Ernesto Vásquez. Abogado. Licenciado, Magíster y Profesor Universidad de Chile. Máster y doctorando, Universidad de Alcalá.
Muchas veces me he jactado con sincera convicción que -como me rotulara mi maestro Carlos Peña- he sido un “Optimista incombustible”. Es verdad y aquello era como un mantra en mis expresiones diarias, la fuerza que durante medio siglo me hizo aceptar cada desdén, insulto, injuria y golpe de la vida, frente a decenas de injusticias, avanzaba con fe y optimismo, en ello, seguía las lecciones de mi padre y porque no decirlo -como amante del deporte rey, el fútbol- retumbaban en momentos de deslealtades de cercanos, amigos o jefes con quienes soñé proyectos para Chile. La frase del entrenador Marcelo Bielsa, que me hacía gran sentido: “Traguen veneno, acepten la injusticia, que todo se equilibra al final”.
Superada la pena o rabia temporal, buscaba otro sueño y olvidaba los gestos soeces, las absurdas injusticias, los desleales sujetos y sus imposturas, la risa fácil y el chisme atroz, omitía todo rencor, pues siempre veían una opción y como se ha expresado, si se me cerraba una puerta, buscaba una ventana y si no había alguna luz, rompía con esperanza alguna parte del lugar o soñaba con la luminosidad que el recuerdo de mi padre otorgaba con solo pensar en él y obvio, siempre me encontraba con alguna salida o corría hasta llegar al final del túnel. Todos saben, en los trabajos en que tuve que laborar que, a todo evento, en mi agenda, había un sueño por realizar o un proyecto por desarrollar, sin otro fin, que aportar a mi sociedad desde mi modesto rol de formador de futuros letrados y abogadas, para que también posesionado en la formación de don Valentín Letelier y Andrés Bello, busquen entregar con valores, tolerancia, respeto y compromiso, su amor por Chile y sus símbolos, en acciones concretas.
Sin embargo, lamento defraudarlos, siento que he fallado; pues ese optimista que habitaba en mí está o moribundo o dormido. Ese hombre de fe que caminaba, pensado siempre en la justicia de un ser superior, como el aura que protege a la gente que labora por los demás está amparada e inmune ad eternum, como cuando me refugiaba y lo hago en la lectura del Salmo 23: “El señor es mi pastor, nada me ha de faltar…” Ello, era infalible y que todo dolor de alguna enfermedad podría posarse en mi jamás en el ser que me regaló perlas preciosas de su vida. Es que desde hace algunos meses cuando supe que un ser amado era abrazado injustamente por una cruel enfermedad, se ha rebelado a solas, en silencio y en todo mi ser, la cólera mental contra la vida y la congoja ha sido una compañera soez que ha sido una polizonte copiloto en mis diarios viajes y mis eternos caminares mundanos. No puedo entender como la vida debe seguir si alguien que jamás ha dañado a otro, tenga que hacer un atajo en su existencia, para padecer una innombrable enfermedad. Ha decir verdad y siendo mi fe, le pedí a la santa de Los Andes, que me entregara toda amargura y padecimiento anímico, porque a ese ser maravilloso que la vida puso en mi ruta otrora colmado de tristeza; el ánimo y la fuerza, le han acompañado en todo este transitar, para mis ojos ha sido el sollozo varonil, aunque me repita millares de veces que debo ser fuerte, la verdad es que la vida me ha mostrado el lado más penoso que la luna entrega en cada noche, mientras he sentido que la subsistencia ha sido tan injusta, porque la más noble mujer que habita en el foro penal, la más bella, inteligente, deferente, transparente, justa y tolerante, ha debido padecer -de seguro en un paréntesis en su vida- una enfermedad que le ha dejado fuera de lo que ama por algún tiempo. Sin embargo, seguro que aquella ha de superarlo y creo firmemente que, aunque caminaremos por senderos de espinas crueles, flores de plástico encapuchadas entre rosas, por estelas nebulosas y brumosas, no deberíamos perder la confianza en que habrá una mañana mejor.
He sabido lo que es vivir con pena…y sigo en ello, tratando de buscar el lado amable de este padecimiento. “El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor.” Señaló Fiodor Dostoievski. Asimismo, “El dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro”. Reafirmó Concepción Arenal.
Ergo, la luz que podrá ayudarnos en esa ruta es la inteligencia, unida al valor, al compromiso y al temple bien forjado. Saber que durante la noche más oscura es posible encontrar las más bellas estrellas y que entre los cactus también -como nos consta- brotan hermosas flores. Por eso, sé que la más hermosa Defensora-que sigue llena de energía- pronto volverá a Talagante y para estimular aquel retorno, le honro con el poema que algún día le hice llegar.
La Hermosa Mujer de la Justicia:
Era una mañana de invierno en una sala penal,
en la armadura judicial del centro de justicia provincial.
El frío se colaba por entre argumentos rebuscados,
mis incoherentes tesis y el sutil aroma de tu sello
o la estela que dejaste de regalo en el ambiente.
Tus lisonjeras extremidades habían quedado
Rubricadas perennes en mis ojos letrados,
proyectadas en la mirada leguleya del oficio diario,
martilladas y esculpidas deliciosamente a fuego lento
en la glándula pituitaria de mi silla turca,
en cuya esencial memoria se abrazaba como hiedra
y cual polizonte afecto anidada en mi cerebro.
En aquella audiencia, sacaba con mis dedos
las letras de tu nombre que aturdían el aura de mis palabras.
Se habló de millares de cosas, de tramas y teorías,
En cada vocablo me aparecía la imagen de tus remos carnales
que bellamente -cual diosa griega o romana de la justicia-
Como Temis o Iustitia, ingresaban erguidas a esa solemne sala.
Te sentabas a mi lado e iluminabas cada pasaje, cada frase,
cada argumento y sus versos en el mejor contexto;
Convenciendo –en medio del silencio- sin palabra alguna,
solo con la huella de la silueta sutil de tu caminar de gacela,
Embelesando a la audiencia y al Juez creyente dueño del derecho,
que agobiado por la escena y embobado de ese entorno
te observaba turulato desde su sitial lugar en el estrado.
En un cerrar de ojos humanos,
te posaste en una esquina de la sala.
Y en un cuño celestial, jurídico y mágico,
te transformaste en la escultura de la mujer de la justicia
que los romanos ya habían rubricado y esculpido,
dejando esa imagen en la memoria.
Y por justa, vendada de los ojos mujer armoniosa;
portabas en una de tus manos la típica balanza
y en la otra, una espada en posición de descanso,
mientras tus dotadas piernas eran sutilmente besadas
por la caída de la seda de un vestido blanco.
y yo olvidándome del derecho, dejaba en mi mente mundana
el fervor por el perfil maravilloso de tu piel lozana.