En su último informe, el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura levantó cifras que, aunque ya no son novedosas, siguen siendo impactantes, respecto de la situación de las personas privadas de libertad en Chile. En dicho informe no sólo se levantan preocupantes cifras de sobrepoblación y hacinamiento a las que ya nos hemos acostumbrado, sino que adicionalmente se constata (i) la existencia de diversas conductas omisivas desde la institucionalidad penal que impactan en la generación de círculos de violencia intra penitenciarios; (ii) la falta de medidas de protección a víctimas de violencia en cárceles y; (iii) el uso excesivo e injustificado de la fuerza por parte de funcionarios/as en contra de personas recluidas, entre otras consideraciones.
Todo ello se produce en el contexto de un sistema penitenciario que crece de manera inorgánica y sostenida en el último tiempo. Sólo entre enero de 2023, y julio de 2024, la población penal en sistema cerrado (es decir, totalmente privada de libertad) aumentó de 50.000 a 60.000 personas, lo que supone un aumento de un 20% de la población penal en apenas 18 meses, dando cuenta de un incremento desenfrenado e inorgánico de la población recluida, que -a pesar de que resulte contraintuitivo- no se condice con las cifras de criminalidad, sino que obedece a un conjunto de políticas legislativas autónomas implementadas en el último tiempo de manera irreflexiva. Esto es relevante, pues el problema levantado por el MNPT recientemente (y por tantos otros informes con anterioridad) es un problema de política pública (criminal) y humanitario, en exponencial aumento, que se recrudece en la medida en que la población penal aumenta.
Dicho aumento exponencial de la población penal, y de los problemas estructurales asociados al encarcelamiento, no ha venido de la mano de una genuina preocupación estatal por la institucionalidad penitenciaria. En efecto, más allá de la promesa de construcción de nuevas cárceles, lo cierto es que la normativa y las instituciones que intervienen en la privación de libertad han permanecido totalmente olvidadas en el debate público, probablemente bajo la percepción de que la preocupación por la institucionalidad penitenciaria puede ser socialmente percibida como falta de dureza contra el delito, a pesar de que -en rigor- dicha falta de institucionalidad sólo repercute en contra de la propia solidez de nuestra política criminal, y en los estándares mínimos de dignidad en el cumplimiento de las sanciones penales. Dicho abandono puede constatarse rápidamente si se analiza el devenir legislativo de dos instituciones de relevancia en lo que acá se comenta: la ley de ejecución de penas, y la creación de tribunales de ejecución de penas.
La ley de ejecución de penas fue parte del programa de gobierno del presidente Boric (p. 198), buscando expresamente “mejorar la protección jurídica de las personas privadas de libertad”, y mejorar las condiciones materiales de las cárceles. A pesar de dicha promesa de campaña, lo cierto es que la implementación de esta reforma, y de los tribunales de ejecución, están lejos de hacerse realidad. Actualmente, el proyecto con mayor proyección legislativa es el tramitado bajo el Boletín 12.213-07, que busca dar alguna orgánica a la regulación de los jueces de ejecución de penas, e incorpora principios a nivel legal para regular dicha fase. Dicho proyecto, sin embargo, fue ingresado en octubre del año 2018, y a ya 6 años de ello, se encuentra recién en segundo trámite constitucional, sin que haya razones para creer que puede ver la luz prontamente, mucho menos en un año electoral. Ello es preocupante, pues tanto la ley de ejecución de penas como los tribunales de ejecución permitirían dar un mínimo de institucionalidad para legitimar y controlar el cumplimiento de las penas privativas de libertad en Chile, permitiendo dar condiciones y herramientas para el resguardo de garantías mínimas durante la privación de libertad y controlar su cumplimiento, lo que se vuelve cada vez más necesario en la medida que la privación de libertad se alza como la respuesta unívoca al fenómeno del delito.
El panorama es, por tanto, preocupante. Mientras el temor ciudadano aumenta (también de manera diferenciable de los índices de criminalidad), la respuesta legislativa exclusivamente favorece el sobre encarcelamiento irreflexivo, sin poner un real foco en las causas de dicho temor. Y mientras la población penal aumenta, sus condiciones de vida se destruyen progresivamente, creando verdaderas bombas de tiempo humanitarias, afectando a cada vez más personas de manera cada vez más intensa. A pesar de ello, y a pesar del rol de garante que pesa sobre el Estado en la materia, no se ha avanzado en ninguna reforma que permita dar controles normativos y judiciales a la ejecución de penas. Un mínimo de institucionalidad exige la creación de una ley de ejecución de penas, y la implementación de tribunales de ejecución especializados.