Después del terremoto: el futuro del Tribunal Constitucional. Por Marisol Peña

May 5, 2021 | Opinión

Créditos Imagen : UC.cl/Karina Fuenzalida

Marisol Peña. Profesora Titular de Derecho Constitucional UC.

Los sucesos que han rodeado la promulgación de la reforma constitucional que dispone un tercer retiro de los fondos previsionales de los afiliados al sistema de AFP -al que ahora se unen los de quienes han optado por rentas vitalicias- han impactado fuertemente al país, al punto de hablarse de una “derrota política” del Gobierno. Asimismo, han abierto una compuerta para cuestionar la existencia del Tribunal Constitucional en la futura Carta Fundamental. Esto último, a raíz de la decisión de inadmisión a trámite pronunciada por dicha Magistratura que, aunque no guste, se encuentra apegada a derecho y revela un consenso transversal entre siete Ministros acerca de la interpretación de los requisitos que la ley exige al efecto.

En cuanto a lo primero, no puede desconocerse el hecho de que el Gobierno ejerció una facultad constitucional: requerir al Tribunal respecto de una reforma que es inconstitucional a todas luces, fundamentalmente, porque afecta el contenido esencial del derecho a la seguridad social al punto de tornarlo irrisorio en el mediano y largo plazo, dado que cerca de 5 millones de chilenos no tendrán cómo sustentar su vejez después de este tercer retiro. Y no nos olvidemos que el legislador también está afecto al más irrestricto respeto de los derechos fundamentales en virtud de lo dispuesto en el inciso cuarto del artículo 1° y del inciso segundo del artículo 5° de la Carta Fundamental.

Otra cosa es que los estándares de admisión a trámite del Tribunal Constitucional hayan sido más exigentes en este caso en virtud de la existencia de un fallo previo que ya había declarado la inconstitucionalidad de la reforma constitucional que posibilitó el segundo retiro de fondos previsionales, en diciembre pasado. Aunque, técnicamente, no exista en Chile el “precedente”, propio de los sistemas del common law, la sentencia de diciembre pesaba, no sólo por sus argumentos, sino porque era la expresión de una votación dividida dentro del Tribunal que sólo pudo ser zanjada por el voto dirimente de su Presidenta.

Luego, hablar de “derrota política” del Gobierno cuando el Tribunal Constitucional ni siquiera entró a examinar el fondo del requerimiento presidencial es una exageración que sólo se explica en el contexto del crispado ambiente político de que todos hemos sido testigos en el último tiempo. Un ambiente que reconduce todo a un “juego de suma cero” o una lógica de “vencedores y vencidos”.

En cuanto al segundo aspecto, la improcedencia del considerar al Tribunal Constitucional en la futura Carta Fundamental, se requieren varias precisiones.

En primer término, como bien apuntó Carl Schmitt, existe una diferencia fundamental entre un juez ordinario y un juez constitucional. El primero se aboca al contraste entre los hechos de la causa y el conjunto de normas jurídicas que les resulten aplicables. En cambio, el juez constitucional es uno que se dedica a contrastar sólo normas jurídicas: una que es infraconstitucional con aquella que es suprema, puesto que constituye el supuesto de validez de todo el ordenamiento jurídico derivado. Los hechos de la causa, por lo tanto, pasan a un plano muy secundario en el ámbito propio de la justicia constitucional.

Luego, no es lógico deducir -tan simplemente- que las competencias que hoy tiene el Tribunal Constitucional podrían ser radicadas en la Corte Suprema, pues la esencia de la función de cada uno es muy distinta, aun cuando esta última tenga competencias de amparo de derechos fundamentales que suponen también la defensa del principio de supremacía constitucional.

En segundo lugar, las críticas hacia el Tribunal Constitucional han sido gatilladas, en el último tiempo, por las divisiones al interior del mismo que han llevado, incluso, a la apertura de investigaciones criminales y sumarios administrativos respecto de sus integrantes. Pero, de ello no se sigue que la responsabilidad pueda atribuirse a dicha Magistratura en cuanto institución, al punto de justificar su supresión. Más bien, estos hechos han revelado la urgente necesidad de modificar el mecanismo de designación de los Ministros, de forma de asegurar que ellos cumplan condiciones mínimas de idoneidad profesional, trayectoria indiscutida y experiencia para integrar órganos colegiados, rodeadas de una adecuada transparencia hacia la ciudadanía. Lo anterior resulta indispensable para garantizar el más preciado valor que debe rodear la actuación de un juez: su independencia, particularmente respecto del órgano que lo designó.

Estas críticas tampoco deben conducir a desvirtuar la razón misma de la creación de los Tribunales Constitucionales especializados y que fue la necesidad de crear un mecanismo potente de control de la obra del legislador que ya no es infalible en nuestras democracias contemporáneas, como se sugería en las obras de Rousseau y de Montesquieu. Aunque suene difícil de aceptar, las mayorías parlamentarias -cuya legitimidad democrática nadie discute- son susceptibles de errar, muy especialmente, cuando nuestros Estados se enfrentan a situaciones críticas de índole económica, social o sanitaria, donde la tentación de ceder al populismo se torna muy presente. En esas circunstancias debe existir un coto a la deliberación democrática, llevada a cabo al interior de las Cámaras que componen el Congreso Nacional, cuando el fruto de la misma es la evidente afectación de derechos fundamentales como viene ocurriendo con los reiterados retiros de fondos previsionales. Un gran defensor de los acuerdos democráticos deliberativos como Waldron termina reconociendo que el espacio en que no se logre el consenso termina siendo derivado a los jueces constitucionales cuya legitimidad, es cierto, no arranca de la elección popular, pero sí de la propia Carta Fundamental.

Podrán discutirse en la próxima Convención Constitucional las competencias que deba tener el Tribunal Constitucional, pero cuesta imaginar que los convencionales opten por dejar al legislador exento de un control tan trascendente como el que se verifica por la justicia constitucional. Basta leer la historia de la reforma constitucional del año 1970, recordada magistralmente por don Enrique Silva Cimma, para entender por qué Chile necesitó y sigue necesitando un Tribunal Constitucional.

Y aquí llegamos a un punto medular que fue levantado, a partir del año 2010, por la Corte Constitucional de Rumania. Se trata del principio de “lealtad constitucional” que supone que los conflictos entre los órganos del Estado que son de competencia del Tribunal Constitucional deben estar presididos por un aspecto implícito en la separación de poderes, como es el de la lealtad a la Constitución que supone, como es obvio, la buena fe.

Decimos que este punto es medular, porque el Tribunal Constitucional chileno se ha visto abocado a resolver conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso Nacional que, por lo demás, son colegisladores. Esta es una de las misiones propias de las Cortes Constitucionales. No obstante, el problema se ha suscitado, porque el Tribunal Constitucional chileno no está en condiciones de apelar a la “lealtad constitucional” para resolver esos conflictos, debido a que la Constitución vigente ha ido siendo deslegitimada, no sólo en razón de su origen, sino que de su práctica. Para decirlo en términos simples: la actual es una Constitución moribunda que ya no rige en diversos aspectos, en razón de que gran parte de la clase política tiene fijada su mirada en la nueva Constitución. Y, aun más, han convencido a muchos chilenos y chilenas de que esa nueva Carta será la solución a todos sus problemas cotidianos.

Pero la nueva Carta Fundamental no podrá ser atacada de ilegítima si se ha gestado a través de un proceso en que el pueblo de Chile ha sido el principal artífice. Luego, tendrá más sentido que nunca conservar al Tribunal Constitucional para defenderla y aplicarla en un ambiente permanente de “lealtad constitucional”. Revisemos, pues, su composición, el rol que debe cumplir su Presidente, el número y duración del período de sus Ministros, las competencias del Pleno y de las Salas, pero no condenemos a muerte al bastión principal del Estado de Derecho.

Por eso, evocando a Martin Luther King, “hoy tengo un sueño”: que el crispado ambiente político de hoy no nuble el entendimiento racional y objetivo de nuestros convencionales constituyentes. Que sean capaces de diseñar una Constitución legítima y legitimada a través de prácticas institucionales que fortalezcan el Estado de Derecho y que no lo debiliten. Y que, en ese orden de cosas, nuestro Tribunal Constitucional siga siendo un depósito seguro de confianza para cientos de justiciables y para el irrestricto fomento de la lealtad constitucional de nuestros principales órganos del Estado.

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