Es importante preocuparse por la semántica. Por Lamberto Cisternas

Mar 1, 2021 | Opinión

Lamberto Cisternas. Exministro de la Corte Suprema.

Lo primero que puede decirse de la semántica es que estudia el significado de las palabras y expresiones, esto es, lo que ellas quieren decir cuando se las utiliza. Además, dentro de su objeto está descomponer ese significado en rasgos más pequeños, para comparar y diferenciar palabras de significados parecidos u opuestos.

Es posible hablar, entonces, de sinonimia, para hacer referencia a palabras de igual significado; de antonimia, para las de significado opuesto; de homonimia, para las de similar significado; y de polisemia, para las de significado múltiple. Con ello se permite un adecuado uso del lenguaje, para que sea claro y facilite una comunicación productiva, recordando que crea realidades.

Con ese pequeño avance, más de alguien podría estimar indudable -o evidente- la importancia de la semántica en el buen entendimiento de las personas, en especial en los múltiples debates que surgen al interior de la sociedad, cubriendo los diversos aspectos -no solo políticos- propios del intercambio de opiniones en la vida democrática.

Sin embargo, cada cierto tiempo aparecen voces que no reconocen esa importancia y que, por el contrario, pretenden que la semántica es una mera cuestión de forma que impide ver el fondo del asunto que, supuestamente y con expresiones imprecisas o incorrectas, se desea poner de relevancia. Esas voces sugieren que quien pide detenerse en la semántica elude o no entiende ese fondo, esto es, el problema que se quiere plantear; sugerencia que en la práctica suele habilitar   para insultar de inmediato, con cualquier pretexto, al audaz que solicita respetar el buen uso del lenguaje y la semántica.

Para no hacer demasiada historia, y sólo con propósito ilustrativo, sin poner en duda la buena fe de quienes las dijeron, pueden citarse a lo menos dos  expresiones  en que con posterioridad se ha pretendido, por quien habló o por un tercero, hacer primar el fondo sobre la forma, con el pretexto referido: que al detenernos en cómo  se dijo se elude o se obstruye entrar a debatir el fondo de lo planteado; pero no se explica bien en qué consiste el problema (fondo), o se trata de disimular lo que exactamente significa el tenor de lo dicho (forma). O sea, no podemos saber en qué consiste el fondo, pues el mal uso de la forma no nos permite conocerlo cabalmente o se trata de darle un sentido distinto al que aparece simplemente en la expresión usada.

En un caso, una autoridad opinó que hay que refundar las policías de orden público, dándoles características y herramientas propias del siglo XXI. Obviamente tiene todo el derecho a decirlo y al hacerlo concuerda con lo que opina buena parte de la ciudadanía, que en esto está dividida entre modernizar y refundar; pero, al parecer, no está en línea con la opinión del gobierno que integra, la que hasta este momento al menos, se incluye en el reformar. El punto que interesa para el análisis que aquí se hace -no hay que perderlo de vista- está en que cuando se puso de relevancia esa contradicción, alguien “llamó” a fijarse en el fondo y no en la forma, a dejar de lado la semántica, excusando de una plumada el uso precipitado, o el mal uso, del lenguaje, olvidando que quien lo utilizó debió hacerlo con mayor cuidado al opinar frente a la comunidad.

El otro caso proviene de una autoridad del sector opositor. Luego de los penosos hechos de Panguipulli opinó que en Chile la vida de un pobre no vale nada, preguntando enseguida ¿cómo quieren que no lo quememos todo? La explicación posterior para la pregunta -no obstante que lo dicho parecía claro- fue que era una metáfora, esto es, una figura retórica en que una realidad o concepto se expresa por medio de una realidad o concepto diferente, con los que lo representado guarda cierta semejanza; como sucede con la conocida expresión “la primavera de la vida”, usada para referirse a la juventud.

Se trataría, entonces, de un mensaje a descifrar, tarea que obligaría al público que lo recibe a investigar sobre la persona que lo emite, su contexto y sus proyecciones, para dilucidar -según lo interprete finalmente- el sentido de ese mensaje. Si en el caso anterior alguien llamó a no fijarse en lo dicho, acá se dice que lo dicho debe ser interpretado, sin que se entregue los parámetros para hacerlo; y en ambos de desatiende la semántica, en aras de explicaciones casi infantiles.

Estas expresiones, citadas sólo a manera de ejemplo -hay más, por cierto- ponen de manifiesto la importancia que reviste la cautela y precisión en las opiniones dirigidas a la ciudadanía, especialmente por parte de las autoridades.

A diferencia de lo que ocurre en algunos debates serios -como el académico, por ejemplo-, o los intercambios improvisados que vemos en algunos programas televisivos, en que se da por supuesto lo provisorio de las opiniones, para que precisamente el debate serio haga luz sobre lo discutido, o que  el intercambio improvisado mantendrá atentos, sin mayores exigencias,  a los telespectadores,  las opiniones provenientes de las autoridades, si no se las anuncia como provisorias,  son recibidas como algo más definitivo y hacen impacto en la opinión pública con la fuerza del liderazgo de quien las emite.

Vistas así las cosas, preocuparnos por el buen uso del lenguaje y por la semántica parece ser -en algunas oportunidades al menos- una verdadera exigencia y un medio importante para mejorar el entendimiento entre las personas, grupos y organizaciones. Lo que vale para todos los ámbitos y de forma permanente, pero de manera especial en el político, en que todo se presenta como muy opinable e interpretable; ámbito en que tienen especial relevancia los respectivos liderazgos, que soportan como carga -entre otras- el uso responsable del lenguaje y de la comunicación.

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