José Ignacio Rau Atria. Juez del Tribunal Oral en lo Penal de Temuco.
En el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, celebrado en Milán en 1985, y confirmados por la Asamblea General de la misma organización internacional en sus resoluciones 40/32 y 40/146 de noviembre y diciembre de 1985, de la que Chile forma parte y que no todos parecen recordar, sobre todo en el órgano encargado para la preparación de un nuevo texto constitucional, se aprobaron hace más de 35 años los Principios Básicos Relativos a la Independencia de la Judicatura, es decir, aquellos postulados internacionales mínimos que los estados signatarios deberían respetar para lograr precisamente aquello que el acuerdo dispuso: ser herramientas para garantizar y promover la independencia de la judicatura, y ser tenidos en cuenta y respetados por los gobiernos en el marco de la legislación y la práctica nacionales y ser puestos en conocimiento de los jueces, los abogados, los miembros de los poderes ejecutivo y legislativo y el público en general.
Entre estos, la contingencia obliga a recordar que, obviamente, al comienzo de la ordenación que los enlista se encuentran los que refieren directamente a la independencia de la judicatura, ni más ni menos, concepto respecto del cual se han nublado las visiones en la discusión normativa aludida. Y precisamente el primero señala que (1) “la judicatura será garantizada por el Estado y proclamada por la Constitución o la legislación del país” y que “todas las instituciones gubernamentales y de otra índole respetarán y acatarán la independencia de la judicatura”.
La expresión ‘todas’, por cierto, no tiene excepciones asociadas.
Pues bien, esa garantía de la judicatura es “el conjunto de instrumentos establecidos por las normas [idealmente, digo yo] constitucionales con el objeto de lograr la independencia y la imparcialidad del juzgador”[1], e indudablemente tienen un “un doble enfoque, pues al tiempo que se utilizan en beneficio de los miembros de la Judicatura también favorecen la actuación de los justiciables”[2]. Es decir, protegen al juzgador en favor de los destinatarios de la labor judicial, lisa y llanamente: los justiciables.
Y así tan es, entonces, que como corolario de aquello en el siguiente principio se establece que (2) “los jueces resolverán los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo”.
O sea, el entramado de las instituciones e instrumentos que se aplican a los miembros de la Judicatura, que está relacionado concretamente con la responsabilidad y la autoridad de los juzgadores, tanto como con la estabilidad y su remuneración, existe precisamente para que la concentración de estos esté enfocada solo en el caso y la ley aplicable al mismo. Y nada más. Pero, insisto, parece que esto es baladí y tiende a licuarse para algunos.
Esta independencia aparece, además, reforzada por fuera si consideramos que como tercer principio se recoge que (3) ”La judicatura será competente en todas las cuestiones de índole judicial y tendrá autoridad exclusiva para decidir si una cuestión que le haya sido sometida está dentro de la competencia que le haya atribuido la ley”, y que como (4) aparece que “No se efectuarán intromisiones indebidas o injustificadas en el proceso judicial, ni se someterán a revisión las decisiones judiciales de los tribunales…”, sin perjuicio del igualmente reconocido por el orden internacional derecho al recurso y a la mitigación de las penas en sede administrativa conforme a la ley.
Luego, en otra dimensión de lo mismo, el siguiente principio (5) dispone que la judicatura se deba ejercer por los tribunales de justicia ordinarios solo con arreglo a procedimientos legalmente establecidos, como un derecho a favor de persona a ser juzgada así, y por eso, el texto complementa, con que “no se crearán tribunales que no apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que corresponda normalmente a los tribunales ordinarios”, y a continuación, reforzando la idea, aparece que la independencia de la judicatura como principio marco, (6) “autoriza y obliga… a garantizar que el procedimiento judicial se desarrolle conforme a derecho, así como el respeto de los derechos de las partes”. Es decir, son a la postre estos quienes tienen derecho a que los jueces y las juezas, entonces, realicen su labor sin mirar hacia ningún otro lado que pudiera distraerlos de aquello para lo cual han sido investidos.
Finalmente, en esta parte, bajo el principio siguiente se insiste en el mandato internacional de que (7) “cada Estado Miembro proporcionará recursos adecuados para que la judicatura pueda desempeñar debidamente sus funciones”, y una lectura amplia de la prescripción debería llevarnos a entender que esos recursos no solo son los financieros y materiales, sino los que en general como medios y mecanismos se permita el logro del fin que señala.
Contar con la mejor estructura para blindar esa independencia, para que la función jurisdiccional sea eso que pregonan, una función pública ejercida en nombre de los pueblos por medio de un debido proceso, de conformidad a la Constitución, las leyes y los estándares internacionales de derechos humanos, como los de la propia organización mundial mencionada -las Naciones Unidas, a nivel global-, y los del sistema interamericano, obliga a respetar honestamente los postulados aludidos, y no solo aquellas recomendaciones o estándares que se adecúen a las personales aspiraciones de los implicados en un nuevo diseño de la estructura fundamental del país.
Cuando hoy, con un inconmensurable mayor acceso al conocimiento que en 1985, -y habida cuenta de muchos otros instrumentos y acuerdos internacionales adoptados luego en la materia, tanto a nivel global como regional-, se propone una judicatura de instancia a plazo fijo o mecanismos que no apuntan al desempeño libre de presiones de la labor jurisdiccional, y quien sabe qué otra cosa, no cabe más que concluir que, encubriendo acaso una ignorancia acomodaticia, se desdeña el avance de los derechos humanos, se desconoce claramente la finalidad última de la independencia judicial y, al contrario de lo que se ha enarbolado, se aleja al justiciable del acceso a la justicia en todo su mayor concepto.
“La independencia judicial es un conjunto de garantías destinadas a asegurar su imparcialidad, respecto de las partes en causa y respecto de las otras instituciones políticas y sociales, y a proteger las libertades de los pobladores del Estado”[3], reitera la doctrina, y cuando ese tercero llamado a ejercer jurisdicción deja de ser imparcial, impartial e independiente, las partes dejan de tener un juez o una jueza que resuelva el conflicto que los ve enfrentados. Así de simple.
Por todo ello, respondiendo la pregunta del epígrafe: con absoluta convicción, sí.
[1] ROSALES, Carlos y MARTÍNEZ, María G. (2011), “Las garantías jurisdiccionales de los impartidores de justicia”, publicado en revista Nuevo Derecho, Facultad de Derecho, Ciencias Jurídicas y Políticas, Institución Universitaria de Envigado, Vol. 7, Nº 9, julio-diciembre de 2011, Medellín. pp. 59-70.
[2] FIX-ZAMUDIO, Héctor y COSSÍO, José R. (1999). “El Poder Judicial en el Ordenamiento Mexicano”. México: Ed. FCE.
[3] Guarnieri, Carlo y Pederzoli, Patrizia (1999). “Los jueces y la política”, 2ª. Edición en español. España:
Ed. Taurus