Eugenio, el ángel de la biblioteca de Pío Nono. Por Ernesto Vásquez

Ene 17, 2021 | Opinión

Ernesto Vásquez Barriga. Licenciado, Magíster y Académico U. de Chile. Doctorando U. de Alcalá.

Ernesto Vásquez.

La pandemia ha dejado una estela profunda de dolor en Pío Nono; obvio, también en el país y en el mundo. Lo especial que nos convoca, es dar una observación a la congoja particular, una estocada que llegó al corazón de la comunidad de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

A los fallecimientos que de cuando en vez no han entristecido, ahora nos dejó en la lona emocional, una nueva visita de la muerte. Sin mayor aviso, el aura negativa del fin de la vida ha abrazado el sino de varios exalumnos, egresadas y funcionarios. Todos han partido en este período o con ocasión de la maldita epidemia, aquel virus que algunos dijeron era un invento u otros con la inmadurez propia de la juventud o el atrevimiento natural de la ignorancia, asumen que “no es su problema” y siguen haciendo fiestas, mientras el país posee un luto de veinte mil compatriotas que han dejado este mundo.

El individualismo atroz ha cambiado la idiosincrasia solidaria del chileno y la cultura de los derechos ad infinitum, sin recordar los deberes colectivos para con la comunidad que están consagrados en la declaración universal de los derechos humanos. No, para gran parte de los nuestros, vivir su propio proyecto mundano es suficiente, ser vectores de la enfermedad que aterra a los adultos mayores es nada para quien, en los hechos y por su conducta irresponsable, han sido autores indirectos de la muerte de los mayores, la historia dejará por escrito que muchos no estuvieron a la altura.

Lo he sostenido en más de un foro, necesitamos ahora una estampida espiritual y humana, donde nuestra sociedad vuelva a proponer, donde nunca la violencia sea el camino y la senda sea la concordia, pasar de la preocupación a la acción y de preocuparse a ocuparse de sembrar armonía; no ser el mensajero del odio y la discordia. No requerimos más agoreros de lo funesto, urgen líderes de la esperanza. En estas horas de dolor intenso, de tinieblas y de pocas luces de vida, es el momento del censo de la fe, la catástrofe de un país que perdió su rumbo, sólo se recupera con ese optimismo incombustible que el profesor Carlos Peña rotuló en mi libro.

Hoy por hoy, tenemos un plan constitucional, que obvio, no será una panacea, pero es la manera democrática que un país lleno de cicatrices de sus heridas naturales: terremotos, tsunamis, aluviones e incendios, dramas que, unidos a la maldad propia de la destrucción humana, nos dejan llagas de pena en el alma de Chile. Estamos divididos  como sociedad y debemos buscar fórmulas básicas para reencontrarnos desde nuestras legítimas diferencias, sin eslóganes ni falsos rótulos, sino con principios y reglas comunes para todos quienes habitan el territorio donde no haya privilegios ni lugares vedados para la ley, donde la autoridad sea legitimada a diario por su coherente conducta, así reconocida si lo hiciere y se puedan reafirmar las entidades policiales que dan eficacia al derecho, donde las normas mínimas de urbanidad no sean letra muerta y el respeto al otro fuere la consigna rubricada en el alma del nuevo Chile.

La fórmula para que nuestra comunidad se reencuentre, requiere obviamente releer esa palabra, desde el sentido más allá de lo semántico que oculta su escritura, a saber: una “Común-Unidad”. El gran peligro que entraña desunirse y no reunirse al menos en un sino común como país, hace peligrar la armonía y paz social, cualquier carta fundamental será letra muerta, si no nos unimos respetando nuestras diferentes miradas. En cambio, si observamos este histórico momento como una oportunidad real de remecer propositivamente nuestra humanidad colectiva y también además de cambiar el contenido de nuestra norma fundamental, pudiéramos mutar la cultura actual de nuestro pueblo y así, regresar a lo más sencillo, colocando en el centro de la vida al ser humano, no para usar como eslóganes sus derechos o facultarles, sino para reconocer en la imperfección humana un desafío que nos permita observar el vaso medio lleno de la vida.

Dentro del dolor que nos ha abrazo en estos días, hay destellos de positividad, pues hace mucho tiempo que no sentía que millares de personas de diferentes creencias y colores, de distintos orígenes sociales y de diversos roles u oficios; maestros, profesores, estudiantes y funcionarios, egresados y egresadas de la casa de Bello, desde muchos rincones del país, de unían a diario para clamar al cielo, desde sus creencias o simplemente proponer vibraciones positivas, para que nuestro ángel de la biblioteca no fuera abrazado por el sino fatal y volviera a su hogar donde su hija y esposa lo esperaban con ansiedad y amor infinito. Muchos a pedido de su hija, se unían -diariamente- para rezar, generar vibras positivas o buenos pensamientos, para nuestro querido Eugenio Palacios.

El sino de la existencia quiso otra ruta. La pena nos volvió a embargar y su partida dio pie a un centenar de testimonios de exalumnos de derecho, que recreaban en cada palabra, los gestos en que muchos, creíamos que éramos los únicos destinatarios. Tarde lo supimos. Eugenio era nuestro ángel en la biblioteca, hoy lo pudimos comprobar al momento de su partida. Así, desde el Decano quien dio cuenta que Eugenio Palacios, era el símbolo de todo lo bueno que la armonía laboral y académica requería; sin espacio para una mala palabra, siempre una sonrisa, un gesto amable, un camino de unidad y nunca de división.

Un amigo nos reveló el gran secreto que desconocíamos, su trabajo afanoso para reencontrarse con Dios y su fe. De su familia supimos lo mucho que lo querían, lo amoroso que era con su hija, como le escondía sus dolores y ella nos pidió despedir con alegría al hombre bueno y alegre que era su padre. Me emocioné como nunca, jamás asisto al cementerio, de hecho, allí mismo en ese gran prado extenso, rotulado Parque del Recuerdo, están los retos de mi padre amado, no voy a observar su tumba, su palabra en vida fue clara: “Hijo, en vida todo, después nada sirve”.

En la ceremonia humana que pretendía desgarrar el dolor de la partida de Eugenio para sus seres queridos, su amigos y camaradas de labores, y otros como yo que de cuando en vez y por muchos años -casi tres décadas para ser exactos- mantenía un vínculo destellante de cercanía y lejanía. Cada vez que asistía a la Escuela y luego del rito autoimpuesto de saludar a todos los trabajadores que encontrase en mi ruta interna por el edifico sea por Pío nono o Santa María, reconociendo en los y las trabajadores de las facultad, la esencia de lo mejor de nuestra humanidad; llegaba a la biblioteca y siempre con una sonrisa o una talla simpática sobre fútbol, nuestro ángel de ese espacio me recibía, otrora como estudiante luego como un precario docente.

Hoy escuché el eco de las palabras del representante de los Estudiantes, pude percibir que aquello que creía era sólo para mí, era para todos, Eugenio era la empatía en la vida misma, siempre tenía el gesto adecuado, me emocioné hasta que pude entender que era sólo el cuerpo el que nos abandonaba, que -como dijo el Diácono en el cementerio- ya estaba escrito en el génesis y era también para Eugenio, que Dios creó el cuerpo y éste es finito, pero le dio el soplido de la vida, el alma y aquella nunca fenece como el nombre ni la persona si no la olvidamos y nuestro ángel de la biblioteca, nunca fenecerá entre nosotros, porque la gente buena y noble, decente, sencilla y carismática, que coloca al otro como un ser respetable en primer lugar y que ríe porque la risa abunda en la boca de la gente feliz, siempre estará entre nosotros y su hija se sentirá tan orgullosa que seguramente, en algún momento, nos ayudará a descubrir esa placa respectiva, con el nombre de su padre en esa estantería universitaria, donde nuevas generaciones y otros sujetos, puedan hacer realidad lo que Eugenio Palacios, no sólo declamó sino que lo hizo realidad, a saber, que la existencia es más llevadera si somos coherentes con su testimonio y entonces nunca más habrá arrogancia y egos absurdos que observen en menos a otro ser humano, porque nuestro Eugenio será un testigo permanente para que reine la sencillez y no la vanidad extrema del que juzga a su semejante o existe para amargarle la vida a otros: Nunca más olvidemos que tenemos un ángel que nos visitó y que nos enseñó con su evidencia de vida, que es posible laborar “contento señor contento”.  Descansa en Paz querido Eugenio, tu hija fue testigo que era verdad tu frase, esa que alguna vez le dijiste: “Hay mucha gente que me quiere”. Sí, era mucha y en abundancia, ella lo pudo comprobar.

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