Los vaivenes del encarcelamiento chileno y los aprendizajes a partir de nuestra historia reciente. Por Agustín Walker Martínez

Oct 4, 2022 | Opinión

Agustín Walker Martínez. Abogado de la Universidad de Chile. Diplomado de Derecho Penal de la Universidad de Talca, Diplomado en Sistema Procesal Penal de la PUC. Abogado asociado en Vial & Asociados.

A estas alturas, difícilmente puede ser una novedad señalar que la pena privativa de libertad es una medida contraproducente, humanitariamente cuestionable, y cuyo uso ha sido irreflexivamente ampliado en las últimas décadas, llegando a niveles escandalosos en la primera década de este siglo, y con cambios significativos en las tendencias de los últimos 10 años. Tras estos cambios, hay muchas interesantes reflexiones que se pueden realizar, no sólo respecto de los períodos de aumentos de la población penal, para analizar y desglosar sus múltiples causas y consecuencias, sino también en los períodos en que las tasas de encarcelamiento, por distintas razones, presentan tendencias a la baja.

Miremos los últimos 12 años. Luego de un alza sostenida de los índices de población privada de libertad desde los 90´, a partir del año 2011 nuestro país experimentó una sostenida baja en las tasas de personas recluidas condenadas, siempre manteniéndose -en todo caso- en niveles comparativamente altos y de preocupación. La información disponible en Gendarmería de Chile, muestra que a partir de ese año 2011 comenzamos una tendencia decreciente, pasando de más de 40.000 personas condenadas, a menos de 30.000 personas en esa calidad en el año 2018, en una fluctuación bastante radical, que probablemente obedeció -entre otras razones- a la entrada en vigencia de la ley 20.603, y a la ley de indulto que siguió a la dramática muerte de 81 personas en el incendio de San Miguel, que buscó beneficiar a cerca de 6.000 condenados/as (Ley 20.588). Durante ese mismo período, las personas sometidas a una pena sustitutiva a la privación de libertad experimentaron un aumento considerable, correlativo a la disminución del uso de la herramienta carcelaria.

Así, en cerca de 8 años, la población condenada bajó en más de 10.000 personas, en un cambio sustancial. Lo interesante es, para estos efectos, preguntarnos cuál fue el impacto de dicha disminución en las tasas de victimización y en las cifras delictuales, pues de ello se desprenden importantes evidencias sobre la eventual sobreutilización contraproducente de la herramienta penitenciaria. Y es que, ¿qué dirían los medios de comunicación y los distintos sectores políticos si alguien hoy planteara disminuir la población condenada en 10.000 personas en los próximos 8 años? ¿Qué tan catastrófico sería el imaginario colectivo en términos de las fluctuaciones que ello generaría en la criminalidad? Miremos qué ocurrió en nuestra experiencia reciente.

Mientras esa progresiva pero pronunciada disminución se producía, las variaciones en las tasas de victimización se mantenían estables. Los datos de la ENUSC muestran que desde cifras cercanas al 30% en la victimización urbana entre los años 2008 y 2011, luego de ese año las cifras experimentaron una baja a niveles más bien cercanos al 25%, fluctuando en niveles similares en los años siguientes, con lo que el impacto no sólo sería que no aumentó la victimización, sino que esta tuvo una tendencia primero a la baja, y luego a la estabilización. Una tendencia similar en términos de estabilidad de las cifras, muestran los resultados del índice de la Fundación Paz Ciudadana. Los delitos de alta connotación pública, por su parte, según los datos de la subsecretaría de prevención del delito, a partir del año 2012 vivieron una tendencia a la baja, y luego a la estabilización, siguiendo la misma dinámica.

Algunos años más adelante, y en el contexto de la dramática situación carcelaria en el marco de la pandemia, la dinámica se repitió: luego de un indulto conmutativo focalizado (en el contexto, eso sí, de las restricciones sanitarias) las cifras de victimización no sufrieron alza alguna, sino que tendieron a la baja.

La anterior evidencia debe ser objeto de mayores análisis, pero permite sacar algunas importantes conclusiones tentativas: (1) Ha existido una indudable sobreutilización de la privación de libertad como respuesta al delito. Si la cárcel es la última medida, sólo utilizable por un sistema penal cuando todos los demás controles han demostrado ser insuficientes, entonces dicha premisa se incumple en este caso: las penas alternativas han demostrado en nuestra historia reciente ser exitosas, en línea con la evidencia que sugiere que dichas penas generan menor reincidencia (Morales y otros, 2012); (2) Ello permite cuestionar las sucesivas modificaciones legislativas que buscan limitar la aplicación de las penas sustitutivas, y propiciar el uso de la pena de cárcel como la panacea del control del delito. Es no sólo la evidencia comparada sino nuestra propia historia reciente la que nos muestra que la herramienta penitenciaria es una ineficiente y costosa; (3) Existen buenos antecedentes para avanzar en una política pública meditada y progresiva de descarcelación (Rivera, 2018) que en un primer nivel retire del campo de aplicación del derecho penal conductas que pueden ser abordadas por otros mecanismos de control, y que en un segundo nivel permita avanzar hacia el cumplimiento de más penas en libertad, potenciando los mecanismos de acompañamiento postpenitenciario y de inserción social.

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