¿Defensoría pública para las víctimas? Por Agustín Walker Martínez.

Mar 24, 2023 | Opinión

Agustín Walker Martínez. Abogado de la Universidad de Chile. Diplomado de Derecho Penal de la Universidad de Talca. Diplomado en Sistema Procesal Penal de la PUC. Abogado asociado en Vial & Asociados.

En el marco del debate constitucional que tiene lugar en Chile, y de las prontas elecciones de consejeros constitucionales, se ha renovado el debate acerca de una propuesta que suele aparecer en períodos electorales: la creación de una “defensoría de víctimas”, que permita incorporar un nuevo interviniente en el proceso penal, en representación de quienes han sido víctimas de un delito. La preocupación subyacente es -sin duda- legítima: quienes sufren un delito, deben ser objeto de especial atención estatal, en particular para intentar atenuar las consecuencias nocivas del hecho vivido. La pregunta, sin embargo, es ¿contribuye a ese objetivo la creación de un nuevo servicio público que otorgue asistencia jurídica a la víctima por medio de la incorporación de un nuevo interviniente en el proceso penal?

La respuesta es no. La propuesta de una nueva defensoría de las víctimas no es novedosa, sino que ha sido reiteradamente propuesta por diversos sectores políticos, traduciéndose incluso hace algunos años en una modificación constitucional que mandató a la ley a crear un mecanismo de asistencia jurídica gratuita para las víctimas, el que aún no se ha concretado por parte del legislador. El argumento suele estructurarse desde dos perspectivas, en sí mismas infundadas y cuestionables:

Primero, se respalda esta propuesta desde una idea de “igualar la cancha” entre víctima e imputado. Esta “falacia de suma cero” (Cuneo, 2018: 122; Zimring, 2007: 147), asume que el hecho de que el imputado tenga una defensa, sería una afrenta para la víctima, lo que obligaría a “empatar” la situación de uno y otro interviniente. Este argumento, así entendido, es ajeno al sistema penal acusatorio que rige en Chile, cuya estructura no supone un conflicto entre partes tendiente a la reparación de un daño -como ocurre en el sistema civil- sino que se construye a partir de la persecución estatal en contra de quien ha cometido un delito, dado el interés público en la respuesta punitiva estatal y/o en la prevención futura de dichos ilícitos. Ante esa disparidad de fuerzas entre el Estado como persecutor, y el/a ciudadano/a perseguido, el sistema se articula en base a ciertas garantías en favor de este último, para evitar excesos en la persecución y atropellos injustificados a las libertades individuales de toda persona. En ese contexto, la falacia de suma cero parte del errado supuesto de que esas mismas garantías debieran aplicarse a la víctima, en un argumento contra sistémico, derivado de un diagnóstico procesal errado. Sumar, por tanto, un nuevo interviniente que represente a la víctima en el proceso penal implica sólo mermar la eficacia del procedimiento, y favorecer su privatización, a un costo económico gigantesco.

Segundo, se funda la propuesta en el daño sufrido por la víctima, señalando que el daño psicológico, patrimonial y/o físico experimentado, debe permitir que ella sea reparada a través del proceso penal, para lo cual se requeriría que actúe representada con un interviniente específico. Esa comprensión parte de la base -cuestionable- de que el proceso penal sería idóneo para dicha reparación del daño, lo que no solo no se ajusta a dicho modelo acusatorio, sino que tampoco tiene base empírica: la víctima puede buscar ser reparada, pero el proceso penal, largo, y muchas veces revictimizante, suele no ser una vía en sí misma idónea para ese objetivo. Y aunque lo fuera, ello puede ser adecuadamente cumplido por el Ministerio Público, sin necesidad de la incorporación masiva de nuevos intervinientes dentro del proceso.

Más bien, esta propuesta parece evadir la verdadera responsabilidad estatal de dar a la víctima un apoyo interinstitucional y multidisciplinario que le permita reparar las consecuencias psicológicas y patrimoniales del delito sufrido. En ese sentido, el fortalecimiento económico e institucional de las unidades de atención a víctimas del Ministerio Público, la introducción de herramientas normativas vinculantes para que el propio Ministerio Público adopte medidas de resguardo de las víctimas, la ampliación de las redes de asistencia psicológica, psiquiátrica y social puestas a disposición de las éstas, y la simplificación de las vías de acceso a ellas, son medidas de mucha mayor relevancia en ese camino, considerando los escasos recursos estatales. Sobrepoblar de intervinientes un proceso penal que ya cuenta con suficientes obstáculos en su celeridad y buen funcionamiento, parece contraproducente.

Analizar críticamente estas propuestas no supone en ningún caso desconocer el sufrimiento y dolor de las víctimas, sino que implica reconocer que la incorporación de un nuevo interviniente en el proceso penal no es una vía idónea para atenuarlos. Es por ello que estas propuestas pueden tildarse de populistas, pues buscan absorber una aparente sensibilidad especial de la colectividad hacia las víctimas, para la obtención de réditos políticos, en base a modificaciones que no contribuirán a mejorar la situación de éstas, y profundizarán la falta de legitimidad del sistema y la desconfianza ciudadana. La responsabilidad propositiva, tanto en recursos públicos como en relación con la orgánica del proceso penal, es un aspecto esencial que no puede olvidarse en la vorágine electoral.

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