Cultura criminógena y corrupción. Por Soledad Alonso

Mar 16, 2021 | Opinión

Soledad Alonso Baeza. Abogada de la Universidad Diego Portales. Actualmente colabora en el estudio de Lillo Orrego Torre & Cía. Abogados y en Acevedo Allende & Mujica Abogados. Asesora en implementación de programas de cumplimiento y modelos de prevención de delitos.

En el marco de la investigación del “caso luminarias” el Ministerio Público descubrió que una de las formas de operar de la empresa Itelecom para pagar los sobornos a diferentes funcionarios públicos y justificar esos desembolsos era “utilizar” a personas en situación de calle para blanquear el dinero pagado y, así adjudicarse de forma fraudulenta las licitaciones en que la empresa participaba.

El “modus operandi” se realizaba a través de uno de los principales proveedores de Itelecom, quien captaba a estas personas, llevándolas a firmar documentos notariales mediante los cuales aparecían como dueños de determinadas empresas, llegando a emitir facturas ideológicamente falsas por un total de $650 millones. De esta forma, la compañía podía justificar los gastos millonarios que en realidad consistían en pagar sobornos a distintos municipios.

En la regulación técnica en el área del compliance uno de los riesgos a identificar que deben tener en cuenta las organizaciones es la incidencia de los factores culturales y comportamientos arraigados al interior de las mismas, que facilitan actos de corrupción cometidos con el propósito de alcanzar los objetivos corporativos. Es previsible que el comportamiento de los integrantes de una empresa con una cultura corporativa centrada exclusivamente en la obtención de beneficios económicos y, que, además, estos objetivos primen por sobre la fuerza motivacional que se espera cumpla la ley en el actuar de los sujetos, traigan aparejados actos de corrupción como los ya conocidos, especialmente en contextos de presión y competencia interna al interior de la organización.

El estudio de la criminalidad empresarial o corporate crime[1], nos provee de una visión más acabada de las dinámicas propias de la actividad económica desarrollada en organizaciones de personas, que pueden terminar neutralizando y justificando o potenciando el comportamiento ilícito.

Así, la “teoría de la neutralización” explica los procesos de racionalización de la actividad delictiva o ilícita en el contexto organizacional, es decir, los procesos a través de los cuales se terminan comprendiendo comportamientos incorrectos como si fueran, por el contrario, correctos o normales para el desarrollo de determinada actividad, cuyas técnicas se van socializando al interior de la empresa.

Por lo general, estos actos se neutralizan a través de la denominada “negación de la responsabilidad”, terminando de justificar comportamientos corruptos – propios o de terceros – en atención a factores como la presión sufrida por el integrante o debido a la convicción de no haber tenido otra opción – para la mantención u obtención del negocio – o que quienes cometen estos actos son en realidad “víctimas”, ya sea porque funcionarios corruptos no les dieron alternativas o porque las características del negocio lo exigen.

Es lo que parece haber ocurrido en este caso en particular, ya que, las personas usadas por el proveedor de la empresa se encontraban en situación de calle, algunos con diversas adicciones y con serios problemas económicos. Su utilización para cometer actos de corrupción es entonces vista como una “transacción mutua”, es decir, a cambio de una determinada suma de dinero que, de otra manera no habrían obtenido, la empresa consigue justificar o blanquear los activos mal habidos que luego se utilizarán en el pago de sobornos a funcionarios públicos, justificando así estos mismos y obteniendo todos los intervinientes en la cadena del proceso ilícito una “ganancia”.

Cuando este tipo de prácticas se llevan a cabo sostenidamente en el tiempo, los sujetos que cometen estos delitos no se perciben a sí mismos como criminales, pues las técnicas de racionalización explicadas les permiten interiorizar que sus actos corruptos son normales y aceptables en el marco del rubro del negocio en que se desempeñan. Si a lo anterior, se suma una administración que no se entera o que mira para el lado, entonces el resultado es que estas racionalizaciones se han convertido en un recurso compartido dentro de la cultura organizacional dando paso a una forma de hacer las cosas que se resume en la expresión anglosajona como “business as usual-the way things work” (la forma normal de hacer negocios en el día a día).

De conformidad con la Ley 20.393, los oficiales de cumplimiento en conjunto con la administración de las personas jurídicas son los encargados, entre otras funciones, de identificar las actividades o procesos donde exista riesgo de comisión de los delitos que sanciona esta ley. Pues bien, cuando la cultura de la empresa presenta claros caracteres criminógenos, la conducta de los gerentes es el modelo de ética a seguir. Si las tácticas de racionalización son facilitadas por quienes ostentan altos cargos al interior de la entidad o peor aún, ellos mismos participan derechamente en los actos delictivos – como el caso analizado – poco o nada se podrá hacer al respecto.

Resulta entonces, un imperativo que el núcleo de sujetos que componen la alta dirección de las empresas otorgue un rol trascendente a los encargados de prevención y a los profesionales de las áreas de cumplimiento de modo que, estos además de poseer experiencia, liderazgo, criterio y conocimiento sean capaces de frenar la cultura de “hacer negocios a cualquier precio” e instalar la cultura de la ética en los negocios sustentable en el tiempo, como única forma de combatir la corrupción.

[1] Artaza y Albertz, “Desafíos actuales para el compliance penal y los sistemas de gestión antisoborno en el ámbito público y privado”, 2020.

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