Proceso Constituyente y Judicatura. Por Eduardo Gallardo

Mar 23, 2021 | Opinión

Eduardo Gallardo Frías. Juez de Garantía de Santiago. Académico de la Facultad de derecho de la Universidad Alberto Hurtado.

La pronta iniciación del proceso de redacción de la nueva Constitución constituye una oportunidad inmejorable para revisar y transformar aspectos importantísimos de nuestro sistema político y forma de gobierno.

Uno de ellos viene dado por la necesidad de repensar los arreglos institucionales referidos a la judicatura en Chile con la finalidad de consagrar, en términos generales, una organización judicial más desconcentrada, marcadamente horizontal (desprovista de los componentes hiper jerarquizados que actualmente la caracterizan y que son tributarios de un régimen pre ilustrado) y en la cual la función de juzgar esté claramente separada del gobierno corporativo de la organización, y no como sucede hoy con la concentración dichas funciones en los plenos de la Excma. Corte Suprema y de las Cortes de Apelaciones, las cuales se extienden a los procesos de nombramiento, calificación de jueces, traslados, sumarios administrativos, etc. Ello no sólo distrae un recurso calificado y costoso -como lo es la magistratura profesional- de su función esencial de decir el derecho, sino que también dificulta la conformación de una judicatura más plural y diversa, pues las organizaciones burocráticamente jerárquicas y concentradas indefectiblemente tienden a la endogamia y a culturas institucionales homogéneas. No en vano, el gran procesalista argentino Julio Maier, fallecido el año pasado, afirmaba categóricamente que “Las organizaciones judiciales verticales son propias de sistemas políticos autoritarios, características, por ej., de las monarquías absolutas…”. (Julio Maier, Derecho Procesal Penal, pág. 745).

Por otro lado, al liberarse la Corte Suprema de las labores gerenciales que hoy le encomiendan la Constitución y la ley, ésta podría abocarse exclusivamente a cumplir el papel uniformador de la aplicación e interpretación del derecho, dotando a la comunidad jurídica y a la ciudadanía en general de la necesaria y deseable predictibilidad en la aplicación de la ley.

Entre los académicos que se ocupan del tema no hay dos opiniones: el modelo actual estructuralmente es difícil de conciliar con la independencia interna de los y las juezas, al consagrar una carrera verticalizada vía ascensos, en gran medida controlada por jueces de tribunales “superiores” que tienen una fuerte injerencia en la carrera profesional de los jueces “inferiores”. De hecho, en rigor la idea misma de “carrera judicial” como un trayecto piramidal de ascensos desde la base hasta la cúspide de una estructura jerarquizada constituye una rareza en el concierto de las democracias avanzadas y debería derechamente ser abolida y reemplazada por una lógica de desplazamiento de funciones en base a consideraciones meritocráticas y vocacionales con elevadas exigencias de transparencia y objetividad.

Cabe destacar que prácticamente todas las constituciones contemporáneas de democracias desarrolladas consagran, bajo distintas fórmulas, la noción de que no deben existir diferenciaciones entre jueces y juezas, que no sean aquellas que emanan de las competencias que les asigna la ley para decidir los casos conforme al derecho vigente, es decir, los y las juezas solo obedecen y se someten a la ley y en caso alguno a lógicas de jerarquías entre “superiores” (jefes) e “inferiores” (subordinados), más bien propias de organizaciones en las que la independencia de los subalternos no resulta deseable, como sucede en la rama ejecutiva o en las fuerzas armadas. El “poder” del juez de segunda instancia sólo ha de extenderse y limitarse a la resolución del juez de primera instancia, pues no se trata sino de una derivación del debido proceso que se expresa en el sistema recursivo o, en términos más amplios, de ese principio inherente a una democracia constitucional que el gran John Adams describió como “checks and balances” (pesos y contrapesos).

La Asociación Nacional de Magistrados y Magistradas (ANMM) ha venido reflexionando por más de una década sobre este tema y ha consolidado una posición clara y documentada sobre los pilares de una futura rama judicial acorde a los principios de un estado democrático de derecho en forma y a tono con las democracias avanzadas, tanto en Europa continental como en el mundo anglosajón. Posición, que en el último tiempo ha sido clara y reiteradamente explicada y defendida por el presidente de la ANMM, Mauricio Olave Astorga, en diversos medios, incluida una columna en este mismo medio publicada el 5 de enero y en la cual resume los componentes centrales de esa reflexión gremial y académica en aspectos fundamentales como los nombramientos, gobierno organizacional, responsabilidad disciplinaria, etc., que deberían radicarse en uno o más órganos autónomos de composición plural que se aboquen exclusivamente a esas labores. Este aspecto no es menor, pues apunta a una cuestión nuclear e inherente a las organizaciones en las democracias modernas, a saber, la desconcentración del poder, lo cual permite la existencia de controles y contrapesos efectivos que reduzcan los espacios de opacidad y discrecionalidad en la toma de decisiones que impactan a la organización y a sus miembros.

El tema tratado en estas breves líneas no es un mero prurito académico o de teoría política, sino que constituye a mi modo de ver un desafío central en el perfeccionamiento de nuestro sistema democrático en el marco del futuro diseño constitucional. La existencia de principios y reglas estructuralmente dirigidas a resguardar la independencia de los y las juezas en el ejercicio de sus funciones constituye una condición sine qua non para la plena vigencia de los derechos de toda la ciudadanía. En esa perspectiva, la independencia judicial que interesa al estado democrático de derecho no alude al rasgo de una corporación o de un “poder del Estado”, sino que se trata de un atributo personal de todos y cada uno de los y las juezas individualmente consideradas, que son quienes verdaderamente detentan el “poder judicial”, es decir, el poder de juzgar controversias jurídicas dentro de la esfera de sus atribuciones.

Esa es la genuina comprensión de la independencia como una garantía para los ciudadanos que -lejos de ser un privilegio corporativo- constituye la otra cara de una misma moneda y que no es sino la sujeción a la ley vigente al decidir un caso por parte de quien detenta el poder de juzgarlo. Y a riesgo de abusar del argumento de autoridad, la cita al maestro argentino ahorra mayores comentarios: “Se entiende, entonces, por qué la regla que prevé la independencia judicial o autonomía del criterio judicial debe ser formulada respecto de cada uno de los jueces que integra el poder judicial de manera permanente o accidentalmente (jurados), por intermedio de los cuales ese poder se pronuncia, y con referencia a todo poder del Estado, no tan solo al poder ejecutivo o administrativo y al poder legislativo, sino también al mismo poder judicial”. (Julio Maier, Derecho Procesal Penal, pág.745).

Se trata de una premisa fundamental, pues hace más probable esa esquiva promesa constitucional de que las personas sean gobernadas por leyes iguales para todos: poderosos, vulnerables, ricos, pobres. Al final, la idea misma de una República se sostiene en el principio del “gobierno de las leyes” como condición irreductible para la libertad e igualdad de los miembros de una comunidad. Ese principio exige arreglos institucionales que aseguren de mejor forma que en el ejercicio de su función, jueces y juezas se sometan única y exclusivamente a esas leyes que el pueblo se ha dado a través de sus órganos de deliberación democrática; sin ninguna injerencia, incentivo, amenaza o premio, sea externo o desde el seno de la propia organización judicial.

Para decirlo coloquialmente, “pega” para la Convención Constituyente.

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