¿Vivimos en un estado de derecho? Por Lamberto Cisternas

Mar 22, 2021 | Opinión

Lamberto Cisternas. Exministro de la Corte Suprema.

La pregunta que se formula no es -perdón por destacarlo, aunque es obvio- si ¿“tenemos estado de derecho” ?, a la manera de un documento que podamos enmarcar, o de una declaración que podamos difundir por los medios de comunicación tradicionales o por las redes sociales. No: la pregunta es otra y muy clara: si ¿“vivimos o sentimos que vivimos en un estado de derecho”? Lo que nos obliga a mirar el asunto desde otro punto de vista.

Si la pregunta se enfocara en el primer sentido, la respuesta fluye inmediata: Sí, hay estado de derecho. Tenemos constitución -aunque con minúscula la pobre, a esta altura-, leyes, autoridades elegidas, congreso que funciona, policías, tribunales, señalización en las calles, instituciones establecidas por ley, normas sobre competencia leal, empresas y ciudadanos que parecen respetarlas, etc. Dicho de otra forma: en general o en teoría, para el marco y para proclamarlo, tenemos estado de derecho.

En el segundo sentido, si “sentimos que vivimos en un estado de derecho”; esto es, si en la práctica existen las condiciones propias de un estado de derecho, que nos acompañen en la vida diaria y que nos hagan sentirlo con plena satisfacción, la respuesta -más o menos generalizada- parece ser NO; o, a lo menos, es dudosa.

Dicho en sencillo, existe estado de derecho cuando se cuenta con un marco normativo general relativamente justo, autoridades democráticamente elegidas que promueven y respetan los derechos de las personas, y éstas -cumpliendo con sus deberes- respetan los derechos de los demás y exigen el respeto de los suyos. El termómetro que permite medirlo es muy relativo, pero real: la sensación de bienestar o molestia que cada uno de nosotros experimenta frente a las diversas situaciones o acontecimientos; que se hace más perceptible a medida que aumenta el respeto -bienestar en ese caso- o la vulneración de nuestros derechos -molestia-, desde lo pequeño hasta lo mayúsculo. Es decir, cuando se siente que nuestra dignidad -integrada por nuestros derechos y deberes- es realmente considerada por los demás y por nosotros mismos.

Y esto, que, por falta de educación cívica oportuna, puede parecer extraño, está dicho claramente en el artículo primero de la Constitución: “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”.

Aquel singular termómetro nos demuestra, en más de alguna oportunidad y porque así lo sentimos y podemos explicarlo para cada una de ellas, que no se cumple cabalmente con este enunciado básico de nuestra carta fundamental y que, en consecuencia, no existe estado de derecho en la práctica, en la vida real que vive el ciudadano.

Pueden citarse varios casos que demuestran  la efectividad de esta afirmación; a riesgo, claro está y es previsible que así pueda suceder, que alguien disienta de esta opinión y se empeñe en expresarlo con energía;  porque -con muy buena suerte- o no ha tenido todavía experiencias que menoscaben su dignidad, o si las  ha tenido se resiste a captar su verdadero sentido o, con alguna perspectiva especial, que puede incluso ser  ideológica, se niega a reconocerlos como flagelos que atentan contra los derechos de las personas y, por lo tanto, de su dignidad.

Se puede hablar, por ejemplo, de los adultos mayores. De las empresas de servicios e instituciones del Estado y del trato que dan a las personas mayores, a cuyo favor todos hablan por todos lados. Obtener los servicios o prestaciones suele requerir tiempos de espera -a veces exasperantes- y no hay apoyo para ellos, nadie les explica qué y cómo hacer el trámite, además suelen ser atendidos de pie y de manera apresurada. De muestra un botón: seguramente alguien habrá sido citado a un juzgado de policía local para un día lunes, todos a las 14 horas, sin fila para mayores y sin ninguna consideración especial.

También podemos hablar de las peticiones formuladas a la autoridad: un ciudadano común que se atreve a plantearle algo a un alcalde, a un presidente de corte de apelaciones, a un servicio cualquiera, etc. Generalmente no tiene respuesta, muchas veces so pretexto que no es la forma, que esa institución no está para resolver consultas, que no es competente, etc. Pero no se contesta, aunque fuera para decir eso mismo con buenas y sencillas palabras, de manera que el consultante se sienta mínimamente orientado y considerado, respetado en su dignidad. Y si lo pide invocando la ley de transparencia, puede tener resultado, pero no tan oportunamente como esa ley lo exige.

Y qué decir del complejo panorama que enfrentan las personas con discapacidad. La mayoría de las medidas son de fachada, suelen no estar disponibles los accesos universales, los lugares de atención no son los adecuados; tanto en los servicios públicos como en las instituciones privadas. La aparente mayor conciencia de la sociedad respecto a las personas en situación de vulnerabilidad tiene todavía un alcance limitado, lo que pone de manifiesto un desajuste con la realidad que enfrentan esas personas, con menoscabo evidente de su dignidad.

O del drama que puede significar reclamar por un producto que compré y que no sirvió, hasta llegar a obtener la satisfacción esperada; desde la atención deficiente, tan distinta a cómo me trataron cuando me vendieron, pasando por las demoras y cuestionamientos varios, hasta las diferencias físicas o de comodidad con el lugar destinado para los “reclamos”.

Están también las personas que sufren ciertos padecimientos de salud, que no han tenido buena respuesta en la medicina tradicional y que se deciden -en uso de su libertad y con asesoramiento médico- por posibilidades alternativas, con las cuales comprueban resultados positivos, para ellas, o sus padres, abuelos, o hijos, cuyo pronóstico en aquella era negativo. No suelen recibir comprensión ni diálogo positivo que los aliente en su camino y deben constituir grupos casi cerrados con los cuales apoyarse. Mucho peor si optan por usar cannabis medicinal, en cuyo caso son perseguidos casi como traficantes, y si cultivan para tener a la mano el remedio y obtenerlo barato, son perseguidos, allanados y perjudicados, ellos o sus familiares, en su tratamiento. Obviamente se sienten menoscabados en su dignidad.

Por cierto, que este enfoque o punto de vista puede cuestionarse por muchas motivaciones, algunas de las cuales ya se mencionaron. Y, además, porque se piense que se detiene en asuntos pequeños, del día a día, domésticos si se quiere. Sin embargo, en ellos las personas vemos o sentimos la necesidad de aplicar el termómetro: ¿estoy siendo respetado en mi dignidad, en mis derechos?; estoy respetando los derechos del otro, su dignidad? No se necesita ir más lejos para saber -y sentir- si realmente vivimos en un Estado de Derecho.

Los asuntos trascendentes, de envergadura si se quiere decir así, afectan más bien de manera indirecta o intelectual, no tocan directamente a cada persona. Son, por cierto, de extraordinaria importancia y de repercusiones generales innegables, pero están reservados para otras instancias: estudios universitarios, discusiones políticas, políticas públicas, proyectos de ley, etc.; todo ello de largo aliento, tanto que quizás   se resolverán o tomarán mejores rumbos sólo con la generación de los hijos o de los nietos.

Mientras tanto, es en el día a día donde se juega el respeto o el menosprecio de la dignidad de las personas. Y de ello, todos somos responsables.

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