El encarcelamiento femenino como muestra del uso excesivo y contraproducente de la prisión. Por Agustín Walker Martínez.

Dic 9, 2024 | Opinión

Por Agustín Walker Martínez. Abogado de la Universidad de Chile, Máster en Derecho Penal y Ciencias Penales por la Universidad Pompeu Fabra y la Universidad de Barcelona. Diplomado en Derecho Penal por la Universidad de Talca. Profesor del Diplomado en Sistema Procesal Penal de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

En Chile, un 8,3% de la población penal en sistema cerrado son mujeres. Sólo en los últimos 20 meses, la cantidad de mujeres recluidas ha aumentado en un 41% mientras que la población masculina aumentó en un 24%. Dicho encarcelamiento se ha focalizado esencialmente en delitos por la ley 20.000, que sanciona el tráfico ilícito de drogas y otros estupefacientes (Espinoza, 2016: 95), a pesar de constatarse que en la inmensa mayoría de los casos, la privación de libertad recae sobre mujeres que conforman el eslabón más bajo y fungible de las redes de narcotráfico, y que incurren en dichos actos por razones de subsistencia económica no sólo de ellas, sino además de sus hijos/as, tratándose en muchos casos de mujeres que son jefas de hogar exclusivas.  A noviembre de 2024, según información entregada vía transparencia por Gendarmería, el 59% de las mujeres encarceladas estaban por delitos vinculados con drogas, el 27% está recluida por delitos contra la propiedad, y sólo un 4,5% está privada de libertad en relación con delitos más graves, como homicidios. Por otro lado, cerca de la mitad de esas mujeres (el 47,7%) se encuentra recluida en cumplimiento de una medida cautelar de prisión preventiva, es decir, mientras mantiene incólume su presunción de inocencia, lo que contrasta con la situación de los hombres, en que el 34% de los recluidos está en prisión preventiva.

Por otro lado, y de acuerdo con los propios criterios de clasificación de Gendarmería de Chile, comunicados vía transparencia, el 51% de las mujeres encarceladas son catalogadas como personas con compromiso delictual “bajo”, es decir, personas cuya perspectiva de peligrosidad es menor. El 40% restante tiene un compromiso delictual “medio”, y sólo un 9% de las mujeres recluidas, son clasificadas con un compromiso delictual “alto”. Ello desde ya es relevante, pues muestra que la inmensa mayoría de las mujeres recluidas carecen de real riesgo de reincidencia delictiva, y respecto a ellas el encarcelamiento actúa como un mecanismo de radicalización de factores de marginalidad, y de contagio criminógeno.

Pero el problema -a nivel de política pública- no termina ahí, pues de acuerdo con la misma información de Gendarmería, el 82,5% de esas mujeres recluidas son madres, lo que se traduce en que 9.803 niños, niñas y adolescentes (NNA), tienen a sus madres privadas de libertad, en un país en que cerca de la mitad de las mujeres son jefas de hogar exclusivas. Así, y fruto de una distribución de roles sociales marcadamente patriarcal, el impacto del encarcelamiento femenino no recae sólo en ellas, sino además en esos cerca de 10.000 NNA que se ven sometidos a nuevas esferas de marginalización, y a la pérdida de la figura materna, generando en ellos un conjunto de consecuencias socialmente indeseables (Larroulet, 2017: 169 y 170), que incluso pueden potenciar en ellos posteriores involucramientos delictivos, y abuso de sustancias (Larroulet, 2017: 170). La radicalidad de lo anterior es aún más patente en las 116 mujeres que actualmente están privadas de libertad junto a sus hijos/as lactantes, en condiciones indignas, que imponen los efectos negativos del encarcelamiento no sólo en las mujeres sino también en sus hijos/as menores de 2 años. Lo mismo puede decirse respecto de las 42 mujeres privadas de libertad que están embarazadas, existiendo recientes casos como el de Lorenza Cayuhan en 2016 o el de Dayana Cuellar en 2024, que nos recuerdan que el embarazo es incompatible con las dinámicas y condiciones del encarcelamiento.

Pero al mismo tiempo, el encarcelamiento femenino es indicativo de los efectos disruptivos que la cárcel genera en quienes la padecen, con privaciones que van mucho más allá de la mera limitación a la libertad de circulación. Y es que el encarcelamiento actúa para la mujer no sólo como una sanción penal, sino también como una sanción social, como un reproche al incumplimiento de sus roles de género socialmente impuestos, como una falta a sus roles de “buena madre” y de “buena mujer” (Antony, 2007: 76; Sanhueza y otros, 2019: 140). Ello no es inocuo, sino que impacta de tal manera en las mujeres recluidas, que genera un sinfín de problemas psicológicos en ellas, de tal magnitud que respecto de las mujeres recluidas (y a diferencia de los hombres), el suicidio es la principal causa de muerte intrapenitenciaria (Molina y Walker, 2023).

De esta manera, y volviendo a la pregunta original, la decisión política autónoma (Larrauri, 2009) de potenciar el encarcelamiento femenino como una vía para hacer frente a la delincuencia, es una medida efectista, con tintes demagógicos, pero además abiertamente contraproducente para todo posible fin socialmente deseable, pues: (1) Su impacto en la delincuencia es marginal; (2) Tiende a focalizarse en roles bajos de redes de narcotráfico que no las afectan; (3) No se hace cargo de las marginalidades complejas que llevaron a dicho involucramiento delictivo, sino que las radicaliza; (4) Recae sobre personas que en su mayoría no poseen un real “compromiso delictual” y respecto a ellas el encarcelamiento produce efectos aún más disruptivos y potencialmente criminógenos; (5) Fruto de la distribución patriarcal de roles sociales, su encarcelamiento impacta no sólo en ellas sino en cerca de 10.000 NNA que pierden su referente familiar principal (y en muchos casos, único), potenciando la marginalidad de esos mismos NNA; (6) El encarcelamiento no sólo supone para ellas una privación de libertad ambulatoria, sino además produce importantes efectos psicológicos, que se traducen en afectaciones a su integridad física y psíquica y que se asocian directamente con el suicidio; y (7) En la mitad de los casos, todos esos efectos se producen respecto de mujeres que no están siquiera condenadas, sino sometidas a prisión preventiva.

Si todo eso es así, entonces es una política pública abiertamente contraproducente para sus propios fines, y socialmente indeseable. Estas consideraciones suelen quedar ocultas tras las consignas genéricas que favorecen el sobre encarcelamiento, pero deben ser necesariamente consideradas si lo que buscamos es, realmente, impactar en la delincuencia como fenómeno.

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