¿Qué pasa con la fe pública? Por Lamberto Cisternas

Sep 14, 2021 | Opinión

Por Lamberto Cisternas. Exministro de la Corte Suprema.

Acontecimientos recientes y opiniones recogidas por los medios de comunicación ponen de manifiesto el interés -y también la confusión- que existe respecto al contenido correcto de la expresión “fe pública”, que se usa con mucha frecuencia y énfasis, a veces exigiéndole más de lo debido y, por lo tanto, quedando en duda su existencia en nuestro país; incluso si se considera que, como ocurre con muchos conceptos, el de fe pública admite un sentido específico y uno general.

Para el primero -el sentido específico-, el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico nos ayuda a recordar su contenido y a despejar    dudas, pues señala que “fe pública es la facultad con la que están investidos determinados agentes para certificar que los hechos que les constan son verdaderos y auténticos”. Y en uno más general y al alcance por internet, que es “la autoridad legítima atribuida a notarios, escribanos, agentes de cambio y bolsa, cónsules y secretarios de juzgados, de tribunales y de otros institutos oficiales, para que lo contenido en los documentos que expiden en debida forma se tenga por verdadero, salvo prueba en contrario”.

Estamos, entonces, frente a un asunto muy delicado y delimitado. Delicado, porque se dice a los interesados y a la comunidad que ciertos documentos firmados por esos agentes son verdaderos en cuanto a lo que el agente señala, esto es, la totalidad o sólo una parte -por ejemplo, la firma de quien suscribe- del documento, dando seguridad sobre esas afirmaciones y contenidos. Y delimitado, porque se circunscribe a ciertas actuaciones o documentos y, lo que es más relevante, es una facultad privativa de quienes están oficialmente investidos como ministros de fe.

Obviamente está reservado al Estado, generalmente mediante la ley, investir a determinados funcionarios o agentes para que puedan certificar -dar fe pública- que los hechos que a ellos les constan y que están expresados en algún determinado documento, son verdaderos o auténticos; o, más precisamente, que deben tenerse por verdaderos mientras no se pruebe lo contrario en la sede pertinente, que será el tribunal ante el cual corresponda impugnarlos.

Hay diversos ministros de fe y están específicamente determinados. Entre nosotros, los más conocidos y característicos son los notarios, que el artículo 399 del Código Orgánico de Tribunales, define como “ministros de fe pública encargados de autorizar y guardar en su archivo los instrumentos que ante ellos se otorgaren, de dar a las partes interesadas los testimonios que pidieren, y de practicar las demás diligencias que la ley les encomiende”. La misión fundamental de estos agentes -auxiliares de la administración de justicia les llama el mismo código- es ser ministros de fe pública, para cumplir la finalidad ya señalada, que corresponde a un importante rol en la comunidad, más allá de cualquiera crítica que pueda hacerse a su eficiencia.

Los secretarios de los juzgados civiles son otro ejemplo de ministros de fe pública; en cambio, los jueces no lo son, porque su misión es otra, es sentenciar; lo que pone de manifiesto lo específico y delicado de la función del ministro de fe.

Tampoco son ministros de fe pública los parlamentarios, ni los concejales, ni los ministros de estado, ni los miembros de la convención constitucional, y menos aún lo son los candidatos a cualquier cargo de elección popular. Ninguno de ellos podría certificar que lo que dicen, aunque sea bajo su firma, está revestido de veracidad y asegurarlo así a la comunidad; porque no están facultados para ello y porque su misión o actividad es otra, de carácter propositivo o ejecutivo, en medio de lo contingente y de lo político, esto es, de lo absolutamente opinable y debatible.

Cuando los ministros de fe pública incumplen sus obligaciones -no respetando las formas, o alterando el fondo o excediéndose en sus atribuciones- se producen atentados contra ésta; lo que significa que los sujetos activos de los atentados a la fe pública son los respectivos ministros. Quienes realizan actividades ilícitas o delictivas -por ejemplo- falsificar firmas, incluso la del propio notario, o suplantar personas- cometen delitos de otro tipo, que tienen sus propias sanciones; pero no atentan contra la fe pública, entendida en el sentido específico que he venido desarrollando.

Los ministros de fe pública tienen señaladas en la ley las facultades de que están investidos, así como las infracciones que pueden cometer y la correlativa sanción, que en algunos casos puede ser penal. Así sucede, siguiendo con el mismo ejemplo, con los notarios, cuyas posibles infracciones y sanciones están tratadas, en lo más importante, en los artículos 440 a 445 del Código Orgánico de Tribunales.

Existe también, como se dijo al comienzo, el sentido general del concepto fe pública o su uso en tal sentido. Así sucede claramente  con las diversas figuras penales contempladas en el Título del Código Penal denominado “Delitos contra la fe pública, falsificaciones, falso testimonio y perjurio” (artículos 162 a 215); e indirectamente con el siguiente, denominado “De los crímenes y simples delitos cometidos por empleados públicos en el desempeño de sus cargos” (artículos 220 a 260, entre los cuales están la prevaricación, el cohecho y la violación de secretos), aunque allí -por razones técnicas- no se menciona la fe pública.

En el título relativo a los delitos contra la fe pública se contienen diversas figuras que en rigor son de falsedad,  que preservan bienes jurídicos diversos, cuyo telón de fondo es, en rigor,  el quebrantamiento de la “confianza pública”, esto es, la confianza que deriva de la  actuación -o supuesta actuación- del Estado, lo que otorga una garantía de autenticidad que da soporte al tráfico jurídico, al contrario de lo que sucede con la mera confianza privada, que no está dotada de esa garantía.

Basta citar los enunciados de los diversos párrafos que agrupan las figuras jurídicas contenidas en ese título para  reafirmar que en realidad se trata de atentados contra la “confianza pública” más que contra la “fe pública” propiamente dicha: De la moneda falsa; De la falsificación de documentos de crédito del Estado, de las Municipalidades, de los establecimientos públicos, sociedades anónimas o bancos de emisión legalmente autorizados; De la falsificación de sellos, punzones, matrices, marcas, papel sellado, timbres, estampillas, etc.; De la falsificación de documentos públicos o auténticos; De la falsificación de instrumentos privados; De la falsificación de pasaportes, portes de armas y certificados; De las falsedades vertidas en el proceso y del perjurio; Del ejercicio ilegal de una profesión y la usurpación de funciones o nombres”.

Al terminar esta columna es oportuno responder la pregunta que seguramente ya se ha formulado el lector, a propósito de acontecimientos recientes: si los hechos protagonizados por un integrante de la Convención -que montó su campaña sobre la base de datos inexactos respecto a una enfermedad que le afectaría y formuló una declaración patrimonial incorrecta- y por un candidato a la presidencial -que presentó firmas de apoyo avaladas por la firma de un notario ya fallecido- constituirían  delitos contra la fe pública o, como he llamado recién, contra la confianza pública.

Con los datos disponibles hasta ahora puede afirmarse que, en ambos casos, no se vislumbra la existencia de delitos contra la fe pública, entendida en el sentido restringido que se ha explicado, pues no se sabe de la participación en ellos de algún ministro de fe. Tampoco cabe decir, agrego, que haya sido lesionada la fe pública, así entendida, ni culpar de lo ocurrido a alguno de estos ministros, ni argumentar que esos hechos no habrían ocurrido con un esquema reformado de la actividad notarial.

No es tan claro que no se haya incurrido en alguna de las figuras que atentan contra lo que he llamado la confianza pública -o si se quiere, la fe pública en sentido amplio-, especialmente en cuanto a emitir una declaración falsa bajo juramento, en el primer caso, y más todavía respecto de la pretensión de inscribir una candidatura mediando diversas actuaciones indebidas de otra índole, en el segundo caso. Necesariamente debe esperarse el desarrollo de las investigaciones que se encuentran en curso y, quizá, la aparición de nuevos datos que surjan sobre ambos hechos.

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