Comentarios sobre el control de responsabilidad Judicial y, nuevamente, una nueva constitución para Chile ¿Versión 2023? Por José Ignacio Rau Atria

May 5, 2023 | Opinión

José Ignacio Rau Atria

  • Ponencia expuesta en “Debates en Proceso Constituyente: independencia del poder judicial y debido proceso”, en Seminario sobre “Gobierno Judicial e Independencia del poder judicial”, organizado por Capítulo Chile del Instituto Panamericano de Derecho Procesal, abril 27 de 2023.
  •  Licenciado en Cs. Jurídicas y Sociales, Universidad Diego Portales; Abogado; ex docente titular en cátedra Derecho Procesal en Universidad de La Frontera; candidato a Magister en Derecho Procesal por Universidad Nacional de Rosario, Santa Fe, Argentina. Actualmente Juez de la República, titular del Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Temuco desde 2014. 

 

Hace unos años, cuando se comenzó el trabajo en serio con el ejecutivo para las reformas al sistema de justicia, aparecieron voces acreditadas en la doctrina, y desde muchos frentes, en las que, con mayor o menor énfasis, se hizo notar la ya insostenible situación en la que se encontraba el país en esa materia, ello, a la luz de los innegables avances que se habían plasmado muchísimo tiempo antes en Europa y, no tanto, en nuestra región. Creo que uno de los más lapidarios fue el del actual ministro Rodrigo Pica, del Tribunal Constitucional, cuando sostuvo, que “Nuestro sistema constitucional tiene hoy, -en esa época, desde hacía demasiado tiempo y aun ahora, complemento-, el peor de los escenarios: lo jurisdiccional mezclado con las atribuciones disciplinarias y directivas en los mismos órganos, lo cual para el juez es un latente fantasma de eventuales consecuencias respecto de su independencia”. 

Con ese muy mal diagnóstico, completamente vigente, me interesa realizar un par de reflexiones o comentarios en torno al tema escogido para esta breve ponencia.

Solo como contexto general, vale la pena tener presente lo que Ferrajoli nos recuerda desde fines de siglo pasado: que el estado de derecho consistía, hasta hace un tiempo, esencialmente en la primacía de la ley, y la democracia, en la omnipotencia de la mayoría, y que el mero estado de derecho pasó a transformarse en el estado constitucional de derecho, dada la primacía de los principios constitucionales que condicionaron la validez de la ley a la garantía de los derechos fundamentales de todos, incluidos los jueces, y nosotros nos transformamos en garantes de tales derechos.

Podemos decir, además, con ese escenario de fondo, que la función jurisdiccional, aquella que detentamos todos los jueces y juezas del Estado -personalmente y no por pertenecer supuestamente a corporación alguna, como se ha pretendido velada o explícitamente desde hace casi dos centurias en nuestra vida republicana, al llamarnos eufemísticamente jueces del “Poder Judicial” y que siempre intitulan con mayúsculas-, es una porción de la potestad estatal, que solo tiene sentido democrático en un sistema de gobierno republicano, con adecuada separación de funciones, controles y contrapesos.

Ahora, lejos estamos de pensar que los jueces, dentro del gran aparato del Estado, no seamos funcionarios públicos, por el hecho de que, sí realizamos un cargo público, pero mucho estamos de asumir, siquiera remotamente, que pueda darse entre los jueces y el Estado para y en el cual nos desempeñamos, una relación como la de tipo comisaria, donde si tiene relevancia la cuestión disciplinaria. 

Luego, al no formar parte de una entidad orgánica estratificada, no es disciplina, si no otro el fundamento que debe primar para abordar el control de nuestra labor en lo no jurisdiccional, cuya dimensión es igualmente confluyente. 

En efecto, la potestad disciplinaria, tiene sentido al entendérsela como “el poder interno de articulación de medios personales, cuya actuación es, precisamente, la de la organización”, [siendo así consustancial a la Administración, como una] “garantía del orden interno de esta y del normal desempeño de las funciones encomendadas”, para la ejecución de políticas públicas en el interés general. 

Sin embargo, ese rasgo calza casi a la perfección con lo que se ha creado en la cultura jurídica nacional gracias al diseño estructural que tiene hoy, y desde hace demasiado tiempo ya, la organización judicial chilena, considerada como si se tratara de un solo órgano, el “Poder Judicial”.

No entraremos en mayores detalles, bastando para ello una sola y potente muestra, pero es paradojal el tratamiento de lo judicial en la Constitución chilena aún vigente, pues la función es considerada como un poder difuso y, simultáneamente, el texto le otorga facultades directivas y correccionales a la Corte Suprema, lo que genera condiciones para que se produzca consecuencialmente una concentración del poder jurisdiccional en esta Corte, y por delegación, legislativa o pretoriana, en las Cortes de Apelaciones. Es decir, ese diseño constitucional permite, en la práctica, el funcionamiento de la organización judicial como una supuesta agencia estatal más, con supuestas jefaturas por sobre los jueces, y pretendidos deberes de obediencia o sumisión correlativos, quizás en muchos de esos “jefes”.

Ahora bien, para el ejercicio del poder jurisdiccional que detentan sus titulares, individualmente o como colegio, es imperativo reconocer, como en una moneda, las dos caras insoslayables que la caracterizan en un estado constitucional de derecho: por una faz, la independencia como su pilar principal, entendida como un derecho de las personas y no como privilegio de los juzgadores, para que sus destinatarios sea tratados en su conflicto sin más consideración que la Ley y el caso concreto (junto a toda la gama de garantías que le dan sustancial contenido, como la imparcialidad, la impartialidad, la integridad, la eficiencia, etc.); y, por la otra, la responsabilidad, contrapartida consustancial a esa independencia, y su adecuado control como contrapeso, ante el desvío indebido de la conducta que es esperable para el producto final de la función, la sentencia. 

Ahora, volviendo a las ideas ferajolianas, destacamos que, entonces, la independencia de los jueces “se justifica por la necesidad de que puedan ejercer su función de guardianes del estado de derecho y de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas”, como reafirmó también el ex Relator Especial sobre la independencia de jueces y abogados de las Naciones Unidas.

Luego, cuando hablamos de esa responsabilidad, necesariamente nos referimos a de la de orden civil y penal, que pueda derivar de la conducta estrictamente judicial, y a la que provenga del incumplimiento de reglas de conducta en lo no jurisdiccional, ya sea en el plano estrictamente ético, ya en plano más amplio de la integridad, según sea la reprochabilidad del actuar personal extrajudicial.

Lo que tiene que estar claro a estas alturas del avance del conocimiento es que, no existe justificación alguna para insistir en la súper dotación de facultades de administración, gobierno y control en los órganos jurisdiccionales del orden recursivo, que actualmente se expresan en el más amplio e imaginable sentido posible, haciéndose indispensable hoy la separación de funciones, tal como ha venido siendo pregonado por casi toda la literatura nacional e internacional, y no solo desde el gremio de juezas y jueces desde hace más de 30 años.

Tanto es así, que el pleno de la Corte Suprema, en su Jornada de Reflexión realizada en octubre de 2014, finalmente emprendió el giro, y aprobó una inédita declaración plasmada en un Acta, precisamente, sobre Gobierno Judicial, en que repensando todo lo asentado hasta ese momento, sobre todo a partir de lo dicho en 1990, por primera vez se abría a que no fuera ese alto tribunal el ente encargado de tal función para compartirla con los diversos estamentos de la organización. Las cruciales decisiones fueron dos, por una parte, separar las funciones jurisdiccionales de las que no lo son, dejando a la Corte Suprema sólo con las primeras y, por la otra, crear un “órgano interno, propio del Poder Judicial, integrado exclusivamente por representantes de todos los estamentos que lo componen”, para hacerse cargo de dichas competencias no jurisdiccionales, es decir, del gobierno de lo judicial, como prefiero decir, valorándose positivamente esa apertura en la asociación gremial.

Asi las cosas, participando del proceso constitucional anterior, fue escuchada entre muchas otras entidades de relevancia en el quehacer de su actividad propia, como la Asociación Nacional de Magistradas y Magistrados de Chile, la misma Corte Suprema, esta vez asumiendo que dicha separación de funciones exigía apartarla del todo de la propia organización judicial y que debía ser entregada a un órgano autónomo distinto.    

De esta forma, en el seno del órgano mayor de decisión de la Asamblea Constitucional, se aprobó con una amplia y transversal mayoría, el texto del artículo 343 en el proyecto de Nueva Constitución que no prosperó en 2022, pero que contemplaba con absoluta claridad que, como atribuciones de lo que denominó “Consejo de la Justicia”, en su calidad de órgano único encargado de los asuntos del gobierno de lo judicial -que tenía una composición heterogénea, predominantemente judicial mas no mayoritaria, como se sugería desde todos lados-, estaría encargado, entre otras cosas, de adoptar las medidas disciplinarias en contra de juezas y jueces y evaluar y calificar, periódicamente, el desempeño de aquellos. Es decir, se recogió correctamente la aplastante opinión surgida en los foros académicos, en la doctrina, e incluso, luego de la ya conocida evolución, en el parecer debidamente fundado y razonado de la propia Corte Suprema.  

Luego, a no menos un mes después de conocida la decisión electoral de rechazo frente a la propuesta de Nueva Constitución, en otra Jornada de Reflexión anual, la Corte Suprema acordó adoptar los lineamientos destinados a contribuir al proceso constitucional en desarrollo, el actual. O sea, volvió a presentar su posición oficial cómo órgano jurídico incumbente en la cuestión constitucional. 

Con una notable contundencia ese alto tribunal declaró en un apartado específico sobre la división de las funciones jurisdiccionales de las que no lo son, como primer aspecto, es decir, de un modo basal y, textualmente, que es “constitutivo de una definición central que la Corte Suprema ha adoptado en forma consistente, […] la necesidad indiscutida de diferenciar, en forma clara, el ejercicio de funciones jurisdiccionales de las no jurisdiccionales”, y con todas sus letras, a renglón seguido, dijo que esto implicaba “la creación de un órgano nacional -no dos ni menos cuatro, ¡qué despropósito!- con autonomía constitucional, tipo Consejo de la Magistratura, descentralizado o desconcentrado funcional y territorialmente a nivel regional, que ejerza las funciones propias del gobierno judicial y donde la composición de su instancia superior, tanto a nivel nacional como regional, sea especializada y mayoritariamente judicial”. Por cierto, que, entre las funciones del órgano a cargo de las labores no jurisdiccionales, que obviamente situaba fuera del campo jurisdiccional, estaba la relativa a la evaluación de desempeño y al control “disciplinario” (pasemos por alto ese no menor desacierto lingüístico, una vez más, por el momento).

Y, luego de instalado el primero de los órganos de esta nueva etapa de discusión constitucional, ¿con qué nos encontramos de entrada al leer la propuesta original de la Comisión de Expertos en este actual proceso, en materia judicial y específicamente en lo relativo al tema de estas líneas? Con que la responsabilidad “disciplinaria” -otra vez el impropio vocablo-, se entregaba a un órgano autónomo formado por los actuales Fiscales Judiciales, quienes investigarían y formularían cargos, pero luego, ¡oh, sorpresa!, que, de nuevo un órgano judicial fundamental del sistema recursivo, una Corte de Apelaciones, aun cuando distinta al territorio jurisdiccional en que cumple funciones el acusado, definiría sobre la condena o la absolución, y sobre la sanción respectiva. O sea, volvía a plantearse el añejo modelo de decisión del asunto de responsabilidad judicial en un órgano jurisdiccional de segunda instancia.

Sin embargo, afortunadamente, se formuló una razonable indicación que superaba el problema de independencia que hemos destacado y se perpetuaba con esa original prescripción, y que, de no ser así, además, habría permitido contribuir negativamente a la mora judicial, entregándole a esas Cortes, adicionalmente a su labor propia, la decisión sobre esa tan delicada materia.

Con la reformulación respecto a la función aludida, que sigue, no obstante, llamándose “disciplinaria”, en la nueva y vigente propuesta se mantiene el órgano autónomo y con personalidad jurídica, denominado derechamente ahora “Fiscalía Judicial”, con la misión de velar por el correcto actuar de los jueces, de los funcionarios del “Poder Judicial” -nuevamente el odioso concepto-, de los auxiliares de la administración de justicia y de las demás personas que determine la ley, integrada por todos los fiscales judiciales, con un Comité Directivo presidido por el Fiscal Judicial de la Corte Suprema, e integrado por cuatro fiscales judiciales de las Cortes de Apelaciones, elegidos por estos en votación única, con lo cual se podría favorecer la descentralización, si, de prosperar, el diseño legal no permite solo participación metropolitana, y sanamente, al modo de un proceso acusatorio, reserva el conocimiento y resolución del asunto a un órgano distinto al que acusa, el Tribunal de Conducta, especialmente conformado para estos efectos, conformado de tres plazas para ser llenadas mediante sorteo de entre treinta jueces designados con anterioridad -y esto si es una verdadera novedad en el derecho comparado-, con una decisión recurrible de nulidad ante un nuevo Tribunal de Conducta, constituido especialmente para tal fin, todo ello en conformidad a una ley institucional que establecerá la organización y competencia de la tal Fiscalía Judicial. 

Por fin, por último, como tantas veces hemos reclamado desde el gremio, también el procedimiento mismo que seguirá en sus actuaciones, así como la forma del establecimiento de ese tribunal sería regulado por una ley, asegurando el texto constitucional propuesto que los procedimientos de jueces y fiscales “deben garantizar el acceso a la justicia y el debido proceso”, mereciendo finalmente siempre destacarse de la proposición, para velar por la no intromisión en la cuestión esencial de la función adjudicatoria, que “En todo caso, no procederá abrir proceso disciplinario por decisiones contenidas en resoluciones judiciales dictadas en asuntos jurisdiccionales.”

La propuesta contempla, entonces, un verdadero tribunal de pares para conocer y resolver la cuestión de un asunto sobre el control de responsabilidad, más o menos en la lógica de los órganos encargados de tal juzgamiento en la actividad de los gremios, y un procedimiento estatuido por ley. Por cierto, que lo mismo esperamos de una suerte de código de conductas y catálogo de respuestas ante su incumplimiento.

De esta forma, advertimos que la nueva redacción ofrecida para el artículo sobre esa delicada función de responsabilidad judicial responde en sentido adecuado a la pregunta que, más bien desde la deontología o ética judicial, se formulan en la doctrina, en torno a por quién debería ser sancionada una violación a un estándar de conducta, es decir, quién sería competente para la supervisión del cumplimiento de los códigos de esa naturaleza, cuando, por ejemplo, la Fundación Konrad Adenauer desde hace casi 20 años responde, indicando que, primero, para ello, sería indispensable que dicha prescripción normativa contenga “no solo principios formulados en forma vaga si se quiere que él tenga fuerza jurídica obligatoria y que contenga un régimen sancionatorio, sino que del propio código debe poder inferirse cómo tiene que comportarse un juez en un caso concreto, para cumplir con los estándares de conducta allí establecidos” (aquí, acertadamente a mi juicio, se relevan, por ejemplo, los estándares que fijan como modelo los Principios de Bangalore y sus Comentarios), y proponen, entonces, contestando que las violaciones contra las normas de ética judicial “deberían ser sancionadas sólo por órganos internos de la justicia”, [nunca desde afuera], “permitiendo que un órgano tal esté integrado también por miembros que no pertenezcan a ninguno de los poderes del Estado, como por ejemplo académicos de otras profesiones o simples ciudadanos”, para evitar la instalación de la idea de un funcionamiento endógeno corporativista, agregaría yo. 

Casos de experiencia internacional en el que no son los tribunales del sistema recursivo los encargados de velar por el cumplimiento de las reglas de conducta, por cierto, que los hay, ya sea que existan Consejos de la cuestión de gobierno judicial o no, destacando el de los magistrados canadienses, que, para los temas de ética judicial tienen orientaciones que se conocen como “Principios Éticos para Jueces” y quienes se encargan de llevar adelante la instancia sancionatoria, si corresponde, son los jueces principales y asociados al Consejo Judicial canadiense, para los casos federales, y los órganos similares para los demás jueces a nivel provincial y local.

Se apunta así en un sentido correcto con la propuesta que acabamos de revisar, y solo eso ya es esperanzador.

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