El examen de grado de Derecho, otra vez bajo ataque. Por Diego Palomo

Jun 30, 2023 | Opinión

En el mundo académico y profesional del Derecho, es común encontrarnos con debates y cuestionamientos sobre la idoneidad y relevancia de ciertas prácticas arraigadas en nuestras instituciones.

Uno de los temas que constantemente se ve envuelto en controversia es el examen de grado, esa prueba final que pretende evaluar los conocimientos y habilidades adquiridos por los futuros abogados a lo largo de su formación. Las últimas semanas no ha sido la excepción y basta con constatar el intercambio epistolar en un medio y que fue de público conocimiento.

Es necesario dejar a un lado la emocionalidad y la mera costumbre que nos lleva a defender o atacar este proceso sin un análisis riguroso y objetivo. Es hora de aportar desde una perspectiva seria y fundamentada, acorde con las particularidades y exigencias del ejercicio profesional de los abogados. No podemos permitir que la tradición o los prejuicios nublen nuestro juicio y nos impidan avanzar hacia una mejora sustancial en la forma en que evaluamos a los futuros juristas.

Es indiscutible que se necesita una actividad académica final seria como requisito para obtener el grado de licenciado en ciencias jurídicas. Sin embargo, esta actividad debe estar en consonancia con el perfil de egreso y las competencias específicas de la carrera. No podemos ocultar la diversidad de exigencias que existen en la realidad de los cursos, impartidos por diferentes académicos y secciones, lo cual plantea un desafío importante a la hora de establecer un estándar común y equitativo.

El dicho popular “de todo hay en la viña del Señor” adquiere especial relevancia cuando hablamos del examen de grado en Derecho. La disparidad de exigencias entre diferentes universidades, algunas con mayúsculas y otras sin tanto renombre, es altamente criticable. No podemos permitir que los estándares de calidad varíen drásticamente de una institución a otra, poniendo en duda la solidez de nuestra formación jurídica y generando desigualdades injustas.

La idea de un examen único, que pareciera ser la solución más obvia, tampoco parece ser la panacea. Debemos tener en cuenta la diversidad de perfiles de egreso, competencias y mallas curriculares que cada carrera de Derecho en el país posee. Cada institución goza de un alto grado de autonomía para definir su enfoque educativo, lo cual dificulta la implementación de un modelo uniforme y estandarizado.

Es imperativo que nos pongamos de acuerdo en qué significa evaluar, especialmente en el contexto de esta actividad final que, independientemente de cómo se le llame, busca evaluar la capacidad del estudiante para ejercer como abogado. Además, debemos consensuar las “garantías” que deben contemplarse para evitar arbitrariedades del pasado (y del presente), sin perder de vista el propósito fundamental de esta actividad: formar y entregar a la sociedad abogados bien preparados, dotados de los conocimientos, destrezas y aptitudes necesarias para sostener y fortalecer un Estado de Derecho democrático.

No debemos caer en la trampa de querer evaluarlo todo nuevamente, pero sí es necesario evaluar de manera sólida aquellos aspectos que un licenciado en Derecho debe dominar en este nivel de su formación. Además, debemos aprovechar esta discusión en cada una de las carreras de Derecho del país para repensar los cursos que conforman los planes de estudio, asegurándonos de que estén actualizados y se ajusten a las demandas del mundo jurídico contemporáneo.

Es fundamental evitar a toda costa el falso tópico que coloca en contraposición la teoría y la práctica, pues ambas son complementarias y se necesitan mutuamente. La formación de un abogado completo requiere un equilibrio entre el conocimiento teórico y la aplicación práctica de esos conocimientos en casos reales. Ambos aspectos deben ser valorados y fomentados durante la formación académica.

Cualquier mejora en el instrumento o actividad evaluativa final debe perseguir los propósitos antes señalados. Estos propósitos están estrechamente ligados a la exigencia y rigurosidad en las etapas anteriores de formación de los estudiantes. Si no entendemos esta premisa, serán los propios estudiantes quienes paguen el costo de una planificación deficiente por parte de las autoridades educativas de cada Escuela.

Para hacer las cosas correctamente, no existe alternativa a un precio de oferta. Debemos revisar la tiranía de las tasas de retención y los tiempos de egreso que ejercen presión, a menudo en detrimento de la exigencia, sobre algunos docentes, muchos de ellos contratados a honorarios. Estos profesionales dictan clases en diversas universidades y no cuentan con ninguna estabilidad laboral, quedando a merced de la evaluación docente, en ocasiones arbitraria, que realizan los estudiantes al finalizar el curso.

En conclusión, es hora de abordar el examen de grado de Derecho dejando de lado la emotividad y los prejuicios. Reconozcamos la necesidad de una evaluación seria y coherente, acorde con el perfil de egreso y las competencias de la carrera. Aprovechemos esta discusión para repensar los cursos, valorar tanto la teoría como la práctica, y establecer garantías que eviten la arbitrariedad. Solo así podremos entregar a la sociedad abogados bien preparados, comprometidos con el respeto al Estado de Derecho y la justicia.

Diego Palomo
U. de Talca

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