Nuevas leyes penales y aumento de penas, ¿es efectiva la estrategia? ¿Efectiva para quién? Por Silvio Cuneo

Abr 12, 2021 | Opinión

Silvio Cuneo Nash. Abogado de la Universidad de Valparaíso. Doctor en Derecho por la Universitat Pompeu Fabra, Barcelona, España y la Università degli Studi di Trento. Académico investigador de la Facultad de Derecho y Humanidades de la Universidad Central (UCEN).

Pretender solucionar el problema del delito con la cárcel es como procurar apagar un incendio con bencina. En el futuro los historiadores, perplejos, buscarán explicar cuán absurdo era esperar del encarcelamiento masivo la prevención o disminución de la criminalidad en circunstancias que parece difícil imaginar un sistema más eficiente a la hora de crear mayor delincuencia y fomentar la violencia social.

Las críticas al aumento del punitivismo pueden provenir tanto desde una perspectiva ética, basada en el respeto por la dignidad humana de las personas condenadas, como desde un punto de vista utilitario, considerando los efectos que produce el aumento de los castigos en una sociedad.

Desde una perspectiva ética, se critica el punitivismo, y muy especialmente a las penas privativas de libertad, por la inhumanidad que supone el encierro tanto para el condenado o condenada como para sus familiares y cercanos. Desde una perspectiva utilitaria, la crítica dice relación con los efectos criminógenos que produce el castigo y con el consecuente aumento de los niveles de violencia, reincidencia y delincuencia.

La literatura criminológica y la sociología del castigo nos recuerdan que el derecho penal es un instrumento de dominación y, en ocasiones, de terrorismo de clase que apunta en dos direcciones: se dirige contra las clases desposeídas que atentan contra la propiedad de las clases dominantes (encarcelamiento de la pobreza) y contra aquellos que representan una amenaza política (criminalización de la protesta social).

A poco más de doscientos años de su nacimiento, la prisión moderna permanece sorda a las críticas que la han acompañado desde siempre. Ignora y desmiente bibliotecas enteras que hablan de su perenne crisis como institución obsoleta e indefendible. Las cifras actuales son aplastantes y, pese al leve decrecimiento en los últimos años en algunos países centrales, la prisión entró al siglo XXI con más presencia que nunca. La crisis de la prisión (de la que hablan Foucault y otros) no es tal, es más bien la crisis de sus discursos legitimantes lo que, en todo caso, no parece afectar ni a su existencia ni a su extensión.

Últimamente este discurso se ha venido sincerando y la cárcel se muestra como un instrumento de neutralización de enemigos cuya principal finalidad es sacarlos de circulación. Los eventos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos acentúan el lenguaje belicista. La guerra contra el terrorismo se confunde con las guerras contra la delincuencia, contra las drogas, contra la pedofilia. Sin embargo, quienes llenan las prisiones no son en su gran mayoría ni peligrosos pedófilos, ni líderes de bandas terroristas, ni grandes narcotraficantes, sino principalmente afroamericanos pobres. El sistema norteamericano es imitado e importado con rapidez en Latinoamérica y especialmente en Chile. Nuestras estructuras económicas facilitan la diferenciación y los enemigos resultan fácilmente reconocibles. Feos, sucios y malos –parafraseando un film de Ettore Scola- son los clientes preferentes de nuestras cárceles latinoamericanas.

Ante este fenómeno de elefantiasis punitiva, y frente a la revancha de la prisión en el siglo XXI, surge una pregunta central: ¿por qué las sociedades actuales encierran masivamente a tantos seres humanos? Junto a esta interrogante aparecen otras: ¿por qué la prisión se reserva casi exclusivamente para los sectores más pobres y discriminados de nuestras sociedades? Comprobados los efectos criminógenos de la prisión y constatados los elevadísimos costos que supone ¿por qué ésta aumenta hasta llegar a niveles tan elevados? ¿Alguien se beneficia del encarcelamiento masivo?

Para el análisis de la situación chilena se hace necesario estudiar el sistema penal norteamericano. Esto, por el rol de laboratorio experimental que le ha tocado jugar a Chile en materia económica neoliberal. La pregunta sobre el encarcelamiento masivo en Estados Unidos y en Chile se responde por los respectivos contextos nacionales, pero también en el puente que une –verticalmente- a ambos países. Dicho puente, influencia, imitación o imposición explica también el fenómeno. Estados Unidos, como paradigma, ha tenido y sigue teniendo una aplastante influencia en Latinoamérica. Para llegar a Chile necesariamente se debe analizar el encarcelamiento masivo en Estados Unidos y verificar de qué manera sus políticas criminales han sido implementadas en nuestras latitudes en condiciones incomparablemente diferentes y con presupuestos mucho más reducidos.

En los últimos 30 años, el punitivismo y el nivel de encarcelamiento en Chile han aumentado significativamente. Estas situaciones de inhumanidad son consecuencia de políticas públicas que han generado un sistema penal espeluznante que significa el encierro infamante, que no es otra cosa sino la morosa eliminación de miles de personas condenadas por sus maneras violentas, consustanciales estas de los sectores de los que provienen. En una sociedad desigual, con un mínimo estado social y un exceso de marginados, lo más fácil y lo más rentable electoralmente, sería gestionar la pobreza con las cárceles de la miseria.

El miedo, en cuanto factor obnubilante de la razón, banaliza un fenómeno complejo. Así, el problema de la delincuencia se entiende con la lógica de los juegos de suma cero donde, o se está de parte de los criminales o de las víctimas y, por lo mismo, toda restricción de derechos de los delincuentes será visto como protección de las posibles víctimas. Esta falta de análisis y entendimiento de un problema complicado permite que políticos oportunistas se muestren como verdaderos superhéroes ciudadanos. Claramente hay caricaturas punitivistas como el exdiputado Gustavo Hasbún o el exsenador y exministro de Defensa Alberto Espina. Sin embargo, conviene recordar que ha sido la Concertación o Nueva Mayoría la principal impulsora del punitivismo en Chile. Y Bachelet, cual mujer de hierro a la chilensis, en cada uno de sus gobiernos presentó diversos cuerpos legiferantes en busca de facilitar el encarcelamiento masivo.

De este modo la cárcel como espacio de negación del derecho -donde la tortura y el maltrato es pan de cada día- se expande con funestos efectos, y sus impulsores son políticos de diversas coaliciones que ven en el discurso punitivista una manera fácil de obtener y mantener sus cuotas de poder.

Indignante resulta constatar la desigualdad en la aplicación de las sanciones. Así, por una parte, Carlos Délano y Carlos Lavín, fueron condenados por defraudar al Fisco en 1.700 millones de pesos y financiar ilegalmente la política, a una pena de 4 años en libertad y la obligatoriedad de acudir a clases de ética. Por otra parte, un comerciante en Puerto Montt fue condenado a 4 años de cárcel por presentar dos facturas falsas por un total de 2 millones de pesos.

Otro caso judicial que sirve para evidenciar el vergonzoso funcionamiento de nuestro sistema penal lo constituye el impune homicidio perpetrado por Martín Larraín Hurtado, hijo de Carlos Larraín, exsenador y expresidente de Renovación Nacional, quien atropelló y abandonó, sin prestar auxilio y dejando morir, a Hernán Canales.

También ilustrativo del funcionamiento del sistema de justicia penal lo constituye el caso de Laurence Golborne, exministro de Sebastián Piñera, quien en 2016 fue formalizado por delitos tributarios, acusado de facilitar boletas “ideológicamente falsas” al grupo Penta de los mencionados Délano y Lavín por más de 378 millones de pesos chilenos. El Ministerio Público, que en un comienzo había solicitado una pena de cuatro años y el pago de 40 unidades tributarias anuales (22,8 millones de pesos), no tuvo ningún impedimento en “negociar” una salida alternativa y así evitar juicio y sanción del exministro. Finalmente, en virtud de dicha negociación, Golborne pagó 20 unidades tributarias anuales (11,4 millones de pesos), es decir, cerca del 3% de lo defraudado, suspendiendo así el procedimiento penal.

Un tema particularmente sensible lo constituye el encarcelamiento femenino fomentado por la Ley 20.000 sobre tráfico de estupefacientes. El encarcelamiento femenino reviste una especial gravedad en las sociedades patriarcales. Además de privarlas de libertad, las estigmatiza más que a los hombres, puesto que sin duda las mujeres suelen sufrir más la separación de sus hijas e hijos.

En el fondo, lo que encierran las políticas de aumento del punitivismo y del encarcelamiento masivo, es el desconocimiento de la dignidad humana. Por lo mismo, para poder enmendar el rumbo, la política criminal no debería perder de vista, a modo de estrella polar, el concepto de persona. Examinar hasta qué punto nuestras sociedades lo tienen en consideración, si conciben a la persona como fin o como medio y si su esencia resulta inviolable o no. No olvidemos que la existencia de un concepto de persona mundialmente reconocido, fijado en pactos internacionales plantea límites a la intromisión o trato estatal y obliga a no instrumentalizar a nuestros semejantes. Estos pactos integran los ordenamientos jurídicos en un lugar prioritario. Por ende, la legislación, la reglamentación y las prácticas funcionarias deben ajustarse a ellos. Todo ordenamiento jurídico debe ser congruente consigo mismo, lógica y axiológicamente.

Aunque parezca obvio, conviene recordar que no porque las cosas sean de una forma, significa de modo alguno que deban permanecer así. La esclavitud, la pobreza, las injusticias sociales y la explotación, al igual que el encarcelamiento masivo, no son fenómenos naturales: son construcciones sociales que se pueden y se deben modificar. Que algo parezca inviable (por ejemplo, el fin de la discriminación en contra de la mujer o el fin de miles de muertes diarias de niños por causas relativas a la pobreza) no lo hace menos moralmente deseable.

Encarcelar a un semejante es un acto violentísimo que supone fijar un cuerpo en un espacio diminuto, deshumanizando a quien debe sufrirlo. Deshumanizar a un semejante significa también deshumanizarnos a nosotros mismos, y la deshumanización masiva supone necesariamente la deshumanización de la sociedad. Esto es así, aunque no nos enteremos del dolor de los presos. El encarcelamiento masivo, como un espectro silencioso, corroe la libertad de todos y termina quitándonos lo más preciado de la vida misma.

Por otro lado, los efectos criminógenos que produce la cárcel serán también costos que se pagarán a futuro: se traducirán en más delitos y mayores niveles de violencia, lo que generará también más cárceles, más controles, más policías y, además, más presos. De esta manera, el encarcelamiento masivo, como en una espiral ascendente, tiene como punto de llegada el encierro de todos. Sólo un cambio de dirección, un viraje hacia el respeto por la dignidad humana, puede ayudarnos a evitar una política suicida.

 

 

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