Camila Guerrero, directora de Derecho Penal de la Asociación de Abogadas Feministas de Chile, ABOFEM (a la derecha).
Laura Dragnic, vocera de ABOFEM e integrante de Corporación Miles (a la izquierda).
El asesinato de Norma se suma a la larga lista de femicidios acaecidos en Chile durante este 2020, con ella, ya son 29. Este caso, se suma -además- a la lista de femicidios que han estado antecedidos de denuncias previas ante Carabineros, PDI, Fiscalía o Tribunales de Familia. Es decir, casos en los que las mismas víctimas alertan al Estado que están viviendo una situación de violencia que debe ser detenida, precisamente, para evitar que se transforme en un caso de violencia extrema en razón de género. A modo de ejemplo y según refleja el estudio de la Asociación de Municipalidades de Chile, en el 28% de los casos de femicidio ocurridos entre los años 2014 y 2018 existió una denuncia previa ante Carabineros.
Lo anterior es particularmente relevante, si consideramos que uno de los principales problemas de acceso a la justicia, es precisamente el hecho de que muchas víctimas no revelan o demoran tiempo en develar la violencia específica que les afecta, producto además de una serie de factores de violencia estructural que puedan intersectar con la misma. Si bien esta situación aún sigue siendo una barrera potente que debe ser abordada a través de políticas públicas integrales, ya que depende en gran medida de la confianza depositada en el proceso penal y de familia, como mecanismos válidos de solución de conflictos, lo cierto es que las cifras constantes de femicidios son un llamado urgente a repensar la efectividad de las medidas de protección para las víctimas de violencia de género, en el marco de una institucionalidad acorde que pueda atajarla a tiempo y no solo dedicar todos los esfuerzos a sancionar a los culpables cuando el Estado haya llegado tarde.
Cuando las denuncias corresponden a violencia intrafamiliar, estas pueden dar lugar al otorgamiento inmediato de una medida cautelar o una medida de protección, de acuerdo a lo establecido en el artículo 7º de la Ley 20.066 o ley de violencia intrafamiliar. De esta manera, en los casos en que exista “una situación de riesgo inminente para una o más personas de sufrir un maltrato constitutivo de violencia intrafamiliar, aun cuando éste no se haya llevado a cabo, el tribunal, con el solo mérito de la denuncia, deberá adoptar las medidas de protección o cautelares que correspondan”.
Este es un procedimiento relativamente expedito, que permite otorgar protección a mujeres que se encuentran en una situación de riesgo inminente, por lo tanto, permite -al menos en términos formales- alertar de una situación que es meritoria de protección estatal, ya sea mediante rondas periódicas de Carabineros, órdenes de alejamiento del agresor respecto de la víctima, entre otras medidas urgentes.
Sin embargo, cuando hablamos de violencia de género, el otorgamiento de medidas proteccionales del artículo 7º de la Ley de Violencia Intrafamiliar tiene dos problemas fundamentales: el primero, es que su ámbito de protección es muy limitado para poder abordar este fenómeno en toda su complejidad, y, el segundo, que la infraestructura necesaria para poder dar cumplimiento efectivo a estas medidas plantea una serie de falencias que hacen difícil que medidas de esta naturaleza puedan responder a su objetivo central, esto es: proteger a las víctimas ante las primeras manifestaciones de violencia en su contra y detener tempranamente el avance y recrudecimiento de la misma.
El primero de estos problemas, tiene que ver con que la Ley de Violencia Intrafamiliar solo aborda las violencias que acaecen dentro de la familia, y con ello, establece requisitos que en una parte importante de los casos de violencia de género, no siempre se dan. Así, el artículo 5º de la referida ley, restringe su aplicación a los parientes por consanguinidad o por afinidad en toda la línea recta o en la colateral hasta el tercer grado inclusive. En términos simples, se circunscribe su aplicación a: suegro, nuera, padres de hijo en común, a los cónyuges o ex-cónyuges y a quienes conviven o han convivido.
Por lo mismo y según podemos ver, esta ley protege a las personas en tanto son partes de un tipo de núcleo familiar y/o han generado relaciones afectivas que impliquen compartir un hogar común. Esto es de vital importancia para entender la insuficiencia de la ley de violencia intrafamiliar para hacer frente a las primeras manifestaciones de violencia de género: tal como está redactado su artículo 5°, queda establecido que a las personas no se las protege en tanto víctimas de violencia de género, sino que por el rol que estas tienen dentro de determinadas relaciones afectivas familiares. El alza de las denuncias por violencia de género en época de pandemia y de la comisión del delito de femicidio (que con los ajustes de la ley Gabriela sólo se transparenta la cifra negra que siempre ha existido), es sintomático de la severa falencia de nuestro sistema, y nos evidencia de la forma más cruda los efectos de reconocer y proteger únicamente una determinada concepción de familia como núcleo fundamental de la sociedad, y no la protección de mujeres y disidencias en tanto sujetas de derecho.
La segunda dificultad de la Ley de Violencia Intrafamiliar tiene que ver con la falta de una infraestructura compleja que permita garantizar la eficacia de las medidas de protección decretadas. Como observamos previamente, el delito de femicidio es expresivo de que Chile no tiene una institucionalidad suficiente que permita el cumplimiento efectivo de medidas de protección. Esto resulta incluso más complejo tratándose de aquellos casos que no se encuentran comprendidos en la Ley de Violencia Intrafamiliar.
Ya que aún cuando en estos casos las víctimas requieren de una intervención expedita de la justicia, como lo es el otorgamiento de una medida de protección, esta posibilidad no está dentro del sistema penal en los términos en que sí existe en la Ley de Violencia Intrafamiliar. Por lo tanto, para que una medida de protección sea posible en sede penal para este tipo de delitos, se requiere de procesos a veces más largos y complejos. Esta realidad no responde a la necesidad que muchas veces presentan las víctimas: sólo necesitan una medida eficiente de protección que las resguarde.
El caso de Norma es particularmente ilustrativo de la falta de eficacia de las medidas de protección. Ella advirtió la necesidad de la intervención de su institución como funcionaria publica que compartía funciones con su agresor y de la justicia al denunciar un intento de violación. Por ello, el 9º Juzgado de Garantía le otorgó una orden de alejamiento a su favor y pese a ello, la advertencia de su necesidad de protección fue infructuosa, ya que aun habiéndose decretado esa medida a tiempo, no detuvo la realización de su posterior femicidio. Por lo mismo, debemos reconfigurar y deconstruir a nivel de sistema, la forma de acompañamiento de los procesos de violencia de género y la forma en que se fiscaliza el cumplimiento de las medidas decretadas, de manera tal que se haga posible la promesa que se le hace a las víctimas: protegerlas a tiempo frente a la violencia, resguardando su vida, su dignidad y su integridad física, psíquica y sexual.
No obstante lo anterior, pensar en la posibilidad de otorgar medidas de protección rápidas y eficaces para las víctimas de violencia de género -más allá del lugar que ocupen dentro de una familia- es sólo un primer avance -que resulta de extrema urgencia- en la prevención de la violencia de género más extrema. La transformación de nuestro ordenamiento jurídico a uno que reconozca a las mujeres y disidencias como sujetos de derecho requiere de operadores jurídicos que apliquen efectivamente las normas con perspectiva género, haciendo eco de los diversos lineamientos institucionales que ya se han ido dictado en la materia. En este sentido, no bastan normas que dispongan deberes de acción, sino que requerimos de personas que puedan integrar esta perspectiva en su totalidad. Para ello, la indicación de un deber no es suficiente, y debemos apostar a generar una institucionalidad estatal que deje de reproducir una cultura patriarcal.
En esta línea, es importante destacar los cambios que promete la -aún en tramitación- Ley por una vida libre de violencia. Esta Ley se pone el desafío de proyectar una institucionalidad completa que ponga fin a la violencia de género. En ese sentido, la Ley incide en el ámbito de la educación de la ciudadanía, no sólo en espacios formales como la escuela y la universidad, sino que también a través de mecanismos más informales de educación, como los medios de comunicación. A su vez, promueve transformaciones en materias de salud y acceso a la justicia, destinando presupuesto público para ello.
La tramitación de esta ley -que fue presentada en enero del 2017- ha sido particularmente lenta, con cientos de indicaciones que aún se encuentran pendientes de resolución. Sin embargo, la violencia de género no sigue los ritmos parlamentarios y los femicidios no se detienen a la espera del avance de las agendas legislativas. La construcción de un ideal de justicia con perspectiva de género, que ponga a las víctimas -especialmente mujeres y disidencias- al centro de la discusión política no solo es posible, sino que imperativo y necesario, pues sólo así podremos encaminarnos hacia la efectiva erradicación de la desigualdades sociales estructurales, y permitirnos lograr tener una vida libre de violencia.