Por Agustín Walker Martínez. Abogado de la Universidad de Chile, Máster en Derecho Penal y Ciencias Penales por la Universidad Pompeu Fabra y la Universidad de Barcelona. Diplomado en Derecho Penal por la Universidad de Talca. Profesor del Diplomado en Sistema Procesal Penal de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Buena parte de los temores sociales de mayor preocupación pública, se vinculan con imaginarios abstractos de conductas cometidas por “otros”, difundidas con fervor por los medios de comunicación, y canalizadas con rapidez por buena parte de los sectores políticos. Así, categorías como el “delincuente”, el “inmigrante”, entre otras, se alzan como el eje de múltiples consignas y batallas políticas, que buscan obtener rédito electoral a partir del temor asociado a esas categorías etéreas de sujetos con individualidad borrosa. El asunto es evidentemente conveniente comunicacional y políticamente (Greer y Jewkes, 2005), pues permite canalizar inquietudes sociales sin atender necesariamente a la enorme complejidad que subyace a esas categorías de personas. Y si es que no se releva esa complejidad, es más sencillo justificar medidas simplistas para hacer frente a dichos problemas.
Lo anterior es particularmente claro en materia de delincuencia y encarcelamiento. El “delincuente” como categoría abstracta, ha pasado a alzarse socialmente como un “otro” carente de complejidades y bagajes, que delinque por mera decisión fría y racional, con el que es imposible desarrollar empatía alguna (Larrauri, 2006). Dada esa construcción social del delincuente, disminuir garantías procesales, y acudir a medidas simplistas de mera neutralización como el encarcelamiento desenfrenado, parecen fácilmente justificables, pues se trata de respuestas que -aunque carentes de eficacia y de humanidad- recaen y recaerán siempre sobre otros/as, diferentes a “uno”, sin que sea necesario intervenir respecto de la infinidad de factores multicausales que se ocultan bajo esta “otredad”.
Pero adicionalmente, acudir a una categoría abstracta de “delincuente” permite también profundizar la rentabilidad electoral de discursos punitivos como los que oímos diariamente. Esto pues son varios los estudios que hoy demuestran que el público es considerablemente más punitivo en abstracto que en concreto (Roberts, Stalans, Indermaur y Hough, 2003; Larrauri, 2006). Es decir, enfrentada al castigo de un “delincuente” indeterminado, no tiembla la mano en abogar por un castigo rígido y doloroso. Sin embargo, enfrentados a un caso particular, con información del infractor/a, y con diversas opciones de pena posible, el público tiende a ser menos punitivo, y lograr apreciar la complejidad de cada situación personal, e incluso, de las causas sociales que están detrás de un determinado comportamiento delictivo.
Es esa otredad la que ha rodeado de indiferencia los aumentos sostenidos y explosivos de la población penal en Chile, bajo total desidia de la sociedad y de las autoridades, hasta niveles intolerables. Ello ha imposibilitado relevar la gran complejidad vital de cada una de las personas recluidas, ha impedido analizar las complejas causas sociales que subyacen al delito, y ha impedido poner el foco en las políticas públicas que incidan en esas causas, potenciando en cambio un encarcelamiento excesivo y abiertamente contraproducente para toda finalidad socialmente útil.
Lo ocurrido en los últimos meses en Chile ha sido particularmente ilustrativo de todo esto: apenas en 20 meses, hemos aumentado la población en sistema cerrado en un 27% (Gendarmería, 2024), con un fuerte incremento también de las personas inocentes sometidas a prisión preventiva, que han aumentado también en un 27% en el mismo período. Todo ello, generando un fuerte hacinamiento carcelario, y potenciando comprobados efectos criminógenos, que permiten dudar de la efectividad de esta (inorgánica e improvisada) política criminal. Ello se tolera, porque en principio afecta a estos sujetos que no son susceptibles de preocupación ni empatía, y porque se trata de problemas que invisibilizamos bajo los altos muros de recintos penitenciarios.
Pero una política así de monofocal no es, en ningún caso, inocua ni sostenible, sino que genera importantes consecuencias sociales, económicas e incluso -paradojalmente- criminales. Crea, además, continuas bombas de tiempo humanitarias dentro cada recinto carcelario, que nos hacen recordar los momentos previos a aquel fatídico 8 de diciembre de 2010, en que 81 personas privadas de libertad murieron calcinadas. Son esos terribles eventos, los que nos fuerzan a recordar que quienes están recluidos/as no son simples “otros”, sino que son personas con historias y bagajes, en la inmensa mayoría de los casos, marcados por una gran marginalidad previa. Son padres, madres, hijos/as, y amigos/as, con historias, redes y vínculos. Abandonar esa otredad efectista y cortoplacista que abona una política de encarcelamiento irreflexivo, es la única vía para evitar estos fatídicos eventos, y para tomarse enserio el -indiscutible- problema de la delincuencia, dando con soluciones integrales y a largo plazo que permitan abordar el problema con seriedad.