Dra. María Angélica Benavides. Académica Doctorado en Derecho Universidad Central.
La actual discusión en torno a la ratificación del TPP11 y la cuestión constitucional en que estamos insertos, nos aporta luces sobre algunos bordes, al menos implícitos, que debe contener el eventual nuevo texto constitucional.
La cuestión sobre la ratificación del tratado mencionado nos lleva a las competencias en materia internacional. La actual Constitución deja en manos del Presidente la competencia de la conducción de las relaciones internacionales. Resumidamente y para recordar el actual sistema: el Presidente negocia y firma un tratado, de lo cual no se deriva aún la obligación de cumplimiento de las normas contenidas en él. En el orden interno, la firma es necesaria para que el Presidente lo presente al Congreso con el fin que ambas cámaras lo aprueben. Si esto se produce, el Presidente puede ratificarlo, constituyéndose el tratado entonces en una obligación jurídica vinculante para el Estado. Sin embargo, el Presidente no está obligado a ello. Es una prerrogativa, mas no una obligación de ratificación. Asimismo la discusión sobre la aprobación de un tratado es una cuestión que puede manejar el mismo Congreso, poniéndolo o no en tabla. Sin embargo, el sistema presidencialista actual, posibilita que el ejecutivo establezca urgencia a su discusión, lo que no puede ser obviado por el legislador. Es decir, es el ejecutivo, el que siempre tiene de una u otra forma, el mecanismo para abrir la discusión del tratado y luego decidir su ratificación. Si bien este sistema responde a un orden presidencialista y que podría generar diversos caminos en cada gobierno, Chile ha sabido hacer de su política internacional un asunto de Estado, donde políticas como la apertura comercial a largo plazo, así como de respeto a los Derechos Humanos (DDHH), nos han consolidado como un país abierto al mundo productivo, a los DDHH y así un actor al menos reconocido por su inserción internacional en tiempos de intensa necesidad en las relaciones multilaterales a nivel global.
No obstante, cada gobierno ha puesto también los énfasis en las materias o determinados tratados que ha estimado determinantes, permitiendo de este modo legítimas conducciones en tiempos determinados, y abriendo un espacio a la discusión entre políticos y la sociedad civil sobre la conveniencia o no de determinados acuerdos. Así el Acuerdo de Escazú –que desde el año 2018 pudo ser aprobado por el Congreso y ratificado por el Presidente, se materializó recién este año – o el Protocolo de San Salvador– que estuviera desde el 2001 en situación de ser aprobado por el Congreso, lo que aconteció el pasado 2021 y fue ratificado el presente 2022. Baste decir sin embargo, que en ambos casos, existía una legislación interna robusta que protegía y fomentaba los derechos que esos tratados contemplan. Pero no se dio la convicción en los gobiernos de turno para vincular al estado con un tratado internacional. Sin embargo, y gracias a la ya mencionada discusión con la sociedad civil, se dieron interesantes espacios de información por ejemplo sobre el Acuerdo de Escazú, lo que permitió a las personas enterarse adecuadamente sobre el tratado. Es decir, si bien el sistema actual, entrega por un lado una inequívoca preeminencia del presidente en materia internacional, no obsta por otro lado, que existan políticas internacionales que durante 30 años han permitido una expansión de las fronteras comerciales con conocidos beneficios para el país, así como ingresar decididamente al grupo de países que optan por una política de respeto a los DDHH. El sistema es entonces lo suficientemente flexible para que se consoliden políticas de largo plazo, así como para dar agilidad a las políticas inmediatas propias de un gobierno y su programa.
El tema del TPP11 se enmarca precisamente en este cuadro. Un acuerdo largamente negociado por Chile, complementario a diversos acuerdos comerciales ya existentes atendida una prolífica y coherente política comercial de los gobiernos anteriores, que contiene normas novedosas en materia de medioambiente y derechos laborales y en el que participan países relevantes para nuestra economía y desarrollo, como Nueva Zelanda, Canadá, Perú, entre otros. Sin embargo, y pese a esto, el gobierno no se muestra presto a su ratificación. Desde un punto de vista jurídico el presidente no está en falta. Él tiene la potestad de ratificar o no un tratado aprobado por el Congreso. Y aquí es donde el sistema no jurídico ha operado, abriendo una intensa discusión tanto a nivel político como ciudadano, sobre las ventajas de seguir profundizando la política de comercio internacional que se viene desarrollando con éxito desde hace tres décadas. Lo que decantará, así lo esperamos, en la mejor decisión de ratificación del tratado.
¿Cómo se relaciona esto con el proceso constituyente? Con el reconocimiento a que una carta fundamental no debe contener normas que reflejen las aprehensiones propias de un sector político, o una disposición que se adecúe sólo a sus ideas de lo que es una buena política en materia internacional. El proyecto constitucional plebiscitado en septiembre contenía, entre varias, al menos dos de ese tipo de cláusulas. La primera, el artículo 14 donde se establecía América Latina como zona prioritaria para Chile en materia de relaciones internacionales. Una norma como esta podría eventualmente truncar no sólo el desarrollo de la consolidada política en materia de comercio internacional a nivel mundial, sino que habría hecho en la práctica inconducente una discusión desde los distintos actores políticos y sociales sobre la conveniencia de darle prioridad al TPP11, en caso que el ejecutivo hubiese desplegado una activa agenda de integración comercial en el subcontinente. Más que mal, habría estado cumpliendo la Constitución, postergando en base a texto expreso, el mantenimiento, perfeccionamiento y profundización de las relaciones internacionales potenciales como las que abre el tratado en cuestión. Una Constitución debe abstenerse, si quiere regir a largo plazo, de la prioridad ideológica en estas materias, permitiendo por un lado que los órganos del Estado con competencia en materia internacional cumplan sus funciones manteniendo aquello que se ha mostrado como beneficioso para el país, así como el legítimo impulso a nuevos escenarios que con el tiempo se abran, y por otro, entregando espacio a la discusión social y política de la conveniencia de determinados tratados.
Una segunda norma del proyecto de Constitución y que son de aquellas inapropiadas en materia internacional, es la contenida en el artículo 289 número 12, que señalaba que el Presidente debía procurar que en las negociaciones de tratados, las instancias de resolución de conflictos fuesen imparciales, independientes y preferentemente permanentes. Este tipo de normas elevadas a rango constitucional dan cuenta de una postura ideológica sobre el sistema internacional. Es posible al menos entregar tre razones para que una norma como esa no debe ser parte de una constitución. En primer lugar, la sola existencia de mecanismos de resolución de controversias en un tratado, son signo de sofisticación en las relaciones jurídicas. Constituyen logros profundamente sentidos por quienes conocemos el Derecho Internacional. Por otro lado, el negociar en un tratado sus mecanismos de resolución de controversias es lo propio de una negociación si las partes así lo consideran para una mejor aplicación del tratado. Asimismo, que en la negociación se inste por mecanismos independientes e imparciales, resulta como norma constitucional, a lo menos un desconocimiento del sistema internacional. Es evidente que una instancia que resuelve conflictos debe revestir ambas características, y así lo han demostrado hasta ahora, todos las instancias internacionales de diversa estructura y naturaleza a las que Chile se ha sometido, incluido instancias de inversión extranjera y comercio internacional. Y a esto se suma el que el debían ser permanentes. Esto es un también desconocimiento del sistema general de resolución de conflictos internacionales, donde existen instancias que son proveídas en la medida que se vayan presentando los conflictos, aplicándose las normas negociadas para nombrar a los integrantes de la instancia. Esta norma parecía más una sospecha al sistema de resolución de controversias internacional que a otra cosa. Al someterse a una instancia internacional, un país entrega parte de su poder decisorio. Le indica a un tercero que está legitimado para decidir y que esa decisión es obligatoria para el Estado. Las inquietudes, ideas y propuestas se plantean en las negociaciones, y su existencia es siempre, así lo ha demostrado la historia, un logro en materia de Derecho Internacional. ¿Cómo se relaciona esta norma en el caso del TPP11? Las críticas han venido precisamente desde el sistema que establece el tratado. Ese sería el objetivo de las side letters. El Presidente puede negociar todas las que le parezcan necesarias. Los otros estados pueden aceptar todas les que crean convenientes. Pero es necesario recordar que no ha habido ni un solo sistema de solución de controversias en materia comercial o de inversión que hayan sido desventajosas para Chile. La regla general es que no perdemos. Y el sistema del tratado en comento no es la excepción. La norma del artículo 289 del proyecto constitucional y la actuación del gobierno en relación a las side letters aparecen coincidentes y de una extraña desconfianza en el orden internacional.
Si el proyecto de Constitución plebiscitado en septiembre hubiese sido aprobado, este gobierno podría haber desplazado la eventual ratificación, privilegiando un acercamiento latinoamericano, por expreso texto constitucional, y podría no entrar en otros tratados de comercio, en los cuales los sistemas de resolución de controversias, que como señalé no han sido desventajosos para Chile, fuesen mediante paneles o tribunales arbitrales que se proveen, según lo establecido en el tratado, una vez que el conflicto se ha presentado.
Un sistema como el actual, permite una política de largo plazo recogiendo lo que ha sido virtuoso para el desarrollo del país así como una discusión abierta con la ciudadanía sobre las ventajas y desventajas de un tratado determinado y la conducción de las relaciones por parte del gobierno de acuerdo a determinadas áreas que quiera expandir en el ámbito internacional de acuerdo a su programa de gobierno.