Por Ernesto Vásquez Barriga. Abogado. Licenciado, Magíster y Académico, Universidad de Chile. Máster y Doctorando, Universidad de Alcalá.
Hace sólo algunas semanas -en este mismo espacio- y con un profundo orgullo, nos regocijábamos que el ministro Mario Carroza, asumiera como integrante del máximo tribunal de la República. Algunos obviamente, no podían entender ese regocijo. Añadíamos en aquella columna, que la alegría era doble, puesto que “tendríamos dos valentinianos en la Corte Suprema”.
Un breve contexto para que estas líneas tengan un eco razonable. Bajo el gobierno del presidente Manuel Balmaceda -en el año 1888- se materializaba lo que para don Valentín Letelier Madariaga, era una idea sostenida a la sazón hace más de una década e iba en la línea de la razón que regía su mente y su vida: la educación. Aquella era para él la ruta del desarrollo humano en lo colectivo, única senda para extender las oportunidades y darle espacio al saber; pues un pueblo educado, respetuoso de sus semejantes, con claros deberes colectivos sobre todo para con su patria y su entorno; que reconoce el esfuerzo, que razona y argumenta, que usa el intelecto y el diálogo por sobre la fuerza, una comunidad que premia el decoro, la coherencia y desdeña el eslogan sin contenido, crea un ser humano íntegro y libre. Así, fue idea de don Valentín crear el Liceo de Santiago (Actual Liceo Valentín Letelier) como un segundo faro guía para la capital en paralelo al otrora gran establecimiento republicano, el Instituto Nacional. El barrio la chimba y particularmente, la calle Recoleta esquina Buenos Aires, era el sector ideal para levantar dicho Liceo.
No era una casualidad, los líderes jamás piensan en la próxima elección, sino en la siguiente generación y así lo hizo don Valentín, quien no sólo fue un gran jurista, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y Rector de la casa de Bello, un hombre simplemente brillante, quizás a la altura del creador de la primera sede universitaria, uno de los pocos -se dice el único chileno- respetado en esos años en el ámbito intelectual y académico en Europa y el orbe desarrollado. Su frase “Gobernar es Educar”, fue cedida al presidente Pedro Aguirre Cerda, quien la usó como digno lema de campaña.
Con los años el Liceo de Santiago mutó su rótulo educativo y pasó a llamarse, con la posterior muerte de su creador intelectual, Liceo N°1 de Hombres Valentín Letelier y fue por décadas, cuna de brillantes seres humanos; puesto que su educación multidisciplinaria era el escenario perfecto, una forma de crear un clima y comunidad educativa, que se basaba en el orden razonable y el respeto a la autoridad unida al afecto, la disciplina sustentada en el estudio y la exploración educativa con docentes de gran vocación académica y un clima humano que permitía soñar en el fruto positivo: seres humanos que desde diversas disciplinas aportaban al saber, su familia y su país.
Por ello, a los ex Alumnos -de distintas generaciones- nos daba un enorme orgullo, imposible de transferir sin el contexto indicado, que dos de nuestros compañeros del Liceo que queremos como nuestra familia, dos brillantes ex alumnos estuviesen juntos en el más alto tribunal de la República, dando cuenta además que ambos valentinianos : don Carlos Aránguiz y Mario Carroza, siguieron una ruta muy similar, estudiaron en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, donde fuere un brillante profesor y Rector el gran Valentín Letelier y se destacaron por su capacidad, probidad y su humanidad, con valores que estaban rotulados como un sello en el adn del establecimiento de avenida Recoleta. Por ello, ambos no sólo representan lo mejor de nuestra comunidad valentiniana, sino que además son el ejemplo real que la educación pública basada en directrices de nivel intelectual, humano y republicano da cuenta buenos frutos y es menester fortalecer al establecimiento que tanto le ha dado al país y que es para muchas familias (o lo fue) signo de oportunidades basadas en el mérito y el intelecto.
Dicho lo anterior, ahora la congoja más profunda nos embarga, ha partido uno de los nuestros de la mejor cepa valentiniana, un señor del derecho, don Carlos Aránguiz, ministro de nuestra Corte Suprema de Justicia, un hombre de fe, con el sino de reunirse con sus antepasados y con don Valentín, para seguir escribiendo sobre la humanidad y sus sueños infinitos, sobre la prosa que lo transformó en un creador de fuste de revistas y actividades -particularmente en Rancagua- unidas a uno de sus amores que debiera estar en el escudo patrio, la poesía con sus metáforas e hipérboles que permiten desarrollar las mejores expresiones de la palabra que lanzada -como la flecha- jamás vuelve, empero con el sello de la humildad de quien también buscó incorporar un lenguaje claro y sencillo en las sentencias.
Parafraseando al representante del Poder Judicial -que estuvo en la ceremonia fúnebre de don Carlos- el ministro Sergio Muñoz, quien indicaba que representaba y estaban con él -simbólicamente- todos los integrantes de ese poder del Estado, jueces y juezas, junto a los funcionarios, que con dolor despedían la partida de su Magistrado. Así digo con inmerecido protagonismo y honor, que junto a quien escribe esta columna, despiden a Don Carlos Aránguiz Zúñiga, millares de valentinianos que le recordarán como uno de los mejores representantes del otrora gran liceo. Algún día, cuando esta maldita pandemia nos deje y se vaya con ella, la estela de dolor y su nebulosa, que nos impidió despedir a don Carlos, iremos un grupo a Rancagua para constatar y dejar un testimonio de los ex Alumnos del Liceo Valentín Letelier, en el inmueble de dicha Corte, pues se ha prometido bautizar en el futuro con su nombre al edificio del tribunal de alzada regional.
Para quienes estamos insertos en el ámbito de la justicia y el derecho, don Carlos Aránguiz, no sólo da especiales directrices de actuación en la labor de investigar y hacer justicia, sino que además, da cuenta que la regla de la vida se cumple, primero si hay una gran persona lo más probable es que luego haya un gran profesional; el testimonio cuyos detalles me reservo, de su gesto de recibir mis modestos y precarios escritos, me da pie para declamar por doquier que los más grandes suelen ser los más sencillos. Adiós don Carlos, un gentil ser humano que amante de las letras y como hombre de fe, vio en el prójimo siempre a un “otro ser humano” con empatía y respeto; su testimonio, es un orgullo para su familia y todos los valentinianos, por su impronta diferente, cuyo norte fue buscar luego de la justicia, la concordia y la paz.