Las paradojas de la autonomía del Ministerio Público. Por Jorge Vitar

Jun 8, 2021 | Opinión

Jorge Vitar Cáceres. Docente universitario y dirigente de la Asociación Nacional de Fiscales.

Allá donde la ley está sometida a los gobernantes y carece de autoridad, veo pronto la ruina de la ciudad; y donde, por el contrario, la ley es señora de los gobernantes y los gobernantes son sus esclavos, veo la salvación de la ciudad y la acumulación sobre ella de todos los bienes que los dioses suelen prodigar a las ciudades”. Platón, “Las Leyes”.

La Constitución de 1980 incorporó en nuestro ordenamiento a los organismos autónomos (conocidos en otras latitudes como los OCA). En palabras del profesor Luis Cordero, estos organismos “(…) implican una nueva fisonomía en la forma de estructurar el poder dentro del Estado. Este status se les aplicó a los órganos de rango constitucional que ella misma creó con esas características, como una categoría diametralmente distinta a los organismos descentralizados”. Los órganos con autonomía constitucional en nuestro país son: el Banco Central, el Ministerio Público, la Contraloría General de la República y el Consejo Nacional de Televisión.

Al ser concebido el Ministerio Público como un organismo autónomo, el Congreso buscó aislar al organismo de injerencias externas en el desempeño de sus funciones. En el texto de la historia de la ley de reforma constitucional N° 19.519, se alude a la importancia de la autonomía haciendo referencia a “la libertad de acción respecto del entono social y político en el que se inserta”. El propósito de esta columna es efectuar una urgente revisión al verdadero sentido que tiene la autonomía y demostrar que con la estructura que se le entregó al Ministerio Público no se cumple suficientemente con la expectativa de alejar a los fiscales de las presiones indebidas derivadas del entorno social y político.

La forma que adoptan los entes constitucionales autónomos es la de ser organismos que cumplen funciones específicas, consagradas en el texto constitucional, que son ejercidas por quien se encuentra al mando de tales instituciones y no por los demás integrantes de la organización, quienes quedan completamente sometidos a su autoridad jerárquica. Eso es lo que se puede apreciar con meridiana claridad en el caso del Banco Central, que está a cargo de un Consejo, al igual como ocurre en el Consejo Nacional de Televisión, y también en la Contraloría, que está a cargo del Contralor General. Al margen de los sendos Consejos que dirigen al Banco Central y al Consejo Nacional de Televisión, y del Contralor General de la República, en dichos organismos no existen otros integrantes a quienes se les confíen las funciones institucionales.

En el caso del Ministerio Público, en cambio, la situación es totalmente distinta y su fisonomía se aparta del esquema que poseen los demás organismos autónomos regulados en la Constitución ya que, a diferencia de ellos, son los fiscales y no los jefes superiores del servicio quienes llevan adelante las funciones contempladas en la Constitución. De hecho, el artículo 84 de la actual Constitución dispone que una ley orgánica establecerá las condiciones de las que dispondrán los fiscales en la dirección de la investigación y en el ejercicio de la acción penal pública.

Por otra parte, el Ministerio Público no está sujeto en su operatividad a controles externos ni tampoco forma parte de la Administración del Estado, a diferencia de los otros órganos constitucionales autónomos. Al respecto, el profesor de derecho administrativo Rolando Pantoja explica que “no puede dejar de llamar la atención ese conocido tema de esquiva definición que plantean esos dos grandes organismos nacionales que son la Contraloría General de la República y el Banco Central. Pese a estar consultados como organizaciones constitucionalmente autónomas, esto es, configurando lo que en derecho comparado se llamar autoridades independientes dentro del Estado, la Ley orgánica constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado los incluyó en su artículo I.° como formando parte de la Administración del Estado o Administración Pública, en un notorio esfuerzo por contraer el ámbito institucional al esquema de los tres poderes del Estado e impedir la existencia de autoridades que pudieron tener una posición legítima sin ajustarse al tradicional enfoque de un diseño estatal tripartito”.

En contra de la falta de control de que adolece el Ministerio Público, se suele argumentar que la Constitución contempla un procedimiento de remoción a cargo de la Corte Suprema, a requerimiento del Presidente de La República, de la Cámara de Diputados o de diez de sus miembros, y que al considerar la participación de los demás poderes del Estado ello constituiría un control externo de relevancia. Sobre el particular, en la discusión del proyecto de reforma constitucional en el Senado, el parlamentario Bitar indicó que junto con el control que ejercen los jueces –a la sazón– de control de la instrucción, “(…) cabe subrayar el control institucional del Fiscal Nacional y de los fiscales regionales a través de su remoción por los cuatro séptimos del pleno de la Corte Suprema, a solicitud del Presidente de la República, de la Cámara de Diputados, o de diez de sus miembros, por incapacidad, mal comportamiento o negligencia manifiesta en el ejercicio de sus funciones”. Sin embargo, ese mecanismo rige solo respecto del Fiscal Nacional y los Fiscales Regionales, autoridades superiores del servicio que –de acuerdo al artículo 84 de la Constitución– no tienen a su cargo las funciones que constitucionalmente se le encargan a la institución, esto es, la dirección de la investigación y el ejercicio de la acción penal pública.

Estas peculiaridades de la Fiscalía se traducen en que, aun cuando tenga la categoría de organismo constitucional autónomo, su inteligibilidad institucional se asemeja más a la del Poder Judicial, en el que la institución misma se identifica con la figura de los jueces (quienes ejercen la jurisdicción), y a la del Poder Legislativo, en el cual la institución se identifica con la figura de los diputados y los senadores (en su calidad de funcionarios colegisladores). Por este motivo, es posible afirmar que el Ministerio Púbico, en nuestra vernácula estructura institucional, es un poder más del Estado junto con los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, respecto de los cuales, ni normativa ni doctrinalmente, se predica autonomía.

Siendo así la situación descrita, respecto de los fiscales no procede hacer referencia a su autonomía, por decaer en irrelevante, sino a su independencia. A este respecto, en la discusión parlamentaria sostenida con ocasión de la aprobación de la ya citada ley N° 19.519, que creó el Ministerio Público, reinó la más absoluta confusión. En un pasaje del primer informe de la Comisión de Constitución del Senado, a propósito del reenvío que el texto constitucional realiza a la ley orgánica, se puede leer: “Encomienda a esta misma ley garantizar la independencia y autonomía de los fiscales en el ejercicio de la acción penal publica y en la dirección de la investigación (…)”.

El predominio que tiene la independencia, por sobre la autonomía, permite dar cuenta que existen ordenamientos comparados en los que rigen plenamente el Estado de derecho y el principio de separación de los poderes públicos y, sin embargo, el Ministerio Público no es autónomo. Conocidos por todos son los ejemplos del Ministerio Público de Costa Rica, que depende del Poder Judicial, y del de Uruguay, que depende del Poder Ejecutivo. Curiosamente, son los dos países latinoamericanos que junto con Chile se encuentran mejor posicionados en el más reciente Índice de Democracia elaborado por The Economist, en el año 2020.

Al momento de consagrar la autonomía del Ministerio Público, el Parlamento chileno en realidad estaba pensando en la función de los fiscales, es decir, en que los fiscales pudiesen actuar con libertad de acción respecto del entorno social y político; pero debido a la errada comprensión epistémica entre autonomía e independencia, el resultado no fue el esperado y producto de ello la paradoja aparece clara: como el funcionamiento del Ministerio Público no se ajusta al de los demás organismos autónomos establecidos en la Constitución y frente a la inadvertencia de los parlamentarios de que las funciones de persecución penal las llevan adelante los fiscales y no las autoridades del servicio, el efecto es que se le termina otorgando un amplio margen de autonomía al Fiscal Nacional y, en cambio, a los fiscales se les deja sin independencia interna y sujetos al riguroso control jerárquico de una autoridad suprema en cuyo proceso de designación es posible advertir importantes consideraciones políticas que devienen, a la larga, precisamente en el riesgo de injerencias externas que se pretendió evitar. En las condiciones descritas, ¿se justifica dotar al Ministerio Público de autonomía si lo que se sacrifica con ello es tener mecanismos efectivos de control sobre la actividad que desarrolla la institución?

Y asistimos a una paradoja adicional, desde que se reserva la autonomía para el flanco menos vulnerable a la influencia política, como es la definición de las políticas de persecución penal, pues éstas deben –aunque solo sea en teoría– ajustarse a la Constitución y a la ley y, por tanto, en dicha actividad privativa del Fiscal Nacional operan limitados márgenes de discrecionalidad. Y entonces el panorama queda así: para cumplir la función primordial del Ministerio Público y más propensa al influjo político, que es la de persecución penal, no se le confiere independencia (o autonomía en el lenguaje utilizado por el parlamento); y, en cambio, sí se le entrega esa autonomía a la función accesoria, menos expuesta a la influencia política y que, incluso, podría no existir.

Si de verdad se quiere asegurar en la nueva Constitución que los fiscales investiguen y acusen prescindiendo de las interferencias y contingencias políticas es indispensable reformular completamente el estatuto que los rige, dotándolos de independencia funcional, no de autonomía, y sumar a ello un estricto régimen de controles a la institución en su conjunto (propio de la independencia y no de la autonomía). Solo así los fiscales estarán en condiciones de sujetar su acción estrictamente a la ley antes que a las instrucciones de sus superiores jerárquicos, y se podrá cumplir la máxima de Platón de someterse al gobierno de las leyes y no al gobierno de los hombres.

Jorge Vitar expondrá en las Jornadas Preparatorias del Instituto Panamericano de Derecho Procesal Capítulo Chile. La actividad denominada “Gobierno Judicial: ¿un desafío para Chile?” será transmitida por En Estrado el viernes 18 de junio a las 15:30 horas.

| LO MAS LEIDO