Ernesto Vásquez. Abogado. Licenciado, Magíster y Profesor Universidad de Chile. Máster y doctorando. Universidad de Alcalá.
Desde niño he admirado a las personas valientes, aquellas que son capaces en tiempo y forma, de manera oportuna, prudente y pertinente, enfrentarse con el poder o la injusticia. Sí, admiro a quienes cambian y reconocen su precariedad o simplemente reflexionan y evolucionan, “Sólo el burro no cambia de ruta, me decía mi maestro con paternal sabiduría”. Dable es recordar a Desmond Tutu: “Si eres neutral en situaciones de injusticia significa que has elegido el lado opresor”.
La inteligencia es la mejor herramienta si se le une la disciplina, el estudio y el compromiso, solía repetirme mi progenitor, unido a poemas, prosas y ejemplos históricos de personajes importantes para la República, con juegos que implicaban conocer las calles de la capital, el sentido de algunos nombres, personajes de historia, la vida de algunos héroes como Arturo Prat y Carlos Condell, sucesos sociales comentados y narrados desde la esperanza y no del rencor, pues jamás sentí que se me legara alguna odiosidad, una amargura o un resentimiento, como si pude observar en compañeros y amigos de la misma población. Las dificultades propias de un país muy precario eran un desafío y no un prurito de venganza o rebelión ante una sociedad completa, es que teníamos conciencia de nuestra situación y de las injusticias de la vida; empero, el camino era participar libremente en grupos de iglesia o sociales, que tuvieran como norte el respeto a los valores patrios y la vía pacífica para resolver cualquier conflicto.
Es que mi hogar -modesto por lo demás- no era un lugar de fanatismo ni de militancia, era un espacio de libertad de pensamiento, de disciplina y de repetir -como un mantra- que el esfuerzo, estudio y un sello personal, puede cambiar a las personas.
Recuerdo las poesías que solía declamar en mi infancia sobre la maestra o el honor a la bandera , un poema de Manuel Magallanes Moure, un hombre progresista por lo demás, que de una manera lúdica, convertía en una prosa el afecto a los símbolos patrios; hermosas líneas que junto a otras de la maestra Gabriela Mistral, marcarían mi amor por la literatura y mi admiración por las personas que poseen el don de escribir, un ejercicio terapéutico que me llena profundamente y que en aquellas copias que el papá me pedía realizar a su lado -mientras escuchaba hermosos tangos- me daban un panorama que era la completa dicha de combinar el aprecio hacia la escritura y el amor infinito que mi progenitor me evocaba, pues su sola compañía me era suficiente.
Como si ello fuera poco, la sencillez de un hogar se completaba para mí con la imagen de mi madre, una mujer simplemente excepcional. Aún me acompaña el ejemplo de mi santa madre, quien, con noventa y cinco primaveras, me llena de alegría cuando me expresa que es la etapa más feliz que está pasando, con una lucidez y calidad humana que me estremece y me expresa: “Agradezco a Dios cada día que me da de vida, para disfrutarlo”. Es que ella, vive a diario y no solo existe, posee plena conciencia de lo que algún intelectual lo graficó con total claridad al dar cuenta que, “si pensáramos más en la muerte que en la vida, disfrutaríamos cada día como si fuera el último”; lo que tradujo claramente Oscar Wilde: “Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo”. Así, si siguiéramos esa ruta natural de disfrutar este regalo que es la vida, seguramente sentiríamos más felicidad y menos temores, no nos preocuparíamos “del que dirán los otros” y estaríamos construyendo con urgencia nuestros proyectos; dejaríamos de postergar para otro momento el minuto de sentir la felicidad, no como una recta absoluta, sino como puntos de esa recta que cuales destellos le dan sentido a la vida.
He conocido muchos colegas que han construido sus rutas personales o al alero de un “jefe de lote” o a punta de genuflexiones para subir peldaños laborales y profesionales. Desdeño aquel camino, creo en las sendas honestas de buscar con esfuerzo y proyectos, ideas que legitimen a las personas y el solo hecho de hacer varias en mi modesta vida, me dejan en paz con el medio siglo que tengo en la tierra. He realizado encuentros iberoamericanos en homenaje a mi amigo y maestro de la Unam Carlos Daza Gómez, construyendo puentes académicos y culturales, entre los pueblos; he apoyado en la creación de torneos deportivos que llevan décadas realizándose y este año realizaremos -junto a quienes comparten estos sueños- las undécimas jornadas policiales, que son un espacio de reflexión sobre la labor policial y la generosa combinación de la colaboración interinstitucional, la crítica constructiva a las entidades policiales con el único objetivo de servir a la comunidad y pasar de la preocupación a la acción. En fin, este año, sueño en estar presente -con algunos estudiantes- en algún momento del hito deportivo como lo son los Juegos Panamericanos Santiago 2023.
Ser hijo de un ciudadano cuyo gran mérito fue enrolarse y cumplir con sus deberes haciendo el servicio militar y luego dedicarse a trabajar, sin más oportunidades ni contactos que su talento y amor por los suyos, me marcó profundamente. Esa admiración por mi padre, un hombre que jamás tuvo siquiera la oportunidad de tener un par de libros a su alcance en su niñez y menos en su adolescencia, donde su norte y senda era sólo trabajar y el único gran premio que la vida le dio, fue conocer a mi madre, una mujer empoderada y fiel, leal e íntegra que le regaló su vida y lo cuidó hasta sus últimos días, con amor y compromiso. Como su hijo regalón -por ser el último de la prole- le admiraba y veía como un dios cuando niño y cuando joven observé con misericordia sus defectos, para luego omitir aquellos de cualquier evocación, siguiendo a Mario Benedetti en la sana memoria selectiva positiva; cuando magistralmente declamó: “No, no sufro de amnesia, sólo me acuerdo de lo bonito y de lo que quiero acodarme. Se llama memoria selectiva y es muy saludable tenerla.”
En fin, en ese marco de formación, en mi adolescencia, pude conocer por la historia, la política y la literatura a don Jorge Edwards y soñé muchas veces en poder conversar con él, leí sus entrevistas, escuché sus relatos y explicaciones, era a mi juicio una mixtura perfecta entre el intelecto, la franqueza, el empoderamiento y la diplomacia; unido a la consecuencia y testimonio de revelarse frente a dictadores en la historia, fue de esos valientes cuando y donde había que serlo -no como algunos novatos de cartón que hoy rasgan vestiduras en democracia, cuando cualquiera eleva la voz y se creen líderes- no pues, don Jorge, supo apoyar a sus colegas escritores cubanos y aquello le ganó la enemistad del dictador y -en esa épocas donde la vida era una bipolaridad entre imperialismo y pueblo- al hacerlo, descubrió el velo del Dictador Fidel Castro hace medio siglo, cuando habría sido una herejía para muchos que hasta el día de hoy ven bondad y sueños en un tirano que ha creado la dinastía de seis décadas con una estela de tristeza tan profunda que ya ni las canciones de Silvio Rodríguez ni menos los recuerdos de Pablo Milanés, pueden morigerar el dolor de ese hermoso pueblo cubano, sumido en la ideología de la vida que les hace ver un arcoíris en el barro.
Pues bien, la postura del embajador, escritor y periodista que también fue estudiante de Derecho en la Universidad de Chile, lo hizo testigo de su tiempo -como dijo nuestro presidente- más aún, durante la dictadura chilena, también alzó la voz y aunque algunos trataron de sacar partido y vincular un doloroso episodio que tuvo en el colegio San Ignacio, para degradar la figura de San Alberto Hurtado -juzgándolo con ojos de hoy- solo respondió que fue alumno del jesuita y que gracias a él conoció la pobreza en los puentes de la capital y no tuvo juicios ni odiosidades para el santo chileno.
Jamás pude lograr materializar uno de mis anhelos de conocer personalmente a don Jorge Edwards, el amigo del Nobel Pablo Neruda, por ello, sea este gesto, un póstumo homenaje al chileno Premio Nacional de Literatura y Premio Cervantes -entre muchos otros galardones- quien apreció tanto la vida que no le interesaban más premios, que llegó a afirmar: “La vida es muy buena, si pudiera haría un pacto con el diablo para vivir mil años más.”