Nicolás Cisternas es abogado de la Unidad de Defensa Especializada de la Defensoría Penal Pública.
El pasado 10 de abril se publicó y entró en vigencia la Ley N°21.560, denominada “Ley Naín-Retamal”. La tramitación de la Ley en cuestión no estuvo exenta de polémicas y controversias, siendo, a mi parecer, las más preocupantes: la celeridad con la que se tramitó la ley en cuestión, que no se haya tenido en consideración las relaciones sistemáticas de las normas modificadas y, finalmente, que se haya excluido la intervención de expertos, académicos y operadores del sistema penal, así como también de especialistas en materias de Derechos Humanos. Estas circunstancias, sumadas a otras que no es necesario traer a colación, decantaron en una ley redactada con desprolijidad y con serios problemas sistemáticos, conceptuales e interpretativos.
Si bien, las reglas de “legítima defensa privilegiada” para funcionarios policiales, de Gendarmería y de FF.AA. fueron las modificaciones que centraron mayoritariamente la atención de la opinión pública y el debate comunicacional, cabe tener presente que la Ley Naín-Retamal reformó más de una decena de cuerpos normativos y, consecuencialmente, modificó la redacción de otro importante puñado de instituciones jurídicas. Lamentablemente, algunas de estas modificaciones no fueron formuladas de manera acertada, al punto de transformarlas en normas contraproducentes que, incluso, podrían perjudicar a los mismos funcionarios respecto de los cuales – se supone – se legisló para favorecer y facilitar el cumplimiento de sus funciones.
A continuación, un breve enunciado de algunos de estos problemas:
- Imposibilidad de otorgar penas sustitutivas a quienes incurran en delitos que afecten la integridad física de funcionarios de Carabineros de Chile, policía de investigaciones o Gendarmería.
El primer precepto legal modificado por la Ley Naín-Retamal es el art. 1° de la Ley 18.216. La modificación consiste, inicialmente, en impedir que los jueces puedan imponer penas sustitutivas en casos asociados a “delitos en contra de la vida o la integridad física de funcionarios de Carabineros de Chile, Policía de investigaciones o Gendarmería de Chile”. En otras palabras: cualquier delito que recaiga sobre alguno de dichos funcionarios y que afecte dichos bienes jurídicos de su titularidad, independiente de su insignificancia o su gravedad, deberá tener asignada una pena que debiese cumplirse de manera efectiva.
Si bien, en contra de esta medida pueden levantarse argumentos y críticas, principalmente, relacionadas con principios limitadores del ius puniendi – tales como la proporcionalidad, la humanización de las penas, de resocialización, entre otros-; lo cierto es que la rigidez y la liviandad con la que se formuló la reforma en cuestión podría ocasionar problemas prácticos que, a la larga, devengan en escenarios complejos y lamentables.
En efecto, la modificación en cuestión solo plantea que la persona afectada por el delito sea un funcionario de alguna de las instituciones en cuestión, sin distinguir si el funcionario se encuentra en ejercicio de sus funciones o si el delito en su contra se comete – como señala reiterativamente la nueva regulación – “en razón de su cargo o con motivo u ocasión del ejercicio de sus funciones”. Basta con que la víctima sea algún funcionario de aquellos que se señala en la norma para que el juez se vea impedido de poder tener la posibilidad de imponer una pena que se cumpla en libertad.
Claramente, la prohibición en cuestión coincide con el espíritu del Legislador y la contingencia que trató de atender, en el sentido de intentar proteger a los funcionarios en cuestión mediante la amenaza de una pena que, si bien, no siempre será extensa en temporalidad, deberá cumplirse en la modalidad más grave prevista en nuestro ordenamiento jurídico: la cárcel.
Desafortunadamente, al momento de formular la modificación en cuestión, no se tuvo presente que los ataques a policías y gendarmes no solo provienen de furiosos manifestantes encapuchados, peligrosos narcotraficantes, delincuentes multi-reincidentes y el crimen organizado, sino que también de sus propios familiares y/o sus propios compañeros de trabajo. De este modo, supongamos, por ejemplo, que un funcionario de la Carabineros de Chile tiene una discusión con su esposa y dicha discusión concluye con lesiones para ambos. Si se omiten las especialmente limitadas salidas alternativas disponibles en casos de violencia intrafamiliar, la pena impuesta al funcionario policial podría cumplirse en libertad por medio de una pena sustitutiva, no así la de su esposa, la que debería cumplirse de manera efectiva producto de la nueva reglamentación impuesta por la Ley Naín-Retamal.
Piénsese el mismo caso anterior, pero contemplando que ambos sujetos sean funcionarios de cualquiera de estas instituciones y que – por cualquier razón – no se arribara a una suspensión condicional del procedimiento: las penas de ambos funcionarios policiales deberían cumplirse efectivamente producto de delitos de lesiones en contexto de violencia intrafamiliar.
La amplitud con la que fue dispuesta la prohibición en cuestión permite llegar a efectos que no se consideraron, o bien, no se buscaron por parte del legislador, ocasionando problemas que, como se señaló, incluso podrían llegar a efectos contraproducentes y mucho más profundos, especialmente si se tienen en consideración las dinámicas que subyacen a la violencia intrafamiliar o a las relaciones de trabajo.
2.- Problemas de redacción: la manera en la que se trató de incluir a los funcionarios de las FF.AA. en la prohibición de imposición de penas sustitutivas por delitos en contra de la vida o la integridad física que les afectasen.
Una segunda modificación realizada a la Ley N°18.216 dice relación con la intención de incluir, en el grupo de delitos respecto de los que no se puede imponer una pena sustitutiva, aquellos que afecten a la vida o la integridad física de funcionarios de las “Fuerzas Armadas y servicios de sus dependencias”.
El precepto en cuestión constituye, actualmente, el inciso segundo del art. 1° de la Ley N°18216 – justo a continuación de la disposición anteriormente comentada – y fue redactado de la siguiente manera: “Asimismo, tampoco procederá respecto de los funcionarios de las Fuerzas Armadas y servicios de su dependencia, en cumplimiento del deber, exclusivamente, en el marco de funciones de resguardo del orden público, tales como las que se ejercen durante estados de excepción constitucional, en protección de la infraestructura crítica, resguardo de fronteras y funciones de policía, cuando correspondan o cuando se desempeñan en el marco de sus funciones fiscalizadoras”.
Si bien, conforme a la contingencia nacional, a los lamentables sucesos que motivaron las modificaciones legales en cuestión y al contexto general en el que la Ley Naín-Retamal fue redacta, cualquier lector apresurado – dentro de los que me incluyo – tendería a entender que esta norma busca incluir, como delitos respecto de los que no puede realizarse una sustitución, aquellas conductas que afecten la vida y la integridad física de los funcionarios de FF.AA y de servicios de su dependencias que desarrollen labores de resguardo del orden público. Sin embargo, la redacción y la manera en la que está dispuesto el precepto en cuestión, nos pueden llevar a concluir algo completamente distinto. En efecto, podría sostenerse que el tenor literal de la norma dispone que, respecto de estos funcionarios, no procede la facultad de sustituir las penas por delitos cometidos mientras estén “en cumplimiento del deber, exclusivamente, en el marco de funciones de resguardo del orden público”. Es decir, si un funcionario de las FF.AA. o sus dependencias, que se encuentra en el marco de funciones de resguardo del orden público, incurre en cualquier delito al que se le asigne una pena privativa de libertad, la pena impuesta a dicho funcionario debiese ser siempre efectiva.
Es cierto, es posible considerar que se está incurriendo en una interpretación in malam partem o que se está siendo “excesivamente gramatical”. No obstante, también es cierto que la literalidad de la norma en cuestión es totalmente distinta a lo pretendido, que no hay ningún intento de “creatividad” en la lectura propuesta, que la redacción permite llegar perfectamente a una conclusión punitivita respecto de los funcionarios en cuestión y que, además, el “tenor literal de la ley” tiene una relevancia y un significado difícilmente franqueable en materia de normas generales de interpretación legal, al punto de estar vedada la posibilidad de desatender su tenor “a pretexto de consultar su espíritu”[1].
3.- El nuevo inciso segundo del artículo 7° del Código Procesal Penal: imputados que no son imputados.
Una de las innovaciones de la Ley Naín-Retamal dice relación con limitar y/o imposibilitar la imposición de medidas disciplinarias, administrativas y procesales que puedan afectar a funcionarios policiales que estén siendo investigados por conductas que, potencialmente, puedan verse justificadas a por haber actuado bajo las nuevas hipótesis de “legítima defensa privilegiada”.
En este cúmulo de modificaciones, destaca la incorporación de un nuevo inciso final en el art. 7° del Código Procesal Penal y, por tanto, la alteración de las normas que regulan la “calidad de imputado” dentro del proceso penal.
Una versión resumida de la incorporación puede ser la siguiente: “(…) los funcionarios policiales o de Gendarmería de Chile, de las Fuerzas Armadas y los funcionarios de los servicios de su dependencia, en cumplimiento del deber, exclusivamente en el marco de funciones de resguardo del orden público (…) que se encuentren en el caso previsto en el párrafo tercero del numeral 6° del artículo 10 del Código Penal, serán considerados como víctimas o testigos, según corresponda, para todos los efectos legales, a menos que las diligencias permitan atribuirles participación punible. En este último caso adquirirán la calidad de imputado, y podrán hacer valer las facultades, derechos y garantías propias de éste.”
Si bien, es dable reconocer que la categoría de “imputado” puede significar la lamentable y casi inmediata atribución de diversos prejuicios, discriminaciones y tratos injustos en contra de la persona que reviste dicha condición, lo cierto es que, en nuestra legislación, ostentar la calidad de imputado equivale a ser titular de una importante y reforzada batería de derechos y garantías, que se encuentran previstas tanto en la legislación nacional como internacional y que tienen por objeto – entre otros – proteger a las personas imputadas de los excesos y abusos que en su contra puedan realizarse dentro de un proceso penal dirigido en su contra. Estos derechos y garantías no les son reconocidos a testigos o víctimas.
El inciso en cuestión suscita aún más preocupaciones si se tiene en consideración que el desconocimiento de la condición de imputado es “para todo efecto legal” y que, solo una vez que excepcionalmente se reconozca la calidad de imputado, se “podrán hacer valer las facultades, derechos y garantías propias de éste”. Es decir, ni siquiera se trata de una “categoría de papel”, en la que nominativamente se considere a dichos imputados como “testigos” o “víctimas”, mientras que, materialmente, se les considere como imputados revestidos de los mismos derechos y garantías que cualquier imputado pueda exigir en un proceso dirigido en su contra.
En otras palabras: se restaron, limitaron y restringieron importantes derechos para los funcionarios que estén en la hipótesis que el inciso en cuestión dispone[2].
Así las cosas, las interrogantes y las preocupaciones asociadas a la defensa de dichos funcionarios son casi inmediatas: ¿podrán estos funcionarios negarse a declarar y ejercer su derecho a guardar silencio?; ¿podrán exigir su derecho a ser asistidos y representados por un letrado (v.gr. de la Defensoría Penal Pública, por ejemplo)?; ¿se les citará a las audiencias que se celebren con ocasión de la causa que se lleva en su contra?; si son considerados testigos ¿podrán solicitar las copias de las carpetas investigativas y conocer los antecedentes recogidos en ésta?; ¿podrán solicitar el sobreseimiento definitivo de su causa?; ¿podrán exigir conocer los hechos que se les imputa y por los que se les está investigando?, ¿podrán alegar vulneraciones de garantías por actuaciones investigativas realizadas con desconocimiento de su calidad de imputado?, entre otras dudas elementales y básicas que, de mediar la condición de imputado, jamás podrían haberse dado.
Por otra parte, una práctica investigativa problemática y profundamente cuestionable dice relación, justamente, con tratar artificialmente a los imputados como testigos, a objeto de burlar el cúmulo de garantías que les favorece para tratarlos posteriormente como imputados y, de ese modo, usar en su contra todas las diligencias realizadas bajo una categoría distinta. Pues bien, con esta norma, dicha práctica lamentable se legitima en desmedro de los funcionarios en cuestión.
Afortunadamente, y a diferencia de las otras problemáticas aquí planteadas, tiendo a creer que la práctica permitirá que muchos de estos temores y resquemores puedan verse superados de una manera respetuosa de los derechos de las personas imputadas. Del mismo modo, este punto puede ser tratado de mejor manera con las herramientas procesales que la ley dispone, tales como, por ejemplo, el art. 186 del Código Procesal Penal o, incluso, el mismo art. 7° del mismo Código.
Es difícil imaginar a alguien pueda ser ajeno a la contingencia y a la realidad nacional en materias de seguridad y delincuencia. Cuesta creer que existan personas que no quieran mejorar la situación en la que el país actualmente se encuentra. No obstante aquello, en caso de que se decida abordar estas problemáticas desde la actividad legislativa, resulta necesario que la situación que el país actualmente enfrenta se haga de la mejor manera posible, evitando incurrir en errores que puedan significar profundizar aún más en las demandas que la ciudadanía y los funcionarios policiales requieren. Muchos de los problemas aquí señalados – quizá, la totalidad de ellos – pudieron evitarse con un debate menos apasionado y más técnico, o bien, acudiendo a la opinión de profesionales especializados y expertos que cuenten con el conocimiento y las perspectivas que, lamentablemente, no se tuvieron al momento de legislar la Ley Naín-Retamal.
“Quien se apura pierde el tiempo”, dicen en la Patagonia. Lamentablemente, aquí también se perdió una excelente oportunidad para hacer las cosas bien.
[1] El día 10 de abril, la Asociación Nacional de Fiscales realizó un muy interesante conversatorio respecto de las modificaciones producidas por la entrada en vigencia de la Ley N°21.560. En dicha instancia participaron los autores y profesores de derecho penal Héctor Hernández y Jean Pierre Matus. El profesor Matus, al ser consultado por el tema aquí planteado, dio cuenta que en esta materia rigen las normas interpretativas del Código Civil y que, por tanto, no es posible desatender el tenor literal de la ley a objeto de consultar su espíritu. Cabe hacer presente, que el prof. Matus abordó el problema desde la perspectiva de la persona imputada que atenta contra funcionarios de las FF.AA y no desde la perspectiva del funcionario que incurre en algún delito, haciendo presente que no sería posible extender el tenor literal de la ley a objeto de privar de libertad y de derechos al imputado que atenta contra un funcionario de las FF.AA. El registro de la actividad se encuentra disponible en el siguiente link: https://youtu.be/7sBXFY0fG6A
[2] Opinión similar es la sostenida por el prof. Héctor Hernández en las jornadas referidas en la cita anterior.