Privación ¿de qué? Por Agustín Walker Martínez

Feb 2, 2022 | Opinión

Por Agustín Walker Martínez. Abogado. Diplomado de Derecho Penal de la Universidad de Talca. Abogado Vial & Asociados.

El último estudio de condiciones carcelarias del INDH, de 20 de enero de este año, reitera algo que sabemos hace décadas, pero que cada cierto tiempo se plasma en nuevos informes y en renovadas cifras, generando un boom de conmoción pública que luego vuelve a remitir, sin plasmarse en verdaderos revuelos sociales ni en políticas públicas en la materia. Esto, a pesar de que las cifras ahí contenidas nos muestran, de manera reiterada, que llevamos años sometiendo a 40.000 personas a castigos ilegítimos, a inhumanidades que son imposibles de dimensionar para quienes vivimos en el medio libre. Más recientemente, el pasado domingo, nos enteramos de la muerte de Mylene Cartes en la Cárcel de San Miguel, luego de más de una semana de intensos dolores abdominales y solicitudes de ayuda, que no fueron atendidas por la autoridad penitenciaria.

Al encarcelar, lo que legítimamente el Estado puede hacer, es limitar temporal y proporcionalmente la libertad personal de un sujeto, como reacción institucionalizada ante la comisión de un delito. La muerte de Mylene, el informe del INDH y tantos otros nos recuerdan que esto es letra muerta: El grueso de las personas privadas de libertad permanece cerca de 16 (en algunos casos 18 y hasta 20) horas al día sin recibir ningún tipo de alimento, encerrados/as en celdas hacinadas sin acceso a un patio o a luz natural; en muchos casos reciben comida con pelos, plumas o fecas; no cuentan con colchones ni frazadas, viéndose incluso obligados/as a dormir en el piso del baño o en el patio; en buena parte de los centros penitenciarios no hay agua y los baños son sustituidos por baldes o bolsas ubicadas en las celdas; en muchos casos deben convivir con plagas como ratones, chinches, pulgas, ratas, etc. Esto se suma al nulo acceso a prestaciones de salud que le cuestan la vida a personas bajo tutela del Estado; a prácticas abusivas y a dinámicas relacionales internas usualmente mediadas por la violencia y la jerarquía. Todo esto conduce, a su vez, a un aumento exponencial de suicidios (Ceballos-Espinoza y otros, 2018), patologías psiquiátricas (Rivera, 2017), lesiones y hechos de tortura. Lo anterior sumado a que, por el solo hecho de entrar en un recinto penitenciario, aumenta en 27 veces el riesgo de morir por un homicidio (ONUDD, 2019).

Ante esa realidad, hablar de “personas privadas de libertad” es un eufemismo. Quien entra a la cárcel a cumplir una condena, o -como ocurre con el 34% de la población penal- a cumplir una medida cautelar siendo aún inocente, cuenta con la certeza de que de ahí en más se verá afectado cada ámbito de su vida. Estar encarcelado/a hoy en Chile supone una puesta en peligro de la vida, una vulneración de la dignidad, y una privación estructural de todo derecho o garantía de la persona, quien deja de ser ciudadano/a, pierde la posibilidad de desplazarse, de alimentarse, de dormir, de ir a un baño, y en muchos casos, pierde la posibilidad de seguir con vida. El encarcelamiento se traduce en la certeza de que su integridad física y psicológica se verá afectada, y que perderá buena parte de sus vínculos familiares, laborales y afectivos (Larroulet, 2016).

En suma, la privación de libertad es mucho más que eso. La muerte de Mylene, los informes periódicos del INDH, de la fiscalía judicial, y de organizaciones de la sociedad civil, lo ratifican y reiteran cada cierto tiempo. El encarcelamiento se traduce en un castigo desbordado e ilegítimo, que excede con creces a la mera restricción temporal de la libertad de desplazarse libremente para alzarse como una franca destrucción de la vida y privación de dignidad.

 

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