Marco Montero Cid es el Defensor Regional de Ñuble.
En momentos que la autoridad sanitaria ha levantado las medidas preventivas para el control de Covid 19 y la población comienza a recuperar mayores espacios de libertad retornando a su vida habitual, tanto en la esfera de lo público y lo privado, están quienes persisten en perpetuar en el tiempo prácticas o formas de funcionamiento ideadas y toleradas para un contexto excepcional, pero que que dada las condiciones actuales resultan totalmente innecesarias e injustificadas.
Basta recorrer las dependencias de los tribunales de justicia para observar que gran parte de los jueces no presiden las audiencias de manera presencial y desde sus estrados, como era común antes de la emergencia sanitaria, sino que han optado por continuar realizando su labor de manera remota, esto es, administrando justicia y aplicando el derecho a través de una pantalla de un televisor, lo que lleva a preguntarnos cuan admisible es esta forma de operar en las actuales circunstancias y si ello se condice con la naturaleza propia de la función jurisdiccional.
Sin duda, uno de los principales avances de la reforma al proceso penal fue la maximización de las garantías individuales y la inmediatez como uno de sus principios rectores, que releva la importancia que tiene el contacto personal y directo del juez con las partes y la prueba, otorgando plenas garantías de independencia e imparcialidad.
Por otra parte, y siguiendo el criterio interpretativo de la propia Corte Suprema quien, en numerosos fallos, considera arbitraria e ilegal una decisión que contraría el principio de razonabilidad por carecer de motivación o ser ésta insuficiente, cabría preguntarse qué podría justificar y cómo debiéramos calificar una audiencia en que están presentes en la sala del tribunal el imputado, su defensor, la víctima, los testigos, el fiscal, personal de gendarmería e incluso, el funcionario de acta, pero no el juez, quien lo hace conectado en forma remota desde su domicilio o despacho.
Toda persona que demanda una efectiva y oportuna tutela judicial de sus derechos se genera la razonable y legitima expectativa que su caso será conocido por un juez quien, en tanto autoridad y como la indica la costumbre, estará presente en el tribunal, interactuando desde el estrado con los interesados, dirigiendo el debate, oyendo las alegaciones de las partes, recibiendo y valorando la prueba y aplicando la ley. Se trata de una labor muy relevante en tanto están comprometidas cuestiones relativas al ejercicio de nuestros derechos y libertades individuales.
De modo que la presencia de un juez en un estrado no es algo accesorio o baladí, que además del fundamento normativo tiene una carga simbólica, en tanto representa y es demostrativo del genuino interés y preocupación del Estado por conocer y dirimir -conforme a derecho y de manera imparcial- la cuestión sometida por las partes a su conocimiento, reestableciendo la vigencia de la norma y contribuyendo de este modo a la sana convivencia y la paz social. Es la esencia misma del acto de administrar e impartir justicia.
Por lo que, aun cuando se argumente normativamente y desde la praxis judicial que las garantías individuales del justiciable no se ven afectadas por esta manera de operar y se insista en exaltar las bondades y beneficios de esta forma de administrar justicia, basta observar los casos conocidos de conductas reñidas con la ética profesional, para concluir que la presencialidad de nuestros jueces en tribunales resulta esencial para recuperar la necesaria confianza y legitimidad de las personas en la justicia penal y que, contrariamente a lo que se cree, los estrados vacíos sólo deterioran aún más el sistema de justicia y profundizan en el divorcio existente entre los ciudadanos y la labor judicial.