Amor y empatía: Claves de la vida en comunidad. Por Ernesto Vásquez.

Feb 7, 2021 | Opinión

Por Ernesto Vásquez B. Abogado, Licenciado, Magíster y Académico Universidad de Chile. Máster y Doctorando en Derecho, Universidad de Alcalá.

Luego de un cuarto de siglo unido al derecho y a la abogacía, he llegado a la modesta conclusión que, si bien es menester que en toda comunidad existan reglas de conductas, en la sociedad, por cierto, desde la carta fundamental (Constitución Política de la República) y Leyes generales que sometan a todos los individuos en igualdad de condiciones y oportunidades, hay algunos elementos que no pueden estar impuestos por dichas normas.

A saber, la empatía y el amor.

Toda la existencia no es más que un conjunto de puntos y acciones humanas, que, miradas con perspectiva, nos permiten observar aquella recta que forma la vida está fundada en destellos de alegría y momentos de congoja, esto último es una forma de poder distinguir justamente la felicidad de la tristeza.

Si cada uno asume un proyecto individualista que implique avanzar en diversos objetivos sin considerar más que sus necesidades, evitando entender que cada ser humano ha de desarrollar sus propios ideales y que el semejante, la persona que tenemos en nuestro entorno también posee sueños y anhelos; entonces el egoísmo se ha de instalar para siempre en nuestras labores diarias, sea en el oficio, profesión o actividad que emprendamos.

Si el profesor olvida que la esencia de su rol es enseñar y avanzar con su pupilo, si el hincha del fútbol cree que sólo su sentimiento deportivo es el correcto o el que abraza una postura política estima que su ideología, partido o movimiento, es la verdad plena; entonces no sólo anulamos al ser que nos rodea y colocamos nuestro ideario en el dogma intransable frente a los demás.

La vida es de dulce y de agraz, es de tiempos e instantes, que para cada ser humano son diversos. El maestro que busca aportar en el desarrollo profesional de otro ser humano que en él confía, no puede solazarse por la desgracia de su alumno, pues si éste ha puesto el máximo de su empeño en lograr sus objetivos y fracasa, algo de ese fracaso le pertenece al guía. Si las personas que viven en comunidades sólo colocan sobre los hombros de algunos la dirección absoluta de dicha comunidad y no cumplen sus deberes básicos de convivencia, el resultado será sin duda, que en ese entorno no reinará la paz, por más reglamentos que existan; pues estos no pueden cambiar la esencia de las personas ni su cultura y son un mínimo civilizatorio para justamente lograr una convivencia colaborativa; ergo, el individualismo extremo ha horadado el fin último de un grupo humano: vivir en armonía, donde cada uno es el  “arquitecto de sus propios sueños” respetando y entendiendo que el prójimo posee los propios.

Esto que parece minúsculo y parte de las pequeñas-grandes causas que repletan los juzgados, es un inconveniente social severo, cuando las personas no empatizan con su semejante y actúan presos del individualismo, carentes de amor y misericordia hacia aquel que obvio, también posee su hoja de ruta humana.

El primer deber de todos es aportar desde sus diversos oficios y roles para que -enhorabuena- todos pudieran lograr su felicidad y con ello la anhelada armonía colectiva. Si bien la carta de derechos humanos de Naciones Unidas, reconoce -así como nuestra norma suprema- el respeto a los derechos esenciales que emanan de todo individuo por ser tal, no es menos cierto, que también prescribe que todos los seres humanos deben comportarse fraternalmente ya que ilustra que “Toda persona tiene deberes respecto de su comunidad, puesto que en ella pueden desarrollarse libre y plenamente su personalidad”.

Tal idea hoy parece extirpada de la actividad pública, exacerbando sólo en los derechos individuales, el pilar de la convivencia y progreso colectivo, lo que de suyo es una contradicción. Empero, más allá de cualquier ley u ordenanza, aparece como una necesidad natural a partir del respeto, la empatía, la cual, es tan sencillo como “colocarse en el lugar del otro” y pensar “si a uno le gustaría ser tratado de tal o cual manera”. Evidentemente, para los funcionarios públicos, la regla de empatía básica es efectuar su rol respecto de quienes son los usuarios del sistema o entidad, pues ello, no es más que la concreción del papel natural de actuar “como servidores públicos”.

El trabajo dignifica a quien lo efectúa y la remuneración es una contraprestación justa en la ejecución correcta de la labor realizada. Muchas veces observamos como algunos creen que sus funciones implican ver al usuario de sus tareas como un número más, no una persona a quien servir y el desdén -tan frecuente desgraciadamente en las atenciones- no sólo degrada al sujeto destinatario de esa actividad, también denigra la ocupación que se materializa. Ninguna ley puede establecer un vigía en cada una de nuestras actuaciones; sin embargo, la ética profesional o funcionaria y el compromiso, ha de ser el faro guía que permita crear el círculo virtuoso donde quien demanda un servicio reciba una atención digna y adecuada. La clave, ya la escribió el vate Khalil Gibrán “El trabajo debe desarrollarse con amor, pues si se ejecuta con desdén, entonces ha de ser como el pan que, amasado con desgano, jamás quite el hambre”. Aquel poeta sentenciaba que, si no se es capaz de trabajar con amor por la tarea encargada, entonces, mejor “dedícate a pedir limosna en las puertas de un lugar para recibir dicha dádiva de quienes sí trabajan con alegría.”

En nuestro sistema penal, por ejemplo, cada uno ha de ejecutar en su rol con el máximo de empeño y dejar que sea un tercero imparcial el que decida el conflicto que se la ha de presentar. Coloquialmente, un jurista dijo una vez, “Cada mono en su rama”, simbolizando que, si cada cual realiza su función, el sistema de justicia puede marchar adecuadamente, obvio, con las precariedades de toda obra humana perfectible por naturaleza. Entonces, el rol del periodista ha de ser el de informar con verosimilitud, imparcialidad e independencia y nunca un juez; el del político, servir a su comunidad y ser coherente en sus acciones y su discurso. El Profesor debe buscar enseñar o guiar según sea la etapa académica, a los estudiantes, permitiéndoles abrir sus propios desafíos y descubrir el universo, pues -lo decía también Gibrán- El verdadero maestro no es aquel que lleva sus discípulos a su propio mundo y visión del saber, sino aquel que los orienta, apoya y busca que estos, desde su propia mente, sean los verdaderos arquitectos de su destino, dándoles pinceladas de su experiencia y sabiduría, mas no coartando su propia imaginación y sobre todo, entregándoles afecto y jamás indolencia.

En nuestro país y su convivencia (algo deteriorada) en el marco de un Estado democrático de derecho, donde las instituciones funcionen, evidentemente también la pandemia nos ha dado ejemplos de la grandeza y miseria humana, y una evidencia palmaria: nos falta actuar con menos severidad para juzgar al prójimo y mucho de empatía y amor en nuestras relaciones interpersonales, único camino que puede conducir a un país al desarrollo espiritual y material en paz y armonía.

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