Doctrina de la integridad judicial. Por Marcela Bustos

Jul 8, 2020 | Uncategorized

Marcela Bustos Leiva. Abogada de la Unidad de Corte Suprema y Tribunal Constitucional de la Defensoría Nacional.

La denominada “Integridad Judicial” es un principio de carácter imperativo que, desde 1960 se encuentra indiscutiblemente asentado en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos. A su vez, el Tribunal Supremo Federal Alemán reconoce esta misma idea al estipular que en el marco del proceso penal, la verdad no puede averiguarse a cualquier precio. Por su parte, la doctrina especializada tanto nacional como comparada ha defendido vigorosamente este principio indicando que “el propio proceso penal está impregnado por las jerarquías éticas y jurídicas de nuestro Estado” (ROXIN).

Comúnmente, el principio de la integridad judicial se ha analizado desde el fenómeno de la obtención de pruebas ilícitas en el proceso penal. En este contexto, debemos entender por prueba ilícita aquella que ha sido obtenida mediante la vulneración de garantías constitucionalmente reconocidas, a través de la actuación de funcionarios policiales y/o cualquier funcionario público que realice sus funciones para un órgano del Estado. Sin embargo, la evolución que el principio ha experimentado en su lugar de origen, y que ha quedado plasmado en los precedentes de la USSC, indica claramente que el prisma bajo el cual se debe analizar este principio, excede con creces la mera obtención de prueba de forma ilícita.

El desarrollo de este principio imperativo, experimentó un perfeccionamiento desde los primeros votos disidentes que tenuemente lo esbozaron. Así, en el inicio, la justificación que se otorgaba para excluir prueba ilegalmente obtenida, decía relación con la poca fiabilidad que otorgaba la prueba obtenida en abierta transgresión a las garantías fundamentales. También, comenzó a sustentarse esta doctrina en un bastión de corte preventivo, que tenía como telos la disminución de las malas prácticas en las actuaciones policiales.

A pesar de lo anterior, la doctrina de la Integridad Judicial se consagra definitivamente, y bajo ese nombre, en 1960, en el caso “Elkins v. United States”. La particularidad de esta sentencia es que echa por tierra la asentada Silver Platter Doctrine (Doctrina de la bandeja de plata), que consistía en que, en el marco de procesos criminales de corte federal, la evidencia recibida por agentes federales, pero obtenida por oficiales estatales, no quedaba cubierta por la regla de exclusión, aun cuando en la obtención de dichas pruebas, los agentes estatales hubieren transgredido las garantías constitucionales del acusado.

En el caso Elkins, la Corte Suprema de los Estados Unidos moldeó claramente el imperativo de la integridad judicial, basándose en varias de las ideas que ya se habían ido vislumbrando hace más de treinta años. Así, se concluyó que no puede existir diferencia entre el Estado como Persecutor, y el Estado como Juez. El Estado debe enseñar a sus ciudadanos mediante el ejemplo, lo que implica necesariamente que el Estado debe ceñirse a las reglas de conducta que exige como mandato a sus ciudadanos. El crimen es contagioso, si el Estado se convierte en un infractor de la ley, respira desdén por la ley, e invita a los ciudadanos a convertirse en la ley de sí mismos. Declarar que en los procesos penales el fin justifica los medios, declarar que el Estado puede delinquir para asegurar la condena de un infractor individual, solo traería una terrible retribución: anarquía.

Así, la idea que subyace al principio de la Integridad Judicial, y que le da sentido, supera considerablemente el mero ámbito probatorio en los procesos penales. En este contexto, la ya establecida doctrina de “los frutos del árbol envenenado”, opera como justificación suficiente de la exclusión de prueba ilícita, pero, en la doctrina de la “integridad judicial”, hay un elemento más profundo, y cuya trascendencia no atañe a la mera persecución criminal, sino a la propia existencia del Poder Judicial.

La integridad judicial debe ser comprendida como aquel mandato que obliga a todos y cada uno de los miembros de la judicatura a velar por el respeto y la persecución del Estado de Derecho, toda vez que, si no es el propio órgano aplicador del Derecho, el que más estrictamente se ciñe a su mandato, difícilmente puede hacer exigibles dichas conductas a sus ciudadanos.

Además, la labor de los jueces, en cuanto garantes de la Integridad Judicial, no puede agotarse en la mera aplicación del Derecho vigente y en el respeto por la Constitución y las leyes. Asegurar la Integridad Judicial supone -necesariamente- el restablecimiento del Imperio del Derecho, cada vez que este es vulnerado, tal como ya lo ha sostenido la sala penal de la Corte Suprema chilena vía recurso de nulidad .

Tomarse esta afirmación en serio, supone necesariamente hacerse cargo de todos los efectos perniciosos que se siguen de la vulneración de la norma, de la transgresión de garantías y, de los actos arbitrarios o ilegales que realicen los agentes del Estado.

En definitiva, el restablecimiento del Imperio del Derecho, a través del respeto al imperativo de Integridad Judicial, supone comprender la labor de los jueces como una tarea ardua, y a veces impopular, muchísimo más amplia y exigente que la simple aplicación de la norma. Los jueces son, en última instancia, la única barrera que separa al ciudadano de las potenciales arbitrariedades de los agentes del Estado, son los únicos garantes reales de la vigencia de los derechos asegurados por la Constitución y las leyes.

Con todo, y más allá de que en nuestra experiencia la Corte Suprema se haya aproximado a esta doctrina vía recurso de nulidad, también la Acción Constitucional de Amparo se erige como un adecuado remedio procesal, rápido y efectivo, para que  los tribunales superiores de justicia, no solo deban restablecer el imperio de los derechos y garantías individuales amagadas, sino que además, con la carga encomendada, tanto real como simbólica, deben seguir siendo el único poder del Estado (y como poder contra mayoritario) revestido de la integridad suficiente, para reestablecer efectivamente la vigencia de las normas, especialmente cuando han sido transgredidas por el propio Estado.

En otras palabras, el respeto por la Integridad Judicial supone dejar en claro, que el Imperio del Derecho se restablece únicamente cuando el Poder Judicial utiliza adecuadamente las herramientas que dispone para darle contenido al Estado de Derecho y que, por cierto, ninguna privación o restricción de libertad y ninguna sentencia condenatoria, se puede sustentar en infracción de garantías que se asilen en la ley, la Constitución y los tratados internacionales de Derechos Humanos.

 

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