La suspensión de la jurisdicción: ¿Es admisible en un Estado de Derecho? Por Daniel Oksenberg y Jorsua Arancibia

Nov 5, 2020 | Opinión

Daniel Oksenberg González. Abogado y Master of Laws (c) en Derecho Económico de la Universidad de Chile. Socio de Oksenberg y Arenas Abogados.

Jorsua Arancibia. Abogado de la Universidad de Chile. Asociado del estudio Oksenberg y Arenas Abogados.

En el Derecho Procesal, cuando se utiliza el vocablo “suspensión” se hace para graficar un efecto en el procedimiento. Así, por ejemplo, refiriéndose a la facultad que tienen las partes para suspender el procedimiento civil; el efecto de la concesión de determinados recursos; de la interposición de tercerías en el juicio ejecutivo; de incidentes de previo y especial pronunciamiento; la derivada con ocasión de la cautela de garantías del imputado; la suspensión condicional del procedimiento como salida alternativa en el proceso penal; o incluso la concurrencia de hipótesis de prejudicialidad devolutiva. Mas, sin embargo, la doctrina procesal, incluso la más reconocida, no lo suele ligar al proceso, en tanto concreción del ejercicio jurisdiccional.

Pues bien, resulta que el cese temporal del ejercicio del poder-deber de resolver los conflictos jurídicos por parte de los tribunales no es una cuestión ajena a nuestra realidad. Y con esto no solo nos referimos a la paralización por la que han optado la gran mayoría de los tribunales en el territorio nacional con ocasión de la pandemia Covid-19, sustentada normativamente por el Congreso actual con la dictación de la Ley N° 21.226 y organizada (aunque poco respetada) por nuestra Excma. Corte Suprema, porque si rememoramos en la Historia del país ha existido un sin número de eventos en que se ha puesto a la Justicia en segundo lugar para atender cuestiones que aparecen como más urgentes y extremas.

Por ello es usual ver en las Cartas Fundamentales de casi todos los países civilizados un reconocimiento expreso a la existencia de ciertas circunstancias extraordinarias que permiten al Estado afectar determinados derechos y garantías fundamentales, tales como los estados de asamblea, de catástrofe o de emergencia, y en tal sentido Chile no es la excepción (Arts. 39 a 45, CPR). Sin embargo, si uno analiza detalladamente dicha normativa, reparará sin mayor problema en que ninguno de estos contempla siquiera la remota posibilidad de suspender el ejercicio de la jurisdicción, pues los derechos afectados son en realidad otros.

En este punto surge la interrogante, en un Estado de Derecho como el chileno, ¿es admisible un cierre temporal de los tribunales de justicia? La respuesta, aunque parece no ser evidente para todos los actores de nuestro sistema jurídico, es absolutamente negativa. Y la razón no radica en lo intuitivo, cual sería recurrir al principio de inexcusabilidad consagrado en el artículo 76 de la Constitución Política. Se trata de algo más complejo, que sobrepasa la regulación interna y el modo en que nos relacionamos con nuestro propio Estado, sino algo que difumina los límites entre una nación y otra: el Derecho Internacional de los derechos humanos.

En efecto, un Estado que aspire a ser llamado “de Derecho” lo mínimo que debe garantizar es un igualitario, eficiente y eficaz acceso a la Justicia, pues es allí donde se concretiza el derecho a reclamar y ejercitar cualquier otro derecho subjetivo, sea de orden público o privado. Entre las normas internacionales que respaldarían esta posición encontraremos el artículo 8 y 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos, el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, los artículos 4 letras f y g, y 7 letras b, d, f y g de la Convención de Belem Do Para, y los artículos 37 y 40 de la Convención sobre los derechos del niño, entre otras. Su transgresión trae aparejada, sin duda alguna, la responsabilidad para el Estado.

¿Cómo, entonces, puede nuestro Poder Judicial sobrellevar este momento imprevisto y ciertamente irresistible? Aunque no sea tarea sencilla, creemos que la mejor forma de no atentar contra el derecho de acceso a la justicia que tiene cada individuo en razón de ser tal, es precisamente no dejar de impartir aquel mandato que la sociedad civil le ha conferido. Pues, de otro modo, el justiciable ha de reclamar su derecho a la autotutela y se profundizará la latente desconfianza en los tribunales y en los órganos estatales en general de la que hemos sido testigos en el último tiempo.

Y es que el desarrollo de la humanidad ha entregado numerosas herramientas para estar cada vez más conectados. Una persona puede estar físicamente a miles de kilómetros de otra y a la vez a 60 centímetros con una pantalla digital de por medio. Por ello es que lamentamos profundamente que la mayoría de nuestros tribunales, quizás presos de la “paranoia del Debido Proceso” y del cumplimiento de ritualidades de siglos pasados, se nieguen a utilizar la videoconferencia como mecanismo para ejercer su mandato constitucional, o que -impúdicamente- se traslade a la contraria la decisión sobre si “acepta” o no este mecanismo. Ha de abandonarse esa visión tradicionalista del juez acuartelado en su despacho, inmerso en rumas de expedientes y alejado de las partes, para dar paso a una impartición de justicia realmente moderna y acorde a los tiempos.

Otras medidas de mitigación pueden avocarse a la reivindicación y la primacía de la buena fe, sancionando al litigante abusivo y dilatorio; utilizar la eficiencia como principio rector, distinguiendo lo urgente y lo importante de lo que no lo es (v.gr. el case management); fomentar la publicidad efectiva de los procesos, a modo de recuperar la confianza ciudadana; propender al acuerdo de las partes con llamados extraordinarios a conciliación; entre otros.

A modo de conclusión, concordamos aquí con Morello, quien ha dicho que “la tramitación dilatoria y el abuso asimismo de los pliegues y repliegues de las formas procesales, que por su indebida prolongación desconocen los derechos de las partes, sin lugar a duda constituyen una situación equiparable a la denegación de justicia”[1]. Porque si la justicia que tarda puede no ser considerada justicia, la que no se imparte constituye derechamente su negación.

[1] MORELLO, Augusto (2001): La eficacia del proceso. (Buenos Aires, Editorial Hammurabi SRL, segunda edición ampliada, p. 20.

| LO MAS LEIDO