El pasado 27 de agosto se promulgó el proyecto que modifica diversos cuerpos legales “con el objeto de mejorar la persecución penal, con énfasis en materia de reincidencia y delitos de mayor connotación social” (Boletín 15661-07), lo que fue presentado como la mayor reforma al Código Procesal Penal desde su implementación. El proyecto -como tantos otros- ha sido promulgado en año electoral, en tiempos de alto temor ciudadano a la delincuencia, y en medio de grandes expectativas, siendo recientemente catalogado por uno de los parlamentarios creadores como el “fin a la puerta giratoria”,[1] aludiendo a dicha imaginaria pero efectista imagen para validar el proyecto.
El proyecto efectivamente incorpora un conjunto de modificaciones que son radicales, incluyendo varias que pueden ser positivamente valoradas como necesarias. Sin embargo, el grueso del proyecto -como destaca el propio senador en su columna- se centra en (i) limitar el uso de salidas alternativas (definidas erróneamente por el propio senador como “beneficios”), y (ii) potenciar el encarcelamiento efectivo de quienes sean reincidentes. Tal como ha ocurrido con un sinfín de modificaciones legislativas en materia penal en los últimos 30 años, la pregunta es si, más allá de sus declaraciones de intenciones y simbolismos, las modificaciones tienen alguna utilidad para los fines que la propia ley define, a saber, reducir los índices de temor y de victimización, e impedir la reincidencia delictiva.
El punto de partida para responder lo anterior es analizar qué tanta evidencia existe sobre la efectividad de las soluciones dadas por la nueva ley. Tal como sostuvo hace poco un académico del Centro de Justicia y Sociedad de la Universidad Católica[2] el proyecto aboga por medidas que son contrarias a la evidencia, precisamente respecto a su impacto en la reducción de la reincidencia delictiva. Ello no parece importarles demasiado a los impulsores del proyecto, presumiblemente porque el simbolismo de la modificación (con su rentabilidad político electoral) es más fuerte que la necesidad de dar respuestas efectivas y sostenibles en el tiempo al problema. Y es que no se trata de negar que la reincidencia delictiva sea un problema real, sino de dar con medidas que permitan efectivamente contribuir en su solución, sin simplismos efectistas.
Hoy es posible sostener con certeza, que el desistimiento delictivo y la (re)inserción social se complejizan de sobremanera si se buscan canalizar a través del cumplimiento efectivo de penas privativas de libertad, precisamente pues estas últimas son mecanismos de desocialización, de aislamiento y de ruptura de lazos (transversales), lo que dificulta toda posibilidad de inserción.[3] Como dijo hace décadas Alessandro Baratta, no se reinserta a través de la cárcel, sino a pesar de ella. Sin perjuicio de ello, el proyecto busca insistir en esa vía, lo que se vincula con una idea socialmente arraigada (pero totalmente falsa) de que la pena de cárcel es un vehículo idóneo para reducir el delito, y que por tanto es una medida socialmente conveniente y deseable. Así, es la propia reincidencia la que se potencia con el proyecto, volviendo además extremadamente compleja la gestión de programas de reinserción dentro de cárceles que estarán cada vez más sobrepobladas, lo que se profundizará con las preocupantes modificaciones que silenciosamente el proyecto realiza al procedimiento abreviado.[4]
Lo mismo puede decirse respecto a la reducción de las suspensiones condicionales y los acuerdos reparatorios. El sentido de esas medidas es otorgar alternativas de resolución de conflictos más ajustadas a la realidad de las partes, e indirectamente descongestionar el sistema procesal penal, sin que se apliquen sanciones penales (especialmente privativas de libertad) a casos en que dicha sanción no es necesaria ni socialmente conveniente. Como bien destaca Ulda Figueroa en la mencionada columna, lo cierto es que estas herramientas no potencian la reincidencia delictiva, sino que la reducen, volviendo además posible el cumplimiento de los objetivos del propio sistema procesal penal. Ello no implica que no sean mecanismos perfectibles en sus alcances operativos, pero eso no se soluciona restringiendo irreflexivamente su aplicación.
En suma, el proyecto parte de un diagnóstico que puede compartirse, y de una preocupación social que existe, pero apuesta -en los dos puntos en comento- por medidas que sólo alimentan el problema, lejos de resolverlo. La sucesiva desnaturalización del proceso penal, y la creación de una verdadera bomba de tiempo humanitaria a nivel de sistema penitenciario, son disparos a los pies en nuestras propias pretensiones sociales y político-criminales. Será la propia realidad la que -más temprano que tarde- nos obligará a echar pie atrás en varias de estas medidas. Hace años que viene siendo hora de tomar enserio el problema del temor ciudadano a la delincuencia, y de ciertos fenómenos delictuales en ascenso. Pero los simbolismos contrarios a toda evidencia no ayudan en ello, y sólo nos llevan a perder tiempo valioso para abordar los verdaderos problemas.
[1] El Mercurio, “Ley de Reincidencia: Fin a la puerta giratoria”. Columna de Felipe Kast de 19.08.2024.
[2] El Mercurio, “Las salidas alternativas”. Columna de Ulda Figueroa de 21.08.2024.
[3] LARROULET, Pilar (2017). “Cárcel, Marginalidad y Delito”, en SILES, Catalina (ed.), Los invisibles. Porqué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad, Institutos de Estudios de la Sociedad, Santiago, p. 185; MORALES, Ana María, MUÑOZ, Nicolás, WELSCH, Gherman y FÁBREGA, Jorge (2012). “La Reincidencia en el Sistema Penitenciario Chileno”, Fundación Paz Ciudadana, Santiago.
[4] Sobre una opinión relativa a esa modificación específica: https://enestrado.com/el-procedimiento-abreviado-y-su-sucesiva-ampliacion-una-reforma-contra-sistemica-por-agustin-walker-martinez/