La reforma del Código Civil español en materia de capacidad. Ciertas luces de una legislación equilibrada. Por Daniela Jarufe

Jun 3, 2021 | Opinión

Daniela Jarufe Contreras. Académica de Derecho Civil de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Talca.

Con la ratificación de la Convención Internacional de los Derechos de las personas con discapacidad (la Convención), una serie de ordenamientos jurídicos han intentado adecuar sus normas relativas a la capacidad, a fin de dar cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 12 de dicho cuerpo legal. El precepto dispone que los Estados Partes reconocerán que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida, y que adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a los apoyos que puedan necesitar para su ejercicio.

Asimismo, se dispone que se proporcionen las denominadas salvaguardias, las que tendrían por objeto asegurar que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica respeten los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, que no haya conflicto de intereses ni influencia indebida, que sean proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona, que se apliquen en el plazo más corto posible y que estén sujetas a exámenes periódicos por parte de una autoridad o un órgano judicial competente, independiente e imparcial. Finalmente se establece que deberán tomarse todas las medidas que sean pertinentes y efectivas para garantizar el derecho de las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones con las demás, a ser propietarias y heredar bienes, controlar sus propios asuntos económicos y tener acceso en igualdad de condiciones a préstamos bancarios, hipotecas y otras modalidades de crédito financiero, y velarán por que las personas con discapacidad no sean privadas de sus bienes de manera arbitraria.

Todo lo dispuesto implica un esfuerzo por parte de los Estados que le han ratificado (entre ellos Chile) a fin de eliminar figuras tales como la incapacitación, la interdicción, restricciones a la capacidad o las categorías legales de personas adultas incapaces. Sin embargo, no puede acabarse allí la lectura de la Convención. Una correcta interpretación implica comprender que deben conjugarse en cualquier modificación que se pretenda, el debido respeto a la autonomía de la voluntad, la necesaria protección de las personas más vulnerables, y el no menos importante respeto del principio de la certeza jurídica que sostiene el ordenamiento civil. No basta entonces con promulgar que a partir del mentado artículo 12 de la Convención, todas las personas serán capaces; y no basta, entre otras cosas, porque la sola declaración no implica que desaparezcan las dificultades objetivas que determinadas personas enfrentan, ya sea en el proceso de formación de la voluntad y/o en su manifestación.

El legislador, y particularmente el Código civil, no puede desconocer que, aún con todos los apoyos que pudieran disponerse, hay personas que no podrán ejercer por sí solas sus derechos y no es dable, por tanto, prescindir en términos absolutos de figuras que signifiquen la representación, e incluso la sustitución de voluntad cuando sea necesario. Una visión sesgada y únicamente basada en la doctrina de los derechos humanos, y que sin pretenderlo promueva la desprotección, no parece el modo adecuado de leer la Convención. No podría alcanzarse la igualdad jurídica en el ejercicio de la capacidad, si a aquellos que no están en circunstancias fácticas de igualdad, no cuentan con mecanismos idóneos que le permitan efectivamente actuar en el mundo del Derecho.

En función de lo anterior, España (habiendo sido observada por el Comité de los Derechos de las personas con Discapacidad en cuanto a la mantención de figuras que restringían la capacidad de las personas) acaba de aprobar el pasado 20 de mayo, el Proyecto de Ley por el que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica (la Reforma). Si bien desde la entrada en vigencia de la Convención en el ordenamiento interno español, a partir del año 2009, se habían implementado importantes modificaciones (tales como, por ejemplo, la ley 26/2011 precisamente de adaptación normativa a la Convención internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad; o el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprobó el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social), lo cierto es que estamos frente a la más gravitante reforma en materia de capacidad, cuyos aspectos fundamentales pretendo dar a conocer en las próximas líneas. Todo, con el más profundo deseo de aportar a la discusión nacional que ya comienza a perfilar una necesaria (y ojalá coherente) reforma.

En líneas generales, en cuanto al Código civil se refiere y que está ad portas de entrar en vigencia (en adelante Cce), la Reforma parece apuntar a cuatro grandes focos, orientados a mantener el tan ansiado equilibrio entre protección y autonomía. Como es lógico, partimos de la base de la eliminación de las incapacidades respecto de las personas adultas y la restricción de la tutela únicamente a los menores de edad.

En primer lugar, se establece la curatela como figura fundamental de apoyo para el ejercicio de la capacidad jurídica (ahora entendida como la capacidad de obrar) regulada básicamente entre los artículos  268 y 294 del Cce. No se trata de una figura como la que se contiene en nuestro Código civil, sino de una medida judicial de asistencia, graduable en atención a las necesidades reales de la persona asistida, y que solo en situaciones excepcionales implica facultades de representación. En este sentido, la extensión de la curatela será proporcional a la capacidad natural de autogobierno de cada persona, y su implementación no implica ni la incapacitación ni la restricción de la capacidad. La resolución judicial que la constituye debe especificar los actos y contratos que no puede realizar el asistido sin la asistencia de su curador, así como aquellos que, de ser necesario, requieren de la representación.

Además, tratándose de actos de relevancia jurídica que puedan afectar gravemente tanto a la persona como a su patrimonio, debe solicitarse la autorización judicial. Tal sería el caso, por ejemplo, de la  enajenación o gravamen de bienes inmuebles, establecimientos mercantiles o industriales, bienes o derechos de especial significado personal o familiar, bienes muebles de extraordinario valor, objetos preciosos, etc; o la disposición a título gratuito de bienes o derechos de la persona con medidas de apoyo, salvo los que tengan escasa relevancia económica y carezcan de especial significado personal o familiar.

Si bien podría pensarse que la figura descrita se acerca mucho a lo que conocemos bajo el nombre general de guardas respecto de las personas mayores de edad en nuestra legislación, lo cierto es que dista diametralmente de aquello. Nuestro sistema contempla una incapacitación absoluta y que, por consiguiente, excluye de manera general a las personas consideradas incapaces, atendidos parámetros pre establecidos y rígidos que no se condicen con la realidad.

La curatela española atiende en cambio a una situación que no puede ser obviada por el legislador: las discapacidades intelectuales se caracterizan precisamente por su diversidad; las hay de origen y sobrevenidas; permanentes y transitorias; hay también las que afectan gravemente las facultades volitivas de una persona, y otras que en cambio no inciden en la aptitudes de conocer y querer, o al menos no en términos tales que pueda afectar su integridad personal y/o patrimonial; hay también las que provienen de enfermedades degenerativas y que no en todos sus estadios afectan las capacidades intelectuales; y también aquellas que se derivan de la adicción a ciertas sustancias; entre otras. ¿Tiene sentido entonces, restringir de la misma manera el acceso al tráfico jurídico en todos estos supuestos? En términos textuales extraidos de la exposición de motivos de la comentada Reforma: “no se trata, pues, de un mero cambio de terminología que relegue los términos tradicionales de «incapacidad» e «incapacitación» por otros más precisos y respetuosos, sino de un nuevo y más acertado enfoque de la realidad…”.

En segundo lugar, se otorga un rol preponderante a las figuras de autoprotección. Si bien una modificación anterior, a través de la ley ley 41/2003 de 18 de noviembre, ya había incorporado los poderes preventivos a la legislación española estatal, la Reforma establece una regulación orgánica y sistemática de las medidas voluntarias de protección. Así a partir del art. 255 del Cce se establece en términos breves y claros que, cualquier persona mayor de edad o menor emancipada en previsión o apreciación de la concurrencia de circunstancias que puedan dificultarle el ejercicio de su capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás, podrá prever o acordar en escritura pública medidas de apoyo relativas a su persona o bienes.

Podrá también establecer el régimen de actuación, el alcance de las facultades de la persona o personas que le hayan de prestar apoyo, o la forma de ejercicio del apoyo, el cual se prestará conforme a lo dispuesto en el artículo 249 (donde se establece el marco fudamental de las medidas de apoyo). Solo en defecto o por insuficiencia de estas medidas de naturaleza voluntaria, y a falta de guarda de hecho que suponga apoyo suficiente, podrá la autoridad judicial adoptar otras supletorias o complementarias. Por su parte, entre los  articulos 271 y 273 se regula la figura denominada “autocuratela” que, bajo el mismo presupuesto fáctico previsto para los poderes preventivos ya descritos,  permite proponer en escritura pública el nombramiento o la exclusión de una o varias personas determinadas para el ejercicio de la función de curador. Del igual modo, se podrán establecer disposiciones sobre el funcionamiento y contenido de la curatela y, en especial, sobre el cuidado de su persona, reglas de administración y disposición de sus bienes, retribución del curador, obligación de hacer inventario o su dispensa y medidas de vigilancia y control, así como proponer a las personas que hayan de llevarlas a cabo.

En tercer lugar, como parece lógico y coherente, se modifican las normas relativas a la nulidad y la responsabilidad. No podría ser de otra manera, considerando que quienes antes eran considerados como incapaces, ahora podrán actuar en el ámbito jurídico.

Dispone el nuevo art. 1302 del Cce que los contratos celebrados por personas con discapacidad provistas de medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad de contratar prescindiendo de dichas medidas cuando fueran precisas, podrán ser anulados por ellas y por sus herederos durante el tiempo que faltara para completar el plazo, si la persona con discapacidad hubiere fallecido antes del transcurso del tiempo en que pudo ejercitarse la acción (que es de 4 años y que comenzará a correr, según lo dispone el numeral cuarto del art. 1301, desde la celebración del contrato). Asímismo podrán ser anulados por la persona a la que hubiera correspondido prestar el apoyo, en cuyo caso la anulación sólo procederá cuando el otro contratante fuera conocedor de la existencia de medidas de apoyo en el momento de la contratación o se hubiera aprovechado de otro modo de la situación de discapacidad obteniendo de ello una ventaja injusta. Por su parte, los contratantes no podrán alegar la falta de apoyo de aquel con quien contrataron.

Conviene también destacar que el art. 1304 del Cce dispone que cuando la nulidad proceda de haber prescindido de las medidas de apoyo establecidas cuando fueran precisas, no estará obligada la persona  a restituir sino en cuanto se enriqueciera con la prestación recibida, siempre que el contratante con derecho a la restitución fuera conocedor de aquellas en el momento de la contratación o se hubiera aprovechado de otro modo de la situación de discapacidad obteniendo de ello una ventaja injusta. Por último, el inciso iii del art. 1314 dispone que “si la causa de la acción fuera haber prescindido el contratante con discapacidad de las medidas de apoyo establecidas cuando fueran precisas, la pérdida de la cosa no será obstáculo para que la acción prevalezca, siempre que el otro contratante fuera conocedor de la existencia de medidas de apoyo en el momento de la contratación o se hubiera aprovechado de otro modo de la situación de discapacidad obteniendo de ello una ventaja injusta”.

En cuanto a la responsabilidad, a partir de la Reforma y como regla general, la persona con discapacidad o con cualquier otra condición que dificulte el ejercicio de su capacidad, responde por sus propios actos. Sin embargo, se mantiene el rol protector que corresponde al legislador precisamente respecto de aquellas personas cuya necesidad de apoyo es tan intensa que otro (quien presta el apoyo) debe actuar por él. En tal caso, creemos que se ha comprendido el espíritu de la Convención cual es, precisamente, otorgar autonomía allí donde y cuando sea posible, previendo que existen personas cuyas facultades cognoscitivas y volitivas se encuentran de tal manera afectadas que no pueden sino ser protegidos. Una disposición en contrario, implicaría desproteger a quienes son vulnerables y que, por tanto, no están ni pueden llegar a estar en igualdad de condiciones respecto de aquellos que no lo son. Protegerles, a diferencia de lo que algunos han querido entender, no es discriminarles, sino lisa y llanamente dar cumplimiento a los principios que inspiran todo Ordenamiento jurídico (y de paso a la Convención), sin que aquello implique, en palabras de Cristina De Amunátegui, llevar hasta las últimas de sus consecuencias el principio de igualdad. Así, dispone el art. 299 del Cce que la persona con discapacidad responderá por los daños causados a otros, de acuerdo con el Capítulo II del Título XVI del Libro Cuarto, sin perjuicio de lo establecido en materia de responsabilidad extracontractual respecto a otros posibles responsables.

En cuarto y último lugar, se ordena el registro público de todas aquellas medidas que tengan por objeto el apoyo en el ejercicio de la capacidad. Así, el inciso iv del art. 255 que el notario autorizante comunicará de oficio y sin dilación el documento público que contenga las medidas de apoyo al Registro Civil para su constancia en el registro individual del otorgante. Por su parte, el art 260 establece que los poderes preventivos habrán de otorgarse en escritura pública, y que el notario autorizante los comunicará de oficio y sin dilación al Registro Civil para dar cumplimiento a la misma constancia. En igual sentido, el art. 300 dispone que las resoluciones judiciales y los documentos públicos notariales sobre los cargos tutelares y medidas de apoyo a personas con discapacidad habrán de inscribirse en el Registro Civil. En cuanto a  otros cuerpos normativos, podemos mencionar la Ley Hipotecaria, aprobada por Decreto de 8 de febrero de 1946, ha sido modificada por la Reforma en su art. 2, ordinal iv estableciéndose que “las inscripciones de resoluciones judiciales sobre medidas de apoyo realizadas en virtud de este apartado se practicarán exclusivamente en el Libro sobre administración y disposición de bienes inmuebles”. De este modo, parece responder el legislador a la necesidad de preservar la certeza jurídica, pilar fundamental de todo ordenamiento jurídico.

Podría extenderme en comentar otras figuras modificadas con ocasión de la Reforma, como son la guarda de hecho o el defensor judicial; no obstante, creo haber esbozado un panorama general que permite  dar cumplimiento precisamente a lo prometido: aportar ciertas luces de aquello que implica una lectura adecuada de la mentada Convención. Lo demás, quedará para otra ocasión.

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