro del profesor Axel Honneth, “La lucha por el reconocimiento”. Honneth a partir de la idea de respeto de Kant y de reconocimiento de Hegel, demuestra la vinculación estrecha y consecuente entre reconocimiento, o mejor dicho entre la privación de reconocimiento y las heridas morales. El autor parte de la base que los seres humanos somos vulnerables en nuestras relaciones sociales, pues solo estamos en condiciones de construir y probar una autorreferencia positiva con ayuda de las reacciones aprobatorias o afirmativas de otros sujetos.
Para Honneth toda herida moral provocada por una injusticia moral derivada de una falta de reconocimiento intersubjetivo destruye un presupuesto constitutivo de la capacidad individual para actuar, entendida como el conjunto de condiciones que permiten desarrollar una identidad propia. En la concepción de Honneth se puede inferir que la gravedad de las heridas morales depende de lo más o menos elemental que sea el tipo de autorreferencia que afecten o destruyan. En base a esta idea el autor distingue tres tipos o formas de autorreferencia: a) la confianza en sí mismo, entendida como seguridad elemental sobre el valor de la propia naturaleza; b) la consideración de sí o autorrespeto que implica la seguridad sobre el valor de la formación de la voluntad propia y respeto que ante nosotros mismos merecemos, y; c) el sentimiento del valor propio, es decir, la seguridad sobre el valor de las propias facultades o el sentimiento de poseer significación social en una comunidad concreta.
Cada una de las formas de autorreferencias indicadas pueden ser víctimas de distintos tipos de acciones que provoquen heridas morales en determinados sujetos. Frente a cada tipo de herida moral, Honneth opone las correspondientes formas de reconocimiento en sentido positivo, que persiguen la restauración de esas formas de autorreferencias. La primera modalidad de reconocimiento es el amor o cuidado que procura que un individuo vea que sus necesidades y deseos tienen un valor singular para otra persona. Aquí radica la importancia de las palabras de Elisa Loncón. Solo a través del amor, dice la Presidenta de la Convención, podremos entendernos, comprendernos y escucharnos.
Las otras modalidades de reconocimiento son el derecho y la solidaridad. Según Honneth es el derecho el que otorga el respeto moral pretendido para que una persona sea reconocida como tal en la medida que se le atribuye la misma conciencia moral que a las demás. Por su parte, la tercera forma que distingue Honneth es lo que, en términos muy relativos, llama “solidaridad o lealtad” y cuyo objetivo es que una persona sea reconocida como portadora de facultades valiosas para la constitución de una determinada comunidad.
Si bien esta visión tripartita del reconocimiento ocupa gran parte del libro de Honneth, advierte el autor que por el amor los sujetos recíprocamente llegan a una confianza elemental en sí mismos, por lo que esta modalidad de reconocimiento “[…] precede tanto lógica como genéticamente, a cualquier otra forma de reconocimiento recíproco”. Reitero la conexión que tiene esta afirmación con la brillante alocución de la profesora Elisa Loncón.
Para quienes hemos sostenido la necesidad de compensar y/o reparar las heridas morales y materiales que el Estado chileno le ha provocado a los pueblos originarios, resulta imperioso insistir que en el nuevo texto constitucional solo debiera tener cabida un reconocimiento que esté basado en los tres aspectos comentados y que se traduzca, por ejemplo, en la consagración expresa del pluralismo jurídico que abra paso a la defensa penal fundada en argumentos culturales, cuando no al respeto a las formas de resolución de conflictos propias de los pueblos originarios.
En todo caso conviene insistir, como lo dice la profesora Loncón, que el punto de inicio debe ser el “poyewn”, traducido en la aceptación de las diferencias desde la fraternidad. Solo el amor nos permitirá construir un futuro común, o como afirma Pedro Cayuqueo “una ruca donde quepamos todos y todas”.