Cancelación y garantismo. Por Agustín Walker Martínez

Dic 26, 2022 | Opinión

Agustín Walker Martínez. Abogado de la Universidad de Chile. Diplomado de Derecho Penal de la Universidad de Talca. Diplomado en Sistema Procesal Penal de la PUC. Abogado asociado en Vial & Asociados.

A principios de diciembre de 2022, un grupo de parlamentarios UDI planteaba como una medida intransable para continuar en la mesa de acuerdo por la seguridad, la “eliminación del garantismo de la Reforma Procesal Penal”, lo que no contaba con bajada ni contenido de ningún tipo, agotándose la propuesta en su mera enunciación simbólica y periodística. En paralelo, otros sectores políticos y sociales, negaban que pudiera nominarse como Fiscal Nacional a un candidato que en su carrera profesional actuó como abogado defensor de personas a quienes se le habían imputado delitos sexuales y económicos, al entender que ello le era personalmente reprochable, y en sí mismo incompatible con el ejercicio de un cargo público.

Estas dos situaciones, que en su sustento provienen de sectores políticos opuestos, dan cuenta de buena manera del enorme riesgo que enfrenta el sistema de justicia penal, en particular respecto de la operatividad y eficacia de las garantías procesales penales, cuyo sentido y objetivo, parecen haberse diluido dentro de consignas contingentes. Por un lado, la propuesta que busca indeterminadamente eliminar el garantismo del sistema penal, olvida que son las garantías individuales y procesales las que en definitiva legitiman dicho sistema, y las que permiten insertarlo en un marco democrático propio de un Estado de Derecho, al ser dichas garantías las que impiden que el Estado ejerza ilimitada y arbitrariamente una atribución tan sensible como la de perseguir y castigar penalmente a ciudadanos/as. Ello, curiosamente, proviene de un sector político conservador especialmente reticente a la intromisión del Estado en otras garantías individuales, y en otros aspectos del tráfico jurídico y social, reticencia que parece olvidarse al proponer la genérica eliminación total de contrapesos en favor del individuo que es objeto de persecución penal por el aparato estatal. Dicha inconsistencia esencial, se vuelve irrelevante para los promotores de esta iniciativa, cuya propuesta -carente de contenido- se agota en el mero discurso punitivo, en un ejemplo muy claro de lo que ha sido tradicionalmente denominado populismo punitivo.

En paralelo a todo ello, desde sectores nominalmente progresistas, se ha propuesto la cancelación pública de quienes han ejercido como abogados/as defensores/as de personas a quienes se le imputan ciertas categorías de delitos cuyo desvalor social y político es actualmente más intenso. El argumento, asistémico e infundado, parece fundarse en una grave confusión entre el indispensable rol de la defensa penal letrada y el delito perseguido, homologando ambos y equiparando el ejercicio de la defensa a una validación en abstracto de la conducta perseguida. Esa -deliberada- confusión, supone -al igual que la propuesta emanada del sector político opuesto- una anulación de una de las garantías centrales del individuo frente al poder punitivo del Estado, bajo el pretexto de que ello colaboraría en la eliminación de problemas tan complejos como la violencia sexual o de género, con lo que una defensa penal eficaz y plena sería sólo posible respecto a categorías de delitos que -de manera contingente- no gocen de un particular reproche social.

Ello no solo es asistémico y contrario a un sistema adversarial inserto en un Estado de Derecho, sino que expresa un razonamiento absurdo, por dos razones: Primero, pues todo delito que requiere defensa penal supone un daño social y/o individual, siendo ello lo que fundamenta su calidad de delito, y la persecución penal subsecuente. Así, que un delito sea particularmente grave para una sociedad en un determinado momento y lugar, lejos de fundar válidamente la afectación del ejercicio de la defensa penal letrada y el ostracismo del/a abogado/a defensor/a, es precisamente el fundamento para que esa defensa se ejerza libre de cancelaciones y afectaciones externas. Y segundo, pues ese argumento parte de la incorrecta base de que el ejercicio de la defensa penal supone una adscripción a la conducta que se persigue, o una validación del delito presuntamente cometido, lo que es sólo demostrativo de un desconocimiento radical del fundamento y funcionamiento sistémico de la defensa penal letrada.

Ambos ejemplos dan cuenta de que momento actual es uno complejo para el funcionamiento del sistema procesal penal y para la operatividad de las garantías mínimas que le sirven de sustento y que lo legitiman, riesgo cuyo origen proviene de sectores políticos diversos. La consecución de objetivos indiscutiblemente deseables como la seguridad pública, o el fin de la violencia de género, no pueden alcanzarse inorgánicamente en base a la eliminación total o parcial de las garantías procesales e individuales que limitan el poder punitivo del Estado, ni mucho menos persiguiendo social y públicamente a quienes actúan como abogados/as defensores/as, cuyo rol sistémico garantiza el acceso a la justicia y el derecho de toda persona a un justo y racional debido proceso. La consecuencia de apostar por esa vía sería el sacrificio de un pilar esencial del Estado de Derecho, y la deslegitimación del poder punitivo estatal, sin que nada de ello colabore en alcanzar dichos objetivos socialmente deseables.

| LO MAS LEIDO