Créditos Imagen : UC.cl/Karina Fuenzalida
Marisol Peña. Expresidenta del Tribunal Constitucional y profesora Titular de Derecho Constitucional UC.
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional, que acogió el requerimiento del Presidente de la República denunciando la inconstitucionalidad del Proyecto de Reforma Constitucional que establecía la posibilidad de un segundo retiro anticipado de los fondos previsionales ahorrados en las AFP, ha vuelto a poner en tela de juicio el control preventivo de constitucionalidad confiado al Tribunal Constitucional. Ésta ha sido la tendencia en algunos parlamentarios cada vez que la posición que sustentan no encuentra acogida en el pronunciamiento del máximo intérprete de la Carta Fundamental, independientemente de que la decisión se funde en el voto dirimente del Presidente del Tribunal o no.
Más que efectuar un juicio a la sentencia, que ya se está estudiando en los círculos académicos, parece oportuna la ocasión para reflexionar sobre la naturaleza de este control de constitucionalidad que ha sido una poderosa herramienta de control del legislador en el caso del Consejo Constitucional francés instituido por la Constitución de la V República de 1958, y seguido por otros países europeos como Portugal y Rumania. El artículo 61 de la Carta francesa contempla tanto el control preventivo obligatorio (en el caso de las leyes orgánicas, antes de su promulgación, de las proposiciones de ley antes de que sean sometidas a referéndum y de los reglamentos de las cámaras parlamentarias antes de su aplicación) como el control preventivo facultativo respecto de las leyes antes de su promulgación (a requerimiento del Presidente de la República, el Primer Ministro, el Presidente de la Asamblea Nacional, el Presidente del Senado o sesenta diputados o sesenta senadores). Tal es la fuerza del control preventivo que efectúa el Consejo Constitucional que, por expresa disposición del artículo 62 de la misma Carta, “no podrá promulgarse ni entrar en vigor una disposición declarada inconstitucional en base al artículo 61”. Y ello, por cierto, sin que quepa recurso alguno contra la decisión pronunciada por el Consejo Constitucional.
El control preventivo o a priori es una técnica de control de la constitucionalidad de las normas jurídicas (especialmente de las leyes y tratados internacionales) que se suscita por imperativo de la propia Constitución o a requerimiento de ciertos órganos del Estado, durante el proceso de elaboración de un proyecto de ley o de reforma constitucional, para evitar que ingresen al ordenamiento jurídico ciertas normas que pugnan derechamente con la Ley Suprema. De allí que la sentencia que declara la inconstitucionalidad impide que la norma objetada ingrese, en definitiva, a dicho ordenamiento. Se opone, en consecuencia, al control a posteriori o ex post que se verifica cuando la norma controlada ya ha ingresado al ordenamiento jurídico y tiene plena vigencia.
En el caso de los tratados internacionales es deseable el control preventivo o a priori, pues la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados impide dejar de cumplir un tratado en que las partes se han obligado de buena fe (Art. 26) como también que invoquen su derecho interno (que puede ser la propia Constitución) para dejar de cumplir las obligaciones que han adquirido en virtud de él (Art. 27). Luego, dejar sin efecto un tratado internacional después de que se ha incorporado al ordenamiento jurídico interno compromete la responsabilidad internacional del Estado como lo sostuvimos en la sentencia Rol 1288, del Tribunal Constitucional, del año 2009, aunque en el voto de minoría.
¿Por qué suscita reticencias el control preventivo en el caso de los proyectos de ley?
Existen tres órdenes de razones fundamentales. La primera tiene que ver con la infalibilidad que se atribuye a la expresión de voluntad del legislador democrático originado en la elección, libre y soberana, de los propios miembros de la sociedad. La segunda se relaciona con la naturaleza del control preventivo al cual se atribuye una connotación política -más que jurisdiccional- que transformaría al Tribunal Constitucional en un órgano consultivo en desmedro de su verdadero rol de juzgador. La tercera alude al peligro de retrasar la aprobación de las leyes producto de la verdadera “obstrucción” que importaría que algunos órganos legitimados objetaran la constitucionalidad de un proyecto de ley antes de su promulgación.
El primer argumento encuentra sus raíces en la tesis rousseauniana de que la voluntad general expresada en la ley -que siempre tiende a la utilidad pública- no puede errar. Ello, a diferencia de la voluntad de todos, en la que priman los intereses privados y que no es más que una suma de intereses particulares. Para enfrentar este argumento basta contrastar el ideal rousseauniano con la realidad: ¿Ha procedido siempre el legislador teniendo presente sólo el bien común cuyos grandes lineamientos están fijados en la propia Constitución? No olvidemos que, hasta hoy, nuestra Carta Fundamental indica que el bien común se promueve por el Estado con pleno respeto a los derechos y garantías que la Constitución establece (Art. 1°, inciso cuarto) y que es deber de todos los órganos del Estado respetar y promover los derechos garantizados por la Constitución, además de los asegurados por los tratados internacionales ratificados por Chile y vigentes (Art. 5°, inciso segundo). He aquí un límite indiscutible para el legislador que no puede actuar de cualquier forma dándonos, a todos, la seguridad de que, si se equivoca, al punto de violar nuestros derechos, la Constitución se erigirá como el gran dique de contención impidiendo que una norma de esa naturaleza ingrese al ordenamiento jurídico. Luego, el control preventivo, sobre todo, a instancias de los órganos legitimados que detectan una inconstitucionalidad flagrante durante la tramitación de una ley, nos da certeza y seguridad. No desnaturaliza al legislador democrático, sino que, como diría Hans Kelsen, es una herramienta que se reconoce al juez constitucional para colaborar en el proceso legislativo asegurando que toda ley se ajuste al pacto fundamental de convivencia reflejado en la Constitución.
Se ha sostenido, también, que la afirmación que precede tendría lugar sólo para efectos del control a posteriori, esto es, cuando las leyes ya han ingresado al ordenamiento jurídico, porque Kelsen se refería a la justicia constitucional como una labor de “anulabilidad” de actos legislativos. Y, claro, no se puede restar valor a lo que jurídicamente aún no tiene existencia como tal. Sin embargo, esa justicia constitucional, asociada originalmente a la idea de un “legislador negativo”, que niega o resta valor a una ley vigente, dista hoy mucho de la concepción de su autor. Precisamente, porque la misma idea de Constitución ha evolucionado. Si sólo se la concibe como un conjunto de normas se entiende que hablemos de anularlas cuando están viciadas, pero cuando las Constituciones han pasado a ser no sólo normas o reglas, sino que también principios y valores asociados a la cultura de una sociedad determinada, no puede hablarse simplemente de anular esa cultura o ethos. Ello ocurre, por ejemplo, cuando se pasa a llevar la dignidad humana o el principio del Estado de Derecho que supone que toda autoridad está sometida al mismo.
Luego, la tarea de la justicia constitucional hoy es más compleja que a principios del siglo XX cuando se crearon los primeros Tribunales Constitucionales, con mayor razón, cuando los principios y valores constitucionales aparecen asociados a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana y que son reconocidos por las Cartas Fundamentales como su verdadera columna vertebral.
Respecto del segundo argumento, cuando el Tribunal Constitucional decide un conflicto de competencias entre los órganos del Estado, no es que afirme el mayor poder de uno sobre el otro, lo que, más bien, sería tema del diseño constitucional. Lo que hace es contrastar una norma que pretende ingresar al ordenamiento jurídico con la “norma de normas” que es la Constitución. Luego, su interpretación de la misma es vinculante, porque es su máximo garante, y jamás podría tener el carácter de una consulta. No puede, en consecuencia, hablarse de una labor más típicamente jurisdiccional que resolver un conflicto jurídico -no entre partes- sino que entre normas. Y como decía el Juez Marshall, en la sentencia del caso Marbury versus Madison (1803), en ese caso, el juez sólo puede hacer prevalecer la Constitución a riesgo de aceptar que las simples leyes, aprobadas sin las exigencias de las reformas constitucionales, tengan la virtud de llegar a modificar el pacto fundamental.
Finalmente, si el ejercicio de la acción de inconstitucionalidad, a través del control preventivo, retrasa la tramitación de un proyecto de ley, ello se debe a la necesidad de hacer primar la cordura, la reflexión y, al final, el respeto pleno a la Carta Fundamental. Ello, naturalmente, sin desconocer que se trata de una gran herramienta en favor de las minorías parlamentarias que, en tiempos de populismo o de excesiva polarización, siempre podrán invocar los principios y valores constitucionales entregando a un tercero imparcial, como es un juez de la máxima jerarquía, la decisión de si se ha violado o no la Constitución. Con todo, la norma contenida en el aludido artículo 61 de la Constitución francesa de 1958 parece muy sabia al sostener que cuando se sometan normas al control preventivo del Consejo Constitucional, éste deberá pronunciarse dentro del plazo de un mes, pero agrega que, en casos de urgencia, y a petición del Gobierno, este plazo puede reducirse a ocho días.
Así, parece necesario enfrentar los mitos que se han levantado contra el control preventivo de constitucionalidad de las leyes que ejerce el Tribunal Constitucional relevando su importancia para el Estado de Derecho y la democracia contemporánea. Un análisis que pretenda ser objetivo en este sentido no puede basarse en la decisión específica contenida en una sola sentencia constitucional, sino que debiera centrarse en las bondades que esta herramienta de control de la obra del legislador presenta para el sistema normativo en su conjunto y, especialmente, para la eficaz garantía de los derechos de cada uno de nosotros.