Análisis literario: “Orwell 1984: una fecha que ya pasó y un libro que permanece vigente”. Por Ángela Vivanco

Nov 7, 2020 | Opinión

Créditos Imagen : Ángela Vivanco

Ángela Vivanco Martínez. Ministra de la Excma. Corte Suprema.

George Orwell publicó su obra más famosa, 1984, en 1949, en plena guerra fría. Había vivido la Guerra Civil española y sufrido la Segunda Guerra Mundial, eventos en los cuales los autoritarismos y totalitarismos se habían mostrado en todo su amargo esplendor, haciendo a la humanidad tomar conciencia respecto a que los regímenes auténticamente democráticos no eran tan invulnerables como parecían, ni el consenso sobre la protección de los derechos de las personas tan extendido como se había creído.

Orwell crea una obra no sólo distópica sino profundamente pesimista, que muestra lo que podría ser un futuro posible, en el cual el Estado crece desmesuradamente en contraposición a la libertad de las personas. Más aún, difuma de modo persistente la certeza, la verdad, las identidades individuales, los afectos, la familia, la confianza. Nadie está seguro ni siquiera de lo que ha ocurrido o ha sido registrado históricamente, pues los documentos se reemplazan por otros convenientes y la realidad se altera. Tampoco se puede adquirir tranquilidad por el cumplimiento de las reglas, por duras que sean, dado que uno podría ser duramente sancionado incluso por lo que dice en sueños, captado por las muchas tecnologías que vigilan a los ciudadanos o como consecuencia de las denuncias que los propios miembros del grupo familiar suelen hacer unos de otros, en especial los niños, que han pasado a ser útiles instrumentos del sistema.

La obra describe con detalle cuál es la estructura del Estado todopoderoso. El lugar en el que se desarrolla la obra es Oceanía (continente que comprende América, las Islas Británicas, Oceanía propiamente tal y las islas del Atlántico y del sur de África) y el Partido Gobernante, INGSOC (Socing) tiene dos finalidades: conquistar toda la superficie de la tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de libertad del pensamiento. El lema del Socing es “La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. Esa contraposición y confusión de conceptos es también una de las claves de la dominación de Oceanía, dejando las palabras carentes de un contenido coherente y usando la neolengua que disminuye las posibilidades de expresión y también de abstracción de conceptos. Muestra de lo anterior, mezclado con una fina ironía, son los nombres del Líder del partido (“El Gran Hermano”, muy lejos de cualquier hermandad o relación filial posible) y de los Ministerios de Oceanía: El Ministerio del Amor tiene por tarea reafirmar los sentimientos de lealtad y amor de los ciudadanos de Oceanía hacia el Gran Hermano utilizando como principales instrumentos para tal fin el miedo, la tortura y el lavado de cerebro; El Ministerio de la Abundancia, que se encarga de planificar la economía según los lineamientos del partido, además supervisa el racionamiento de los alimentos, materiales de construcción y bienes de consumo, manteniendo a las personas en un estado de carencia permanente; El Ministerio de la Paz que está a cargo de mantener una guerra constante con los otros continentes y el Ministerio de la Verdad que, en realidad, sirve a lo contrario, pues es responsable de cualquier falsificación necesaria de los acontecimientos históricos.

El protagonista de 1984, Winston, trabaja precisamente en este último ministerio y vive pobremente, vigilado por una telepantalla que es aparentemente un televisor (“El Gran Hermano te observa”), impactado por la agresividad de los hijos de sus vecinos, divorciado de una mujer que nunca tuvo interés en él y que teme incluso a sus compañeros de trabajo.

Si bien es un sujeto alienado por el Estado y profundamente atemorizado por lo que podría ocurrirle, Winston es un hombre inteligente que percibe la realidad como un velo que oculta todo tipo de manipulaciones y su única convicción es que no se puede estar seguro de nada: ni siquiera sobre el año en el que vive: “En una letra pequeña e inhábil escribió: 4 de abril de 1984. Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984… la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se decía”.

Justamente aquello que escribe es su primera y grave trasgresión: llevar un diario, un acto impensable allí donde el pensamiento individual está cercenado y donde dejar registros de lo que se piensa, se siente o se ha vivido es claramente un atentado al régimen: “Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados”.

El que inicia el camino de la rebelión no puede evitar seguirlo andando y pronto el protagonista agregará otra conducta ilícita, al relacionarse afectivamente con una mujer del partido, una hermosa joven llamada Julia, que lo contacta con sentimientos y emociones casi perdidos.  Aunque se esconden y toman todo tipo de precauciones, Winston sin embargo sabe que no tardará mucho en ser descubierto, pues en realidad más que conductas, lo que le causará la reprensión más grave es la comisión del llamado “crimen mental”, el cual se comete ya desde el momento en el cual se piensa en algo o de alguna forma no compatible con el sistema (“a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos”). Los que incurren en tal delito son detenidos a media noche por “la policía del pensamiento”, desaparecen y se les considera “vaporizados”.

Tal como Winston teme, la alegría dura poco y la pareja, traicionada por quien creen amigo, cae en manos de “la policía del pensamiento” y cada uno inicia un terrible camino de interrogatorios, torturas y malos tratos, detalle del cual sólo lo tenemos respecto de Winston. En medio de tan espantosa situación, el protagonista llega a una firme convicción que nos explicará el desenlace de su triste historia: “Por lo menos, ya sabía una cosa. jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo…”

Durante su encarcelamiento, los diálogos que mantiene con su interrogador O’Brien, son preclaros respecto a la esencia del totalitarismo y a las verdaderas pretensiones de un régimen de esta especie, que el autor desarrolla con verdadera maestría.

O’Brien procura explicar a Winston que no es la realidad la que importa, sino lo que Socing dice que es la realidad: “Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston” y de allí vendrá la insistente pregunta de cuántos dedos ve Winston, pues se trata de que vea los que O’Brien le dice, no sólo que lo diga (este excurso literario proviene de la campaña estalinista que usaba como un mantra 2+2=5).

No importa que el prisionero confiese lo que ha hecho o incluso lo que no ha hecho: “Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos” y ello es porque el Estado aspira a hacer una toma de posesión total del inculpado, ya no de su cuerpo – hecho pedazos, herido, torturado – sino de su voluntad y de su espíritu, ése es el verdadero poder: “Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro… Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de… nosotros”.

El triunfo de 0’Brien como interrogador será, finalmente, eliminar el último reducto de la conciencia y de la moral de Winston. En la famosa “habitación 101”, enfrentada la víctima al peor de sus miedos, rogará que los horrores se los hagan a Julia, no a él, a Julia a quien amaba y se había prometido proteger, a Julia, que también irremisiblemente lo traicionará a él, porque el aparataje de la barbarie no les dará tregua, hay que apagar definitivamente la llama del verdadero amor, la única que hubiera sido capaz de salvarlos.

Reintegrado a la vida de tranquila e insípida esclavitud, Winston descubrirá que la pérdida del ser amado no es su ausencia física sino la ruptura del vínculo de lealtad. Entregado a los “dos minutos de odio” en los cuales la masa libera sus emociones del único modo admitido y se clama contra un enemigo que puede ser tan irreal como el Gran Hermano, el protagonista deja de ser tal y se funde en la masa informe de la sumisión y del total olvido de sí mismo.

La carencia de derechos, la total incertidumbre vital y la brutal represión, en el pensamiento de Orwell, son espantosas realidades de las “sociedades cerradas” – como las llamaría Popper – pero lo que de veras constituye el horror anunciado y venidero, lo que se cierne sobre la golpeada sociedad del siglo XX y la no menos herida sociedad del siglo XXI – heredera sin duda de 1984, libro que goza de renovados bríos-, es la destrucción de la libertad de conciencia, del pensamiento individual, de los valores y vínculos profundos con los otros, la naturaleza o la divinidad, porque tal cosa es en realidad lo que consigue licuar y deshacer a la humanidad.

Tal riesgo ha sido descrito, de modos distintos, por autores de la talla de Huxley, Bradbury o Saramago, pero quizás el modo más tenebroso, más explícito y declarado es aquel mediante el cual 0rwell nos muestra, sin ambages, una rejilla que separa ratas hambrientas del rostro de un hombre, capaz entonces de olvidar a quien creyó inolvidable: la única mujer que amó.

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