El Bukelismo y sus consecuencias. Por Agustín Walker Martínez.

May 2, 2025 | Opinión

Hace algunas semanas, la encuesta Cadem revelaba que al 46% de los encuestados les gustaría que el/a nuevo/a presidente/a tenga el “estilo Bukele”. A los pocos días, la candidata Matthei proponía construir cárceles “a lo Bukele”, en medio del desierto, similares a las cárceles-isla propuestas por Lavín en 2005 (Morales, 2012: 107). En el proceso frenético de búsqueda de respuestas simplistas a fenómenos complejos, el discurso punitivo electoralmente rentable parece centrarse, actualmente, en quién busca parecerse más a un modelo que tiene al 1,65% de su población encarcelada (World Prison Brief, 2025). Ello, curiosamente, se ha validado como una demanda proveniente de sectores que miran -en general- con resquemor y desconfianza la expansión del Estado, y que abogan por la “libertad” como consigna. El fenómeno Bukele, sin embargo, es cuestionable desde varias perspectivas, no sólo por su ajuste a garantías mínimas de un Estado de derecho liberal, sino además por no ser una “política” tan eficaz como se piensa. Las razones para negar todo posible atisbo de Bukelismo en Chile, pueden sintetizarse en 4:

  1. El primer argumento es uno de causalidad, en términos de negar la premisa mayor. Si bien históricamente las tasas de homicidios en El Salvador eran muy elevadas, lo cierto es que el descenso en las mismas empezó antes de Bukele. Con anterioridad a que Bukele asumiera el 1 de junio de 2019, el Salvador había ya disminuido su tasa de homicidios en prácticamente la mitad, de 107 a 53 homicidios por cada 100.000 habitantes (InSight Crime, 2020). En ese sentido, desde que asumió Bukele, no comenzó un pronunciado descenso, sino que -en rigor- este se mantuvo. De todas formas, estas cifras, y la enorme lejanía con la realidad chilena, también debieran llamar desde ya nuestra atención en torno al carácter manifiestamente infundado de la comparación con nuestro país.
  2. Lo segundo es un problema de efectividad y transparencia de cifras. Y es que, dada la faceta autoritaria y abiertamente populista del gobierno de Bukele, lo que ha cambiado no son sólo los homicidios, sino además la manera en que estos se cuentan. La evidencia muestra que el gobierno ha subestimado los homicidios reales, hasta en un 47% (Giles, 2024). Esto, al menos desde mayo de 2021, al excluir del conteo como homicidios todos los cadáveres encontrados en fosas clandestinas, lo que es -lamentablemente- de alguna frecuencia en El Salvador. Desde 2022, además, se excluyen las muertes derivadas de enfrentamientos con policías o el ejército, las que dejan de ser computadas como homicidios y se consideran “agresiones ilegítimas” (Giles, 2024).
  3. La tercera razón de la indeseabilidad de este modelo radica en los modos en que Bukele ha sostenido esa mantención del descenso en las tasas de homicidios. Esto tiene al menos dos manifestaciones.
  • La primera, es que resulta al menos curioso que suene tentador seguir la visión de un país que ha optado por encarcelar a casi el 2% de su población. Cualquier modelo que para lograr mínimos de seguridad requiera encarcelar a tanta cantidad de gente, es uno que ha renunciado a gestionar adecuada y sosteniblemente el problema de la criminalidad. Esto sólo puede sonar atractivo, además, si la imagen que uno se genera es la del encarcelamiento de “otros”, “delincuentes”. Es decir, como un problema que jamás afectará a uno mismo ni a su entorno. Pero la experiencia de El Salvador nos muestra que el encarcelamiento no recae sólo sobre personas involucradas en delitos, sino que impera un criterio mucho más laxo, sin que existan garantías mínimas para contrapesar esa persecución desbordada. Muestra de ello es que se ha reportado la detención de cerca de 8.000 personas inocentes sólo en los últimos años.
  • La segunda, se refiere a un aspecto desconocido y -quizás- contraintuitivo del Bukelismo. Y es que lejos de ser un presidente que ha sólo “combatido” a las maras y bandas criminales, lo cierto es que la manera de actuar de Bukele ha consistido en negociar con el crimen organizado, y con las maras, realizando diversas concesiones en su beneficio. Este aspecto está despejado y probado más allá de toda duda, a pesar de ser reiteradamente negado por Bukele (Meléndez-Sánchez y Vergara, 2024; Dammert, 2024).
  1. El último argumento es quizás -lamentablemente- el menos popular. Y es que un modelo punitivo así de desregulado y masivo, se sostiene sólo sobre presupuestos autoritarios, difícilmente compatible con toda noción útil de libertad. Se sostiene, además, sobre la base de la destrucción sistemática de la institucionalidad. Detenciones arbitrarias, juicios masivos, eliminación de garantías mínimas, imposibilidad de defensa ante imputaciones, violaciones reiteradas de derechos humanos (WOLA, 2025), eliminación de la libertad de prensa, toma de control del parlamento, las alcaldías, y del poder judicial (Dammert, 2024: 13), son algunos de los presupuestos sobre los que ha operado Bukele en El Salvador para asegurar su modelo. Intentar, con algún grado de éxito y razonabilidad, asegurar la libertad de los ciudadanos mediante la explícita supresión de los componentes esenciales de la libertad como garantía, es una idea abiertamente contradictoria y difícilmente sostenible.

Son tiempos indudablemente complejos. Existen fenómenos criminales que deben llevar a la preocupación, sobre todo en términos de gestión persecutoria. Sin embargo, esa constatación no legitima cualquier respuesta. La respuesta “al estilo Bukele” es, en ese sentido, una respuesta no sólo inefectiva, sino además insostenible, en extremo costosa, ajena a la realidad nacional, que propone no hacer frente sino transar con el crimen organizado, a costa de todos los elementos que vuelven reconocible la libertad como garantía. Quizás va siendo tiempo de abandonar los simplismos efectistas, y hablar en serio de seguridad, como política de Estado, basada en evidencias, y mediante propuestas sostenibles.

 

Referencias

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