Metaverso y Neuroverso. Por Carlos Amunátegui Perelló

Jun 29, 2022 | Opinión

Carlos Amunátegui Perelló. Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Desde hace unos meses, existe una cierta ansiedad respecto a la construcción y establecimiento de uno o varios metaversos como una nueva realidad donde seres humanos y agentes artificiales interactuarían para construir una experiencia virtual en la cual sería posible desarrollar una parte de nuestra existencia. Seguramente fue el cambio de nombre de Facebook por Meta lo que trajo a la luz pública una suerte de carrera por la construcción de estos universos paralelos, que ya se venían desarrollando lenta y sigilosamente desde hace algunas décadas. La idea nos retrotrae a  los años 90, donde los viejos videojuegos Sim permitían asumir un avatar dentro de un mundo virtual y desarrollar una suerte de limitada existencia paralela en él. Ahí, sin los constreñimientos de la naturaleza física, los sujetos podían asumir la identidad que prefiriesen, por el tiempo que eligiesen y convivir en una comunidad virtual. Aunque la experiencia era bastante básica, muchos se unieron a esta comunidad virtual y transfirieron recursos desde el mundo físico al digital. El tiempo, la energía y los mecanismos tecnológicos necesarios para sustentar la comunidad se extraen del mundo que llamamos real, por lo que estos universos virtuales son comunidades compuestas de información sustentadas en una plataforma base, que no es otra que el mundo físico que compartimos.

Si bien nuestras tecnologías han mejorado y nuestra capacidad de recopilar y reproducir información son mucho más profundas que hace treinta años, la pregunta que subyace a la posibilidad y éxito de estos metaversos es por qué una persona podría renunciar a parte de sus experiencias -y recursos- en el mundo real, para intercambiarla por esta comunidad digital. Y la respuesta tiene que ver con la equivalencia de esas experiencias.

La idea madre en que se fundamentan todas estas construcciones es, en verdad, bastante antigua y se relaciona con viejos debates filosóficos que resultan, hasta cierto punto insolubles, todos dirigidos a determinar qué naturaleza tiene la realidad. La pregunta tiene que ver con la estructura  del universo base, aquél que llamamos real, desde donde construimos las experiencias virtuales. ¿Es la realidad real? ¿Es la vida sueño? Si dejamos de lado ideas indemostrables como el solipsismo o las mónadas de Leibnitz, resulta interesante recalcar que no experimentamos el mundo real directamente, sino que éste no es más que una construcción que realizamos a partir de nuestros sentidos. Son neuronas especiales sensibles a estímulos externos, como la luz (en la retina), la presión (en la piel), la presencia de ciertos químicos (en la lengua), et cetera, que se disparan (activan sus potenciales de acción) y remiten la información relativa a dichos elementos a nuestro sistema nervioso central. Ahí, a través de un complejo sistema de transmisión jerarquizada y quasi digital, es que nuestras redes neuronales naturales traducen esta información en una representación que llamamos realidad. En pocas palabras, este mundo que asumimos como real, es, en sí, una representación que se corresponde con las experiencias que nuestros sentidos reportan. El universo que vemos no es exactamente el real, sino una representación que contiene la información que extraemos de él. Todos los seres humanos compartimos esta experiencia digital que llamamos realidad, porque todos evolucionamos conjuntamente y si alguno construía una representación distinta, estaba en una desventaja evolutiva al no poder compartir su experiencia con el grupo. Entonces, ¿es que la vida es sueño? Aparentemente, no tanto sueño como representación, parecida a la virtualidad que experimentamos cuando leemos una novela y, en nuestra mente, vivimos un mundo completo a partir de las palabras escritas en el papel.

Los metaversos que hoy día se pretenden construir consisten en representaciones informáticas (construidas de información) que interactúan con los seres humanos a través de sus sentidos. Ahora bien, los sentidos humanos están diseñados para procesar las señales de aquél universo que llamamos real, transformándolas en información y representación, por lo que siempre, y necesariamente, son imperfectas. Una pantalla o unos anteojos de visión en tres dimensiones no dan una experiencia completamente inmersiva porque los demás sentidos no participan en aquella representación. No hay olor, no hay tacto, ni propiocepción -proveniente de los sensores neuronales ubicados en los músculos y huesos para determinar nuestra posición y movimiento. Nuestra experiencia del mundo no se basa en uno o dos sentidos, sino en el conjunto de percepciones transformadas en información que un vasto conjunto de sensores neuronales ubicados en todo nuestro cuerpo entregan al sistema nervioso, a partir del cual se construye aquello que llamamos realidad. En pocas palabras, puede que estos metaversos sean útiles para comunicarnos, para interactuar, para trabajar o divertirnos, pero, de momento, no otorgarán la experiencia vivida como realidad que asignamos al mundo base sobre el cual los construimos.

¿Existe otra posibilidad? Algunos autores, como Marshall Brain en su novela Manna, especulan con una alternativa mucho más inquietante que el metaverso. Si la sensación de irrealidad se basa en la necesidad de usar los sentidos como mecanismo de transferencia de información al sistema nervioso central, ¿que pasaría si se marginaran éstos y se reemplazaran por una comunicación directa entre el metaverso y el sistema nervioso? ¿Si en lugar de pantallas usásemos una interfaz entre cerebro y computadora? ¿Un instrumento que fuese capaz de transferir la información directamente hacia las zonas del cerebro encargadas de procesar dicha información y generar la representación? El resultado sería que la experiencia resultaría verdaderamente indistinguible de la realidad base. Y lo que es más inquietante aún, es que actualmente las interfaces cerebro-computadora se están perfeccionando a pasos agigantados. Esta es una tecnología que hoy en día hace que los ciegos vean (implantes de retina), que los sordos oigan (implantes cocleares) y que los paralíticos caminen. Pero fuera de los usos terapéuticos, existen numerosos proyectos comerciales para implementarlas y darles usos prácticos, muchos liderados por la misma Meta, que está empeñada en dominar el mercado de metaversos. ¿Vamos hacia un neuroverso? Tal vez.

* Columna publicada en primera instancia en el sitio BioéticaLab UC.

| LO MAS LEIDO