Independencia de los jueces y el caso Frei Montalva. Por Lamberto Cisternas

Feb 1, 2021 | Opinión

Lamberto Cisternas. Exministro de la Corte Suprema.

Múltiples comentarios o reflexiones se han formulado a propósito de los fallos dictados en la causa que se sigue para determinar si la muerte del ex Presidente de la República Eduardo Frei Montalva fue o no producto de un homicidio. Ello puede estimarse demostrativo, entre otras cosas, del gran aprecio que las ciudadanía mantiene por ese gran hombre público, suscitando un malestar espontáneo por su posible asesinato, o porque no se lo deja reposar tranquilo. O de la polarización que esa misma ciudadanía experimenta frente a los  hechos ocurridos en el período en que falleció,  que explica el fuego cruzado que hemos presenciado.

La opinión que presento en esta columna va orientada en un sentido diferente, pues pretende mirar lo que ha ocurrido  pensando en la perspectiva de los jueces, específicamente en cuanto a su independencia, que es un atributo y una condición que la sociedad les exige y que ellos custodian y cultivan celosamente.

La independencia, esto es, la libertad de quien no es tributario ni depende de otros, es el principal atributo o característica que cabe predicar respecto del juez o del órgano jurisdiccional y que emana de la esencia misma de su función.

Requiere en su despliegue práctico -esto es, en su vivencia diaria- tanto de equilibrio interno, en lo intelectual y emocional, como de fortaleza en el ámbito externo, para que efectivamente el juez no sea tributario ni dependa de nadie ni de nada, que no sea el ordenamiento jurídico, el contenido o mérito de la causa o expediente, y el sano criterio.

Aparentemente fácil de comprender y sencillo de hacer realidad. Pero, en verdad, muy complejo en lo conceptual, por la relatividad de las expresiones “equilibrio”, “fortaleza”, “ordenamiento”, “sano criterio”, por ejemplo; y difícil de hacer realidad frente a las diversas circunstancias externas que rodean el fenómeno del juzgamiento.

Para graficar en alguna medida esa complejidad, basta detenerse sólo en uno de esos conceptos, el equilibrio, que no es algo abundante ni espontáneo; por el contrario, es escaso y necesita elaboración. Es fruto de un proceso casi dialéctico, que requiere de apertura a la posibilidad de distintos escenarios o extremos, de voluntad de búsqueda entre esos extremos, y de adecuación íntima a la decisión que se adopte, como imperativo ético.

La independencia -ya está dicho- se predica respecto de los jueces y del órgano jurisdiccional, porque le interesa a la sociedad como un todo, a las personas que reclaman  justicia y a los jueces. Por ello, el sistema se encarga de asegurarla, entre otras medidas con la nueva mirada  de las sentencias hecha por tribunales superiores, lo que se obtiene a través de los recursos. De ahí que una opinión definitiva sobre el “juicio de los jueces” solo pueda emitirse al término del proceso completo; sin perjuicio, claro está, que pueda opinarse sobre cada una de sus etapas, aunque no debería perderse  de vista que es algo provisorio; y sin perjuicio también que el resultado final, aunque deba acatarse, no satisfaga a más de alguien, sea en  lo  jurídico, en lo emocional o en lo político.

En el caso de que se trata tenemos hasta la fecha dos pronunciamientos: uno de primera instancia, emitido por un ministro de corte, que actuó como juez unipersonal en cumplimiento de la designación de sus superiores; y otro, emitido por tres ministros de corte que actuaron como tribunal de apelación. El primero condenatorio y el segundo absolutorio. Se debe esperar, porque se ha anunciado la interposición de recursos, el pronunciamiento de la Corte Suprema, que será el final dentro de la jurisdicción nacional.

Frente a estos dos fallos contradictorios, varias personas me han formulado la pregunta obvia: ¿en qué etapa falló la independencia?; porque el ciudadano común  no logra explicarse esa contradicción sino por obra de factores externos que han debido presionar a los jueces, pensamiento que se siente facultado a extender  a otros casos penales o de distintas  materias.

Mi respuesta está implícita en las afirmaciones anteriores: el juez -o los jueces- se enfrentan al caso que se les propone tratando de actuar con equilibrio y fortaleza, respetando el imperativo ético de ser coherente con su apreciación de los antecedentes del proceso y la conclusión que de ello les surge. Eso puede dar como resultado, como en este caso y en muchos otros, diferentes pronunciamientos, para lo cual el sistema tiene remedios, que debiera tratar de perfeccionar permanentemente.

Debe recordarse que el caso se lleva según las normas del sistema procesal penal antiguo, en que el juez investigaba -o dirigía la investigación-, acusaba y sentenciaba. En este proceso eso duró muchos años, durante los cuales las partes pidieron insistentemente diligencias -algunas de largo aliento- y el juez las aceptó y dispuso otras; produciéndose una vinculación suya con la causa que lo llevó a la convicción que tradujo en su sentencia. Nadie debió olvidar en ese momento que esa conclusión era provisoria, lo que obligaba, especialmente a las partes y a quienes estaban en cualquier posición de autoridad, a actuar con  prudencia, sin perjuicio de poder emitir sus opiniones, pero sobre esa base. No se ve, entonces, motivo para dudar de la independencia de este juez.

Como se sabe, esta incómoda situación del juez del sistema antiguo está actualmente superada, pues la investigación la lleva el fiscal, quien  presenta al tribunal, que en asuntos de este tipo es colegiado, su “teoría del caso”, la que se contrasta con la que presenta la defensa, quedando ambas sometidas al rigor de las pruebas aportadas y al juicio de ese tribunal.

El segundo fallo fue dado por un tribunal colegiado, integrado por tres pares del juez instructor -lo que representa una cierta incomodidad-, pero que no estaban vinculados con el desarrollo jurídico y humano de la causa, lo que constituye una ventaja y acerca su posición a lo que es actualmente un recurso de nulidad penal, que es conocido por la corte respecto de lo decidido por un tribunal oral.

Las limitaciones de estos jueces eran claras: lo planteado por las partes en sus recursos y la acusación formulada por el juez instructor. Su  material de trabajo: la relación, los alegatos y el proceso (recursos, sentencias y pruebas). Larga tarea para materiales tan abundantes, pero la emprendieron en conjunto, con el compromiso de revisar todos los aspectos comprometidos para obtener la convicción que les demanda la ley, guardando la coherencia ética de rigor, y luego de ello expresaron su decisión de manera clara y comprensible, con indudable independencia.

La última palabra no está dicha, pues existe la posibilidad de recurrir al tribunal superior, pero sólo respecto de asuntos de derecho -formales y de fondo-, sin que sea posible variar los hechos ya establecidos en la segunda sentencia, a menos que se demuestre que sus jueces aplicaron mal las normas de apreciación o valoración de la prueba. Y nuevamente podrán ser cuestionados los jueces que deban resolver en esta tercera etapa, pero el sistema seguirá preocupándose de resguardar la independencia de los tribunales, a lo que contribuye en medida importante la cada vez mayor transparencia que existe en sus actuaciones.

Resta decir que ese fallo futuro podrá mantener o variar lo resuelto recientemente, volviendo de nuevo a la palestra el tema de la independencia de los jueces. La decisión podrá ser por unanimidad o por mayoría, lo que, aunque jurídicamente vale igual, será también aprovechado -en la segunda posibilidad- para cuestionarlo más duramente por quienes tengan interés en hacerlo. Mientras tanto, en el mundo extrajudicial -político, histórico y  emocional- se seguirá enfocando el asunto con las miradas que corresponden a  esos ámbitos y dentro de sus propios parámetros, porque en ese mundo poco o nada interesa la verdad judicial.

 

 

 

 

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