Por Agustín Walker M. Abogado. Diplomado de Derecho Penal de la Universidad de Talca.
El período de campañas electorales (especialmente las presidenciales), es el momento en que los/as candidatos/as plantean la visión de país que buscan plasmar en sus mandatos. Es un período en que cada candidato/a intenta abarcar la mayor cantidad de preocupaciones ciudadanas, y encausarlas hacia propuestas concretas que permitan mejorar dicha situación. En ese contexto, es indudable que en Chile la gente le teme a la delincuencia, estando esta entre los temas centrales de las preocupaciones ciudadanas. En los últimos 30 años esto se ha traducido en que buena parte de los/as candidatos presidenciales busquen mostrarse duros contra el crimen, e intenten dotar de mayor protagonismo a la víctima dentro del proceso penal.[1]
Dicha -legítima- preocupación por las víctimas de delitos se ha dado, sin embargo, en el marco de argumentos deficientes, que buscan asimilar derechos entre imputados y víctimas. Así, las propuestas de protección a la víctima se estructuran tradicionalmente en torno a lo que se ha denominado la falacia de la suma cero (CUNEO, 2018: 191; ZIMRING, 2001: 147). Bajo esta lógica argumentativa, el hecho de que el imputado cuente con ciertos derechos de los que la víctima carece, es una afrenta para esta última, lo que obligaría a “empatar” la situación de una y otra. Esto es problemático, pues desconoce los fundamentos de la protección de las garantías de los/as imputados/as, e introduce modificaciones que desnaturalizan un sistema penal acusatorio, intentando darle -de manera inorgánica- al sistema penal un rol en sí mismo satisfactivo de la víctima.
En primer lugar, la falacia de la suma cero desconoce los motivos que subyacen al establecimiento de un conjunto de derechos y garantías a favor de quienes son imputados/as. Ante la inmensidad del poder punitivo estatal, y la fragilidad en que queda quien es perseguido por el Estado, es fundamental establecer un conjunto de limitaciones al ejercicio de la facultad de castigar, que resguarden los derechos y garantías de quienes son investigados/as. La historia procesal penal previa a la reforma demuestra que un poder punitivo desregulado pone en jaque la libertad personal y la presunción de inocencia, afectando la confianza en el sistema y la legitimidad del castigo. En ese sentido, la situación del imputado/a es única dentro del proceso penal, y ello exige el establecimiento de un catálogo de garantías específicamente dirigidas a su protección, lo que no se aplica de igual manera a las víctimas, siendo absurdo el intento de equiparación de derechos entre ambos intervinientes.
En segundo lugar, el innegable daño físico, psicológico y/o patrimonial que sufre la víctima no se resarce necesariamente por medio de una mayor presencia durante el proceso penal. Analizar críticamente el papel que ha tenido la víctima en la toma de decisiones legislativas y en el proceso penal, no implica desconocer su sufrimiento ni su dolor, sino que obedece a la comprensión de que la herramienta punitiva no es idónea para la satisfacción de la víctima ni le logra reparar su daño, lo que se profundiza en un sistema penal acusatorio en que quien persigue la responsabilidad penal es el Estado por medio del Ministerio Público, no siendo una disputa entre el imputado y la víctima. Más bien, la retórica utilizada parece evadir la verdadera responsabilidad pública de dar a la víctima un apoyo interinstitucional y multi disciplinario, que le permita superar las consecuencias físicas, psicológicas y/o patrimoniales del delito sufrido.
De esta manera, es de esperar que, durante esta discusión electoral, los/as candidatos/as logren dar propuestas que den respuestas a las víctimas de delitos. Sin embargo, estas respuestas no deben darse bajo la lógica del empate con los derechos de los/as imputados/as, pues lo anterior implica dar propuestas basadas en un argumento falaz, que no repara las consecuencias del delito, y que desconoce el funcionamiento del proceso penal. Dichas propuestas deben dirigirse -más bien- a dar con medidas de prevención del delito, a perfeccionar la gestión interna de las policías y fiscales ante denuncias, a potenciar las unidades de acompañamiento integral a víctimas de delitos, y a iniciar un debate serio y responsable sobre la inclusión de mecanismos de justicia restaurativa para ciertos delitos, sin que esto implique disminuir garantías en favor de los/as imputados/as, ni desnaturalizar el proceso penal.
[1] Para ejemplos recientes, véase el programa de Alejandro Guillier en 2017 (p. 42), o el de Evelyn Matthei en 2013 (p. 72).