Perspectivas UCEN-En Estrado: La discusión bizantina en torno al concepto de justo precio en las expropiaciones por parte de la Convención Constituyente. Por Santiago Zárate G.

May 17, 2022 | Opinión

Santiago Zárate G. Académico Doctorado en Derecho Universidad Central

En los últimos días, se ha tomado los medios una discusión -a todas luces bizantina y fútil- acerca de si el valor que debe pagar el Estado a un particular por la expropiación de un bien raíz debe consignarse en la misma Constitución, o si basta con que una ley se haga cargo de regular el sistema de expropiaciones.

Debemos primero hacernos cargo de dos cuestiones previas: ¿qué significa expropiar? Y, ¿qué sistema existe hoy en Chile? Respecto de los primero, expropiar es quitar la propiedad de un bien o cosa a un sujeto por la fuerza de la ley. Es decir, la expropiación es un concepto distinto al de despojo violento existente en la legislación civil; aunque, en términos estrictos, en el caso de esta institución de antiquísima data, el Estado sí actúe de forma violenta con el particular expropiado.

La Constitución de 1833 trató la expropiación de la misma forma que las constituciones importantes lo hicieron con posterioridad. Tanto en la Constitución de 1925 como la de 1980 contemplaban normas constitucionales que fijaban un derecho o principio jurídico de carácter principal que era la inviolabilidad de la propiedad, el que, en forma extraordinaria, limitaba el ejercicio del dominio privado atendiendo a razones de orden trascendente, como lo fue la idea de utilidad pública.

La Constitución de 1980 fue más allá, ya que supeditó el acto expropiatorio a la existencia de una causa basal general como es la función social de la propiedad, en cuyas aristas se consideró también la seguridad nacional y la salubridad pública, aparte de la conocida utilidad antes mencionada. Lo importante era que esos fines dieran lugar a una normativa legal que existiera de forma previa al despojo, cumpliendo así con reglas de antigua data (scripta, previae et stricta leges). Al amparo de dichos principios constitucionales, entonces, la Junta de Gobierno dictó en el año 1978, el Decreto Ley 2186, que es la ley que rige en la actualidad. Lo peculiar del sistema es que el privado se encuentra impedido de reclamar del acto expropiatorio en sí, pudiendo sólo alegar acerca del valor del bien expropiado.

Pues bien, es en este punto donde se produce la discusión en la Convención: ¿cuál es el valor que el Estado debe pagar al privado que ha sido expropiado y la forma en que debe pagar el importe en dinero que aquello supone?

En ese locus aparece entonces el concepto de ‘justiprecio’ o ‘justo precio’, que algunos hacen derivar de la voz justicia, como si esta virtud cardinal tuviere algo que ver en el problema. Como la cuestión es jurídica, la justicia está lejos de ser una virtud aplicable, ya que el precio (normalmente equivalente al valor de cambio de una cosa) no puede ser objeto de una atribución virtuosa. No entender esto lleva a rememorar los tiempos del Derecho Romano Vulgar (oder Romanvulgarrecht). El término ‘justiprecio’ -que lo encontramos en varios textos de la Edad Media, aunque antes ya esté en el pensamiento de Aristóteles (Valdebenito, 2016)- no sólo se aplican a esta materia; sino también a otras, como aquella relativa a la lesión enorme, cuya regulación fijada en el Código Civil a propósito de la compraventa, utiliza la expresión ‘justo precio’, refiriendo precisamente a la equivalencia de las prestaciones, tomando en consideración que este contrato es bilateral y oneroso. De esta manera, el justo precio no es otra cosa que la valoración que hacen las partes al momento de contratar; pero que, contrastada con el valor real de la cosa, deja a una de las partes en una abierta desproporción. Este evidente desequilibrio se subsana a través de la acción rescisoria por lesión enorme que el afectado puede incoar en contra de quien se beneficia de esa desproporción. Como puede sospecharse, la acción incumbe tanto al vendedor como al comprador en proporción de su pérdida. Por ello, en cambio, creo que es mejor hablar del equilibrio de las prestaciones (Rebus sic stantibus).

Por consiguiente, debemos hacernos dos preguntas: ¿puede el Estado pagar un precio menor del que el particular haya pagado al adquirir el bien? Y, ¿debe el particular soportar un pago desproporcionado al valor de la cosa?

En el primer caso el piso o base para el Estado debiera ser el precio de adquisición, el cual puede verse incrementado por efecto de la inflación, por ejemplo. En este sentido, se ha hablado de un precio basado en: el avalúo fiscal, el valor de mercado del bien, el valor afectivo, o en otros conceptos, los cuales se alejan del valor final.

Frente al acto violento del Estado, la respuesta del particular debe ser también equivalente, en el sentido de equilibrar el golpe que significa para una persona ser privado, por la razón que sea, de su propiedad. Tengo el más absoluto convencimiento de que si la propiedad le perteneciera a un político, a la Iglesia, o a alguna otra corporación con poder, ese acto de despojo -que por lo general va unido a un proyecto- terminaría por acallarse, o por desviarse, tal como sucedió cuando alguien osó plantear la rebaja de sueldos en la administración del Estado (de quienes ejercían la función ejecutiva, legislativa o judicial, entre otros). El valor del bien debe tomar en consideración todos los aspectos posibles de afectar ese tenue equilibrio entre el Estado y los particulares.

Tan sólo imaginemos que el Estado paga una cantidad igual al avalúo fiscal como indemnización por la expropiación. ¿Creen Uds. que la tasación del SII (que sirve para fines de calcular el impuesto territorial), fuere la aplicable como precio, y el acto privara a una persona, o familia, de su único bien, adquirido a lo largo de una vida de sacrificio? ¿Alcanza ese valor, inferior en tres veces al de mercado, como promedio, para pagar siquiera el pie de una casa nueva o de un terreno? La respuesta es fácil: jamás. Respecto de la segunda pregunta, la respuesta también es clara: tampoco.

Por ello, que la discusión se centre en el valor del bien expropiado es francamente fútil y pueril, desde que lo importante es que se respete el equilibrio de las prestaciones debidas por el Estado a los particulares que expropia.

 ¡Que me disculpen los bizantinos por usar su gentilicio, pero la ocasión lo amerita! Ya es suficiente que los afectados no puedan más que alegar respecto del valor de la indemnización para que la nueva Constitución provea un nicho de dificultades que deberán ser resueltas -sin lugar a duda- por nuestros tribunales ordinarios de justicia (o por los órganos que los reemplacen, si ese fuera el caso).

Finalmente, el Estado no puede plantear el pago de esta indemnización en cuotas, como algunos han planteado. El pago en cuotas es para alguien que no puede hacerse cargo de una deuda cuantiosa, pero no para el Estado.

Que pague con instrumentos financieros a plazo, tampoco es una opción a mi entender, precisamente porque esa persona y, seguramente, esa familia, no queda con nada (en el peor de los casos), o con algo (en el mejor de los casos). Imaginemos que además el Estado se toma su tiempo para pagar… Pues no. El Estado debe pagar al contado y en efectivo. Discutir sobre ello es abiertamente indolente e interesado, carente de todo fundamento jurídico.

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