Por Carolina Álvarez. Head of Legal de Admiral Compliance
Cuando se habla de corrupción en Chile, suele imaginarse bolsillos inflados por licitaciones turbias, tráfico de influencias o favores políticos mal pagados. Sin embargo, existen otras formas más silenciosas y menos mediáticas, que corroen igualmente. Se instalan desde lo cotidiano, se normalizan con cada formulario adulterado, con cada día no trabajado pero sí cobrado, con cada institución que desvía la mirada.
Durante las últimas semanas, un escándalo sacudió al país. Más de 25.000 funcionarios públicos fueron detectados viajando al extranjero mientras estaban con licencia médica. Algunos, incluso, realizaron hasta 30 viajes en ese periodo. ¿De qué estamos hablando? De un patrón estructural de abuso. De una grieta en el sistema que se ha convertido en autopista para el engaño.
No es un hecho aislado, es un síntoma. Lo que resulta más preocupante es que esta práctica, lejos de ser excepcional, parece estar incrustada en una cierta cultura institucional que premia la opacidad y castiga el control. Porque mientras desde distintas oficinas públicas se gestionaban licencias por motivos de salud, muchos de esos mismos funcionarios hacían check-in en aeropuertos para tomarse vacaciones, cursar estudios, asistir a congresos o, incluso, trabajar en paralelo. Todo esto costeado, directa o indirectamente, con recursos fiscales.
Que haya sido la Contraloría General de la República la que decidió, con herramientas básicas pero bien aplicadas, cruzar los datos de licencias médicas con los registros migratorios, es una de las señales institucionales más importantes de los últimos años. No porque descubra algo que no sospechábamos; sino porque confirma que es posible hacer bien el trabajo público, con independencia, con profesionalismo y sin miedo a incomodar a nadie.
Abrir esta caja de Pandora implica tocar a muchos, entre ellos los servicios de salud, médicos, jefaturas que omitieron controles y organismos públicos enteros que no hicieron lo que debían. Sin embargo, alguien lo hizo y eso importa más de lo que parece.
El problema no es solo jurídico sino ético. No basta con sancionar; la raíz de estas prácticas está en los vacíos de supervisión, en procedimientos laxos y en la creencia instalada de que lo público es de nadie. Ese es el verdadero enemigo, la indiferencia estructural frente a lo indebido. Por eso es tan importante que hoy haya instituciones que no solo auditen sino que lo hagan con convicción ética, sentido de oportunidad y foco en el interés general.
Porque cuando se trata de recursos públicos, que no son otra cosa que el esfuerzo colectivo de millones de contribuyentes, la neutralidad es complicidad.
Este tipo de acciones, cuando se toman con valentía, tienen un efecto dominó. Despiertan controles dormidos, animan nuevas investigaciones y, lo más importante, envían señales claras a la ciudadanía. Aquí las reglas también se hacen cumplir. Sin excepción. Sin letra chica.
Hoy, cuando la desconfianza parece la norma y el malestar se acumula como deuda social, el país necesita señales que restauren, aunque sea de a poco, la fe en lo público. Porque no se trata solo de perseguir culpables, sino de recordarnos que lo institucional también puede ser ejemplar.
No todo está podrido. A veces, desde dentro del propio Estado, viene el verdadero golpe a la corrupción. Eso es lo que necesitamos cuidar, cuidar, reforzar y replicar; no para celebrarlo ingenuamente, sino para defenderlo con decisión.