¿Qué tienen en común Cristina Fernández y Jair Bolsonaro? En lo político, casi nada. Sus visiones y trayectorias son opuestas. Sin embargo, hoy comparten una misma condición: ambos cumplen arresto domiciliario bajo monitoreo telemático, más conocido como la tobillera electrónica.
En Chile, este sistema comenzó a operar en agosto de 2014, cuando el entonces ministro de Justicia, José Antonio Gómez, anunció su implementación para condenados con reclusión domiciliaria. Un mes después, un joven ariqueño condenado a 61 días de reclusión nocturna por conducir un taxi colectivo sin licencia se convirtió en el primer usuario del brazalete.
La medida nació en el ámbito penal y solo para condenados, pero once años después también se utiliza en tribunales de familia para imputados en causas de violencia intrafamiliar. Allí, ha demostrado ser una herramienta efectiva para asegurar el cumplimiento de órdenes de alejamiento, prevenir nuevas agresiones y, en no pocos casos, evitar desenlaces fatales.
Pese a estos resultados, el monitoreo telemático sigue siendo una medida poco utilizada por tribunales de garantía y de familia. Esto llama la atención si se considera que su aplicación contribuye a reducir el hacinamiento carcelario y el llamado “contagio criminológico”. Más aún cuando Gendarmería de Chile dispone de un presupuesto que bordea los 55 mil millones de pesos para modernizar el sistema de brazaletes.
La urgencia es evidente. El crimen organizado se ha instalado incluso dentro de los recintos penitenciarios, donde la sobrepoblación supera el 100%. Este hacinamiento no solo agrava la violencia y los problemas de salud, sino que aumenta el riesgo de corrupción. Frente a este escenario, es clave abrir paso a medidas que permitan la reinserción laboral, la resocialización y, sobre todo, reduzcan la reincidencia.
Hace algunas semanas, la Defensoría Penal Pública advirtió sobre el aumento sostenido de la prisión preventiva. En 2024, esta medida cautelar se aplicó en el 9% de las causas, lo que llevó a 25 mil imputados a ingresar a las cárceles. De ellos, más de 1.800 fueron sobreseídos o absueltos: personas que nunca debieron estar privadas de libertad mientras eran investigadas, pero que igualmente vivieron las consecuencias del encierro.
Ese universo pudo haber optado por alternativas como el monitoreo telemático, especialmente en casos sin riesgo grave para la sociedad. Haberlo hecho habría evitado sobrecargar aún más un sistema penitenciario al límite.
Si la meta es reducir la población carcelaria y mejorar las condiciones de vida de quienes están privados de libertad, el uso del brazalete electrónico no debería ser la excepción, sino la regla en muchos casos. Los recursos ya están asignados; solo falta la voluntad de usarlos con sentido estratégico, incorporando una perspectiva de género para mujeres con hijos lactantes y reduciendo el gasto público.
Porque, según las bases de licitación, el costo diario de un dispositivo es de apenas $3.949 por persona: un 90% menos que una plaza en la cárcel. En un sistema saturado y con un presupuesto ya comprometido, ignorar esta herramienta es tan caro como injustificable.