Alberto Urzúa Toledo. Director del Centro de Innovaciones Públicas para América Latina. Abogado, Sociólogo, Magíster en Derecho Penal.
Una agenda institucional que premia fallos para promover la multiplicación de un determinado tipo de consideraciones o fundamentos en favor de un grupo de personas, podría generar distorsiones al debido proceso en el país donde se impulse.
Una forma compatible con el Derecho para desarrollar una “perspectiva” consiste en emplear las herramientas que el mismo Derecho ofrece para la interdicción de la arbitrariedad. Por ejemplo, que por la vía recursiva se impugnen sesgos, prejuicios y estereotipos que operaron en contra de una categoría de personas, afectando la valoración de la prueba o la calificación juridíca de los hechos.
Esa es una vía interna que solaza al Derecho, la que a partir de sus propias reglas del juego soluciona válidamente controversias jurídicas, con indiferencia a la adjudicación externa de premios o reconocimientos.
De lo contrario, esa agenda puede devenir en un programa político que genere un incentivo de carrera perverso para quienes en busca de méritos, y también de ascensos, organicen sus trayectorias profesionales como una competencia por visibilizar cómo conocen cuando conocen o por convocar adherentes a partir de cómo fue resuelto un determinado caso.
Distinta ha sido la política judicial generalizada en buena parte del mundo en los últimos 200 años, que sólo promueve la agenda de conocimiento y resolución de causas en la forma “moderna”. Mediante un proceso donde el juez natural, independiente e imparcial, tras un juicio, fundamenta en hechos y en derecho su sentencia, siendo su decisión, valoración y consideraciones susceptibles de ser impugnadas ante un tribunal superior. El que a través de mecanismos establecidos por la ley, como la apelación, la nulidad, la casación o la unificación, deberá resolver con la misma operación que empleó el inferior jerárquico: la distinción entre lo legal y no-legal.