¿Cómo hablamos los jueces? Por Andrea Díaz-Muñoz

Ago 31, 2021 | Opinión

Por Andrea Díaz-Muñoz Bagolini. Abogada de la Universidad de Chile, Máster en Derechos Fundamentales de la U. de Jaén, jueza preferente de Responsabilidad Penal Adolescente y jueza titular del Cuarto Juzgado de Garantía de Santiago.

Los jueces por la función que ejercemos, esto es resolver conflictos de relevancia jurídica, debemos cumplir una serie de requisitos que nos aparta de ser un ciudadano común. Y con esto no me refiero a que seamos superior a un ciudadano, sino que estamos sometidos a una mayor exigencia, sujetos a obligaciones y también a prohibiciones, las que conocíamos antes de ejercer la judicatura.

Cuando asumimos la importante labor de ser jueces, la ley nos obliga a hacer un juramento una vez nombrados. El mismo consiste en jurar por Dios al tenor del artículo 304 del Código Orgánico a través de la siguiente fórmula “¿Juráis por Dios Nuestro Señor y por estos Santos Evangelios que, en ejercicio de vuestro ministerio, guardaréis la Constitución y las leyes de la República?” El interrogado debe responder “Sí juro”; y el magistrado que le toma el juramento añadirá: “Si así lo hiciereis, Dios os ayude, y si no, os lo demande”.

Si bien puede considerarse que es un mero formalismo para asumir el cargo de juez, dicho juramento es un verdadero compromiso para quienes creemos que en la judicatura tiene una importante misión. Los magistrados por tanto, debemos apegarnos a las leyes, pues ello consiste en una verdadera garantía para los justiciables, otorga certeza que efectivamente ese juez será lo suficientemente probo, recto, imparcial para lograr resolver el conflicto sometido a su decisión. No es un asunto baladí, los magistrados tenemos la importante función de decidir aquellos conflictos que no pueden ser resueltos en el ámbito o esfera privada de las personas y por lo tanto nuestra sociedad ha delegado esta función en la judicatura para hacerlo con mesura y responsabilidad.

Y por lo tanto, si un juez se aparta de la ley, tiene que responder no solo administrativamente, pues nuestra institución es jerarquizada, sino también puede implicar responsabilidades civiles e incluso penales. Y ello es porque a los jueces se nos exige “algo más” que al simple ciudadano pues en nuestras manos se ha establecido una labor que implica que no debemos apartarnos de las leyes para cumplir nuestra función.

En ese marco básico, esto es el respeto de las leyes actuales, es que tenemos la obligación de respetar a nuestros pares. Y eso además de constituir una regla moral, es una norma jurídica que está consagrada en el Código Orgánico de Tribunales, en su artículo 323 donde se prohíbe a los funcionarios judiciales entre otras acciones, publicar, sin autorización del Presidente de la Corte Suprema, escritos en defensa de su conducta oficial o atacar en cualquier forma, la de otros jueces o magistrados.

Y ello   porque en definitiva los jueces hablamos a través de “nuestras resoluciones”, son las partes o los intervinientes quienes pueden criticar los fallos, comentarlos, impugnarlos por los medios que se establece en nuestro ordenamiento jurídico, pero no otro juez. Simplemente no corresponde, pues ello escapa de la labor de la judicatura. De lo contrario se crearía otra instancia.  Incluso, podría existir una suerte de “funa judicial”, donde quien es aludido por esa crítica, no puede simplemente defenderse ni tiene los medios para hacerlo, porque quizás aquél aludido si cumple el juramento que una vez hizo al asumir la judicatura y aquél por ende si acata la ley que nos obligamos a obedecer.

Que un juez pueda expresarse es bastante lógico, básico, fundamental. Pues es un derecho consagrado en la Constitución, que se nos reconoce como ciudadanos, pero la forma de expresarnos es en el estrado y en una audiencia donde debemos resolver el asunto sometido a nuestro conocimiento. Si consideramos ese derecho ejercido en forma abusiva entonces  podemos llegar al absurdo de pretender que con el mismo tengo derecho a  criticar  las sentencias dictadas por mis colegas, a efectuar serios reproches de su comportamiento como jueces por qué resuelven de una u otra forma y por qué no fallan de acuerdo a la forma que estimo que es la  debida, podría también en mérito de la libre expresión, contar a terceros  lo que sucede en las causas que me corresponde conocer, violar la confidencialidad de las causas.

Y quizás por el derecho de libre expresión entendido en forma abusiva y arbitraria, podría comentar en redes sociales los casos que me correspondió resolver en el día, con nombre y apellido de los intervinientes. ¿No tiene sentido verdad?  Con esto quiero manifestar que la libre expresión para un juez tiene límites. No es un derecho absoluto. Porque de serlo se torna arbitrario y perjudica a terceros. Basta recordar la premisa base de lo que fue nuestra primera clase de derecho.  “Nuestro derecho termina donde comienza el derecho del otro”.

A mayor abundamiento, el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969 (Pacto de San José) establece que “1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección. 2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar: a) El respeto a los derechos o a la reputación de los demás; o b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas. 3. No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”.

Así, la propia Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que este derecho no es absoluto y el mismo puede ser controlado en forma posterior para asegurar el respeto o reputación de los demás y el orden público.

Los jueces tenemos derecho a la libre expresión. Pero eso implica que debemos ejercerlo con apego a las normas que nos obligamos a respetar. Y entre ellas existe la prohibición de criticar a otros jueces. Eso en ningún caso implica una censura previa o limitación a su ejercicio pues precisamente intenta respetar el derecho o reputación de los aludidos.

Entonces cabe preguntarse. ¿Cómo hablamos los jueces? Como lo señalé precedentemente, hablamos a través de nuestras resoluciones, ésta es la forma de expresarnos.  Nos expresamos entonces a través de nuestro trabajo, redactando nuestras sentencias en los plazos fijados para ello, asistiendo a nuestras labores, resolviendo con dedicación cada asunto sometido a nuestro conocimiento. Hablamos siendo justos, cumpliendo la expectativa de los intervinientes de contar con un juez independiente e imparcial sin sesgos al momento de fallar.  Además, hablamos instruyéndonos, estudiando, siendo cortés con quien acude a nuestros tribunales, pues para nadie es grato recurrir a un tribunal. Además, hablamos a la comunidad siendo trabajadores, cumpliendo los turnos que nos corresponde. Así debe hablar un juez.

Debemos ser los primeros en respetar las instituciones existentes y las que pueden crearse en el futuro una vez se constituyan legalmente, pero ante todo debemos ser ponderados, responsables con nuestra función y respetuosos de las resoluciones judiciales emanadas de los diversos tribunales. No somos nadie para criticarlas ni reprochar a nuestros pares. No nos corresponde hacerlo, no está dentro de nuestras funciones generar una corrección moral a los trabajos de los colegas o efectuar imputaciones sin ningún asidero fáctico.

Nuestra sociedad y nosotros mismos tenemos una necesidad imperiosa de creer en las instituciones. Que las mismas sean serias y cumplan la normativa que los regula a fin que presenten los debidos servicios. Las mismas leyes pueden cambiarse, de hecho, estamos en proceso de redacción de una Nueva Constitución, pero mientras las leyes no se cambien y permanezcan vigentes debemos cumplirlas ya que así se evita un desorden o eventual anarquismo que genera caos en nuestra comunidad y en las propias entidades constituidas en una sociedad democrática. Colegir lo contrario es un atentado grave contra el orden público.

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