La (aún siempre frágil) independencia judicial . Parte 2. Por José Ignacio Rau Atria

Nov 17, 2021 | Opinión

José Ignacio Rau Atria. Juez del Tribunal Oral en lo Penal de Temuco.

El desafío para Chile en este momento constitucional debe llevarnos a mirar la experiencia que podamos recoger de nuestro vecindario y desde el otro lado del mar por el levante, para rediseñar la organización jurisdiccional, advirtiendo, como faros para mejor guiarnos, tanto los temores como las virtudes de la administración de lo judicial.

Las primeras luces de alerta deben estar puestas sobre la sostenida, soterrada o evidente corrupción campante. De aquello lamentablemente ha sido presa, históricamente, la situación judicial en el Perú, al punto tal que, a pesar de muchos intentos de corregir el sistema, motivó recientemente a una profunda reforma en el pasado reciente, con la eliminación del órgano anterior de gobierno de la judicatura (el Consejo Nacional de la Judicatura), y su reemplazo por uno nuevo (la Junta Nacional de Justicia), con diferentes requisitos de ingreso para sus titulares y nuevas reglas de control de su funcionamiento, en la esperanza de bloquear de la mejor manera posible el influjo de dicho flagelo.

Las segundas miradas, apuntando a la indebida sobre injerencia de la política contingente. Esto ocurre en el caso argentino, donde la politización judicial proviene de la intervención directa de miembros del poder político por antonomasia, el Congreso, con 6 legisladores como integrantes del Consejo de la Magistratura, de un total de 13 consejeros, más un séptimo con igual cariz político elegido por el presidente de la República, y dos más electos por abogados con matrícula federal, donde sus decisiones son abiertamente político-partidistas.

Una tercera luz de advertencia debe mirar a la manoseada y gatopardezca pretensión de “democratización” de la justicia en reacción a un esquema dictatorial. Esta es la experiencia del caso español, en que se pretendió desapoderar al Gobierno posfranquista de las competencias y funciones sobre el poder judicial que pudieran comprometer o menoscabar la independencia de los tribunales de justicia, pero no se logró por una mala decisión política, ya que con tal afán se promovió una ley orgánica que implicó que los 20 vocales que integran el Consejo terminaran siendo decididos por los partidos en sede legislativa, constituyendo preocupación permanente de alerta y reparos por el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), dependiente del Consejo de Europa, entre otros.

Una cuarta anomalía reparamos que existe en la autogeneración y el funcionamiento corporativista en extremo. Vemos que este indeseado fenómeno existe, por ejemplo, en el sistema colombiano, donde el autogobierno judicial se ha tornado en absoluto porque, de los 9 miembros del Consejo de Gobierno Judicial, tres son los presidentes de la Corte Suprema, del Consejo de Estado y de la Corte Constitucional, siendo los demás integrantes el gerente de la Rama Judicial (nombrado por el propio Consejo) y tres miembros permanentes de dedicación exclusiva nombrados por los demás miembros del ¡mismo! Consejo de Gobierno Judicial, quedando un representante de los magistrados de primera y segunda instancia y un representante de los empleados de la Rama Judicial.

Y, al menos, una quinta nota de temor vislumbramos ante la confusión de atribuciones por falta de real autonomía, como en el caso mexicano, ante el solapamiento de roles en las cabezas de los órganos judiciales y de administración, que dependen de una sola y la misma alta autoridad jurisdiccional, porque los siete miembros del Consejo de la Judicatura Federal, son, precisamente, el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, quien también lo es del Consejo, más otros tres designados por el esa Corte de entre los demás Magistrados y Jueces; y los restantes, dos Consejeros designados por el Senado, y uno por el Presidente de la República.

Qué duda cabe que esos temores se suscitan por la forma de integrar o escoger a los miembros del órgano de rectoría judicial.

En busca de las virtudes, al contrario, podemos mirar hacia los ejemplos que nos proporciona el diseño estructural en los siguientes casos:

Bélgica, de cuyo Consejo Superior de Justicia la mitad son jueces, designados por el conjunto de los magistrados del país, y el resto, miembros no judiciales (abogados, miembros de la sociedad civil y profesores de universidad o de escuela superior), son elegidos por el Senado.

O Italia, con un Consejo Superior de la Magistratura de 27 miembros, tres de los cuales integran por derecho propio -el Presidente de la República, que lo preside, más el Primer Presidente y el Procurador General del Tribunal de Casación-, y de los restantes, dos tercios son elegidos por todos los magistrados ordinarios de entre los pertenecientes a las diversas categorías judiciales; y tercio restante, por el Parlamento de entre catedráticos universitarios en materias jurídicas y abogados con experiencia, gozando así el sistema judicial de autonomía e independencia externa respecto de las ramas políticas del gobierno, así como independencia interna respecto de los otros magistrados.

O incluso Portugal, donde el Consejo Superior de la Magistratura, formado por 17 miembros, si bien es presidido por el mismo presidente del Tribunal Supremo, y no se conforma con mayoría de judiciales, se compone de siete jueces elegidos por y entre estos de acuerdo con el principio de representación proporcional, quedando el presidente del país con opción de nombrar a dos vocales y el Parlamento a los otros siete vocales no jueces restantes.

Y, por último, si nos preocupa lo de la participación de la sociedad civil en general, como elemento aún más legitimante, podemos mirar el modelo que representa el Consejo de la Judicatura del ecuador, que, con un número al parecer exiguo y sin contemplar la intervención directa de los jueces y las juezas del país en el mismo ni en su conformación, como se sugiere, consagra una razonable participación deliberativa, al verse este integrado por 5 delegados, elegidos por el plural Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, a través de un proceso público de escrutinio con veeduría y posibilidad de una impugnación ciudadana, de entre ternas enviadas por el Presidente de la Corte Nacional de Justicia, el Fiscal General del Estado, el Defensor Público, el Ejecutivo y por la Asamblea Nacional.

Modelos virtuosos que seguir existen -así como otros no tantos que obviar y de los cuales aprender-, para lograr el mejor diseño institucional con miras a una judicatura en la nueva carta fundamental que en Chile, por fin, permita asegurarle a cada justiciable, no un remedo de tal, sino un verdadero debido proceso.

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